La política –como la vida misma– está llena de simbolismos: gestos torvos, contradicciones milimétricas, arrepentimientos ineficaces, derroches irresponsables, desatinos inexcusables; está, qué duda cabe, colmada de traiciones infalibles, lealtades precarias y, sobre todo, más que todo, no se mide en avaricias y bajezas.
Quién lo diría, pero así como un día del invierno del 2002, la entonces ministra de Defensa Michelle Bachelet debutaba en la arena política, reventando las encuestas presidenciales de la mano de una imagen imborrable –ella montada en un Mowag, recorriendo las inundadas calles santiaguinas, cual Patton entrando triunfante a Roma–, hoy, 13 años después, su vida política concluye ataviada de otra imagen imborrable: ella bailando cumbia con un alcalde durante la celebración de los que pasaron agosto, mientras su mundo se derrumba como un castillo de naipes. Y no a manos de sus adversarios, sino del fuego amigo; del peor de los fuegos.
Una imagen en La Cisterna en extremo simbólica y aberrante, de principio a fin: ella, saliendo a bailar a regañadientes, ajustándose la blusita; se nota incómoda, no está presente la espontaneidad simpática de antaño que la catapultó dos veces a la Presidencia de la República; él, empoderado de un desatino inexcusable para un correligionario leal, que jamás expondría a su líder a una situación indigna, tratando de hacerla girar como pirinola con su dedo sobre la cabeza de ella, haciendo leña del árbol caído; ¿no hay acaso una relajación humillante de la dignidad del cargo de su compañera de baile? Ella, a su turno, esquivándolo como colegiala acosada por el cargante del curso, lanzando una mirada desesperada a su equipo de asesores pelotudos, que aplauden el dantesco cuadro como imbéciles, sin ánimo de rescate, sin sentirse obligados a preservar la imagen de la jefa. Todo mal. Bachelet no tiene motivo alguno para celebrar. Ella misma no está convencida de haberle ganado la batalla al mes de los gatos.
A 48 horas de esa escena prosaica e innecesaria, Michelle Bachelet recibía dos demoledores espolonazos, tal vez los finales. Uno proveniente de las mismas encuestas que antes la idolatraban, abofeteándola esta vez con un impensable 72 por ciento de desaprobación; el otro, del fuego familiar, a manos de la inmutable declaración del jefe informático de Palacio frente a los diputados de la comisión investigadora, quien exento de todo temor, mediante un acto de inédita valentía para un funcionario público, explicó paso a paso el modus operandi del hijo de la Presidenta para borrar los archivos de su computador, a pocas horas de renunciar a la dirección sociocultural, tras el estallido del caso Caval.
¡Qué duda cabe! Réquiem por Bachelet y su incapacidad para leer la realidad, para afrontar la adversidad, desde la madrugada del 27F hasta su aislamiento lacustre. Independiente del tsunami de rumores sobre su salud física y sicológica, es el mismísimo rostro de la afectada el que la delata. Ya no doy más, tal vez sea la frase que ella se repita frente al espejo. Es comprensible. ¿Quién podría sostenerse como primera autoridad de la Nación teniendo flancos abiertos al frente y en el patio familiar?
La política, como el derecho, no está hecha para héroes; tampoco los necesita. Si Michelle Bachelet ya arribó al límite de su capacidad para ejercer el cargo, si sus aliados, conscientes del descalabro ad portas, tratan de asaltar la hacienda para asegurar el futuro, y habida cuenta que La Moneda se parece cada día más al Titanic en medio del océano, y que su propio hijo le hace trampas a su credibilidad y confianza ciudadanas, es la hora de la sinceridad.
La épica del actual descontento popular y elitista no tiene que qué ser leída desde el bacheletismo en clave Hawker Hunter setentero, ni planteada desde la victimización de género; el país ya completó las estatuas que requería para venerar su nostalgia ambivalente. Esto es mucho más simple: solo basta actuar con la honestidad del que reconoce que es un ser humano falible. Ya es hora que Chile ponga en práctica su vociferada evolución política, y que, de una vez por todas, se articulen los mecanismos de reemplazo, sin tener que apelar a la alternancia del autoritarismo y la democracia. Por qué no darle a la última la posibilidad de demostrarle al primero que el grado de madurez es suficiente para superar el marasmo, sin recurrir a la histórica manía de violentar la soberanía radicada en el pueblo.
A Bachelet no la destruyó la oposición, la que se ha vuelto insuperable a la hora de autodestruirse; la destrucción no vino desde el extranjero en forma de una guerra o una díscola demanda. Es mucho más simple: vino desde la pieza del fondo, donde los afectos postergados y transados desataron la incontinencia del hijo malcriado.