Editorialistas, politólogos y analistas internacionales se apresuraron sin más a fabricar opinión acerca de las revoluciones democráticas y sociales que hoy estremecen el Oriente Medio. No faltó el especialista que recomendó a Egipto de “mirar con atención” (*), entre otras, la transición a la chilena.
Sin mayor reflexión, es decir, sin un análisis medianamente meticuloso que restituya sentido. Que reconstruya los antecedentes que dan cuenta de la perspectiva histórica en la cual se desplazan cargados de significación estos procesos repentinos y extraordinarios destructores de mitos. Y que además son portadores de posibilidades enormes de transformación social no sólo en el vasto mundo árabe sino también en un occidente con un capitalismo en caída libre de legitimidad. Miedo que el ejemplo circule y se difunda.
Muchos fabricantes de opinión se quedan en lugares comunes del tipo “flujo y reflujo de las oleadas democráticas” o en una tipología formal y abstracta que las vacía de su contenido y especificidad histórica.
Los aprendices de analistas omiten de manera sistemática citar y traer a la actualidad los acontecimientos que durante años se fueron acumulando en las sociedades y las conciencias de los ciudadanos y trabajadores árabes bajo la forma de una yuxtaposición de capas de frustraciones y derrotas. Se evita con testarudez reconstruir el contexto histórico. Más aún, se evita extraer algunas conclusiones que se imponen.
Se empieza por ignorar en el análisis las intervenciones militares que modelaron la geografía y las fronteras del Gran Oriente Medio (GOM) según los intereses de las potencias europeas coloniales del siglo XIX. Se oculta el impacto más reciente de las agresiones imperialistas occidentales en el (GOM). Se obvia la manipulación de la división cultural y religiosa entre sunitas y chiítas por razones de Estado y geopolítica imperialista. No se asume la tragedia del pueblo palestino cuyo destino está en manos del Estado expansionista de Israel. Menos aún se comenta la concentración enorme de poder económico y militar en manos de las dictaduras oligárquicas y rentistas petroleras del Golfo, que como Arabia Saudita y Bahreïn son aliadas incondicionales de la política imperial de Estados Unidos.
Ni siquiera se mencionan las políticas de corte neoliberal que han provocado, pobreza, división social, desigualdad, descontento y resistencias de parte de la juventud diplomada y cesante y en las capas medias, así como movilizaciones cotidianas desde hace años en los sectores de trabajadores, campesinos y el movimiento sindical de Túnez y Egipto.
Las rebeliones son aplaudidas, pero reduciéndolas al mero deseo de libertad y democracia formal, junto con elogios ditirámbicos a Internet y a las “redes sociales”. Todo en abstracto, sin mencionar las condiciones materiales objetivas en las cuales esos modos de existencia son vividos ni a la voluntad de acción colectiva que echa mano de esos nuevos instrumentos.
Se omite también la crítica a la producción de ideología y propaganda en las aulas y los Think Tanks de Occidente que tiñó durante al menos una década el paisaje árabe hasta dejarlo transformado en la llamada “excepción árabe” a la cual había que aplicarle un tratamiento de shock civilizacional. Según esta terminología interesada, el mundo árabe era poco menos que un planeta aparte condenado a vivir en la Edad Media bajo el control de la religión islámica y la ley religiosa, la Charria. Así se hacía brillar a Israel como la única democracia de la región que, sin embargo, hasta hace poco apoyaba incondicionalmente al dictador Hosni Mubarak.
El paso a la modernidad y al racionalismo laico era impensable en el mundo árabe según los propagandistas de la “superioridad valórica” de Occidente al estilo del ultraderechista y ex primer español ministro Aznar. Los Derechos Humanos, la democracia y la igualdad de género no llegarían nunca a instalarse en sociedades condenadas a vivir bajo el peso de la religión y el fanatismo terrorista religioso, repetían los medios conservadores. Menos aún el socialismo cuyas organizaciones fueron reprimidas por los Estados autocráticos con el beneplácito de Washington.
El paradigma maniqueo era, o bien las dictaduras árabes o bien Al Qaida -ex mercenarios de EE.UU. (cuya inserción social es nula)-, o bien la organización de los Hermanos Musulmanes (conservadores en lo religioso y liberales pro-capitalistas en lo económico). Estos están ahora dispuestos a jugar la carta democrática para acceder a las instituciones egipcias.
Así se ocultaban de manera sistemática las tendencias analizadas por Olivier Todd que mostraban que el proceso de escolarización, la baja de la natalidad y la inserción de las mujeres en el mercado del trabajo, eran impulsos incontenibles que desde los ochenta presagiaban un alza en la demanda democrática en todo el mundo árabe. Inclusive en Irán y con mayor razón en Afganistán e Irak. Las intervenciones militares en estos dos últimos, así como las ofensivas desestabilizadoras en el primero por parte de los EE.UU. iban en sentido contrario, al intentar combatir por la violencia armada y la amenaza a grupos minoritarios no representativos o a gobiernos electos por las urnas pero débiles y represivos. Lo que explica que según las encuestas, 75% de los ciudadanos árabes se definen como antinorteamericanos.
Pero hoy, cuando arde Libia, con un ingreso per capita mayor al de Brasil y el doble de Túnez, bajo la ofensiva de una juventud desempleada y escolarizada y clases medias educadas que no aceptan más vivir bajo autocracias poscoloniales (Al Kadhafi, 40 años aferrado al poder) y en instantes en que la primera reivindicación política de los movimientos ciudadanos de Túnez y Egipto es una nueva Constitución democrática que garantice la expresión de la soberanía popular, los politólogos y demócratas que se inscriben en la escuela de las transiciones liberales, se callan. Con mayor razón si para redactarla se apela, conforme a la más pura tradición democrática y republicana occidental a una Asamblea Constituyente expresión del poder constituyente o a la soberanía popular, que para tal ocasión y con el fin de rehacer las instituciones en un nuevo régimen político, sea electa por el pueblo ciudadano.
Estamos ante una predisposición interesada e ideológica. Democracia formal sí, dicen los liberales, pero sin ir a las fuentes mismas de la democracia. Democracia a medias entonces, elitistas y oligárquicas y de capitalismo neoliberal… como en Chile.
Muchos analistas están preocupados. Invocan los demonios del caos y la violencia que, según ellos, amenazarían estos procesos de cambio de régimen. Como Genaro Arriagada, el transitólogo de la DC. Este afirma que las nuevas instituciones se remozan «a partir de la reforma y el perfeccionamiento de las existentes, no sobre tierra arrasada». En el fondo, plantean una transición “pacífica”, “ordenada”, donde los árbitros sean los mismos ejércitos que violan sistemáticamente las libertades civiles y los derechos democráticos, en conjunto con las viejas camarillas de civiles oligarcas, con el fin de evitar la explosión de demandas socio-económicos de los sectores considerados “peligrosos”: los jóvenes desempleados, escolarizados y discriminados; los trabajadores sindicalizados y los profesionales comprometidos; muchos con una alta conciencia antiimperialista.
Es un hecho: fueron las movilizaciones de los trabajadores las que fueron decisivas en el derrocamiento de las dos primeras dictaduras.
¿Deberán los trabajadores egipcios y tunecinos que dieron el empuje final para derrocar a sus respectivos dictadores frenar su reivindicaciones económicas y guardar en el baúl de los recuerdos sus luchas por conquistar derechos democráticas y, cómo en la transición chilena -donde todavía hoy está vigente el código neoliberal de Pinochet-, aceptar las leyes laborales decretadas por el egipcio Mubarak y el tunecino Ben Alí?
Por Leopoldo Lavín Mujica
(*) Opinión de Genaro Arriagada en La Tercera.