Comprender integralmente el actual proceso de confrontación bélica y competencia económica inter-imperialista, implica analizar desde la perspectiva de la totalidad del movimiento histórico.
La invasión militar de Rusia -último reducto del régimen de modernización capitalista rezagada que fue la URSS– a Ucrania -una de las antiguas repúblicas soviéticas que fue integrada a ese Estado con el proceso de contrarrevolución bolchevique en esa región en la época de la Revolución Rusa-, posee diferentes dimensiones económicas, políticas, culturales, sociales e históricas que conforman una totalidad compleja y diversa que tiene su eje de unidad en el movimiento de producción y reproducción ampliada del capitalismo global.
Considerado a gran escala, el momento actual del capitalismo ruso comienza a cerrar un ciclo que se abrió entre 1923 y 1927 con el ascenso de Stalin a la cabeza del Estado soviético y el comienzo del proceso de acumulación originaria acelerada que llevaría a la URSS a convertirse en una superpotencia capitalista mundial entre 1945, con la victoria sobre Alemania en la guerra industrializada moderna, y 1949, con la detonación de su primera bomba atómica seis meses después de la fundación de la OTAN. Desde 1947 hasta su disolución oficial en 1991, la URSS se constituyó como un polo de acumulación mundial de capital que competía contra las potencias occidentales por la hegemonía global al interior del modo de producción capitalista. Sin embargo, su carácter rezagado con respecto a las potencias capitalistas occidentales fue el factor determinante de su disolución cuando, llegada la reestructuración capitalista de la década de los 70’s, fue cada vez más incapaz de competir en la esfera productiva, con una industria que quedaba nuevamente rezagada ante la deslocalización de los procesos productivos, la intervención en el mercado mundial de países asiáticos como Singapur y Hong Kong, que socavaron completamente las exportaciones industriales de Alemania Oriental y Checoslovaquia, la revolución microelectrónica y la masificación del consumo.
Robert Kurz comprendió, a contrapelo de la mayoría de sus contemporáneos, que la implosión del socialismo de cuartel, formación capitalista de modernización rezagada bajo la bandera del marxismo, constituía la antesala del colapso del proceso de modernización mundial. Sin embargo, este proceso de colapso no debe ser entendido como el hundimiento inminente e inmediato del sistema capitalista, sino como el desmoronamiento ya en acto de un modo histórico de producción que choca cada vez más con sus límites internos y externos.
De este modo, el colapso de la URSS no implicó de manera inmediata el colapso del capitalismo ruso como tal, sino su reorganización y adaptación a las nuevas circunstancias históricas creadas por el proceso de globalización capitalista. La llegada de Putin al principal puesto jerárquico del Estado ruso en el último día del pasado milenio, viene a significar al mismo tiempo tanto la reorganización del capitalismo ruso como la entrada en su proceso de descomposición en medio de un estado de excepción permanente sobre la sociedad. De hecho, su verdadero “mérito” histórico -si pensamos por un lado según la ideología de la muerte propia del sujeto ilustrado- sería justamente la estabilización del capitalismo ruso y la conformación de un estado imperialista archiautoritario e independiente -capaz de competir con Occidente– que frenó los sostenidos esfuerzos occidentales por convertir a la Federación Rusa en una periferia subyugada al neoimperialismo occidental.
Occidente, que hoy derrama lágrimas de cocodrilo por la violación de la soberanía de Ucrania -con un gobierno de orientación occidental- y el bombardeo de la población civil, no tuvo ninguna contemplación con dicha soberanía cuando, como parte de una estrategia más amplia, cooperó para destituir el gobierno prorruso de Yanukóvich y separar al país de la órbita geopolítica del capitalismo ruso. En efecto, el objetivo fundamental y punto de convergencia de la intervención occidental de 2014 en Ucrania -a contrapelo de las diferencias entre Estados Unidos y la UE, particularmente de la cada vez más independiente Alemania- fue impedir la constitución de un bloque de poder capaz de competir a largo plazo con las potencias atlánticas, amenaza latente que podría haber frenado las ambiciones de Occidente en el espacio postsoviético y que, algo que preocupaba particularmente a la cúpula de Washington, podría haber abierto la posibilidad de una alianza económica y política alternativa en el espacio oriental de la UE.
Así, los planes del imperialismo ruso para la construcción de dicho bloque al oriente y en el espacio postsoviético fueron saboteados con el derrumbe del gobierno ucraniano, el desencadenamiento de una guerra civil y la constitución de batallones abiertamente neonazis que aterrorizaron durante los últimos años las región del Donbass con el apoyo tácito de la elite europea y el silencio de los medios de comunicación occidentales.
Esta ofensiva de Occidente y su expansión geopolítica hacia el Oriente ha ido de la mano con la creciente erosión del capitalismo ruso y sus satélites, producto de la crisis de valorización del capitalismo mundial. En realidad, la elite del Kremlin se encontraba cada vez más a la defensiva en el escenario internacional. En la región del Cáucaso, en Bielorrusia y, este año, en Kazajistán, el bloque de poder articulado con posterioridad a la caída de la Unión Soviética en torno al renovado imperialismo ruso ha empezado a evidenciar signos de erosión y desgaste cada vez más evidentes. Así, las ambiciones neoimperiales de la elite moscovita se vieron entrampadas en un proceso de desgaste acelerado por la crisis socioecológica, y que comenzó por afectar primero a sus satélites.
En el año 2020, Bielorrusia -gobernada de manera autoritaria por Lukashenko desde 1994-, dio muestras de estancamiento económico, quedando atrapada en una situación política y económica aparentemente insalvable que fue detonada por el estallido de protestas masivas de carácter similar a las que remecieron el capitalismo internacional en el año 2019. La respuesta a esta crisis fue una represión sin contemplaciones y un acercamiento mayor de Lukashenko a Moscú con el objetivo de aferrarse al poder. De esta suerte, el sueño neoimperial ruso de constituirse en un bloque económico independiente entre la Unión Europea y China -vía “Nueva ruta de la seda”- comenzó a estrellarse de bruces con la realidad económica y geopolítica que impone la crisis socioecológica actual. Por el contrario, el capitalismo ruso debería luchar con la fuerza de las armas y de las mercancías por mantener su estatus de potencia central mientras intenta frenar el proceso de desintegración de su esfera de influencia. En realidad, la elite rusa, con Putin a la cabeza, se encontraba antes de la invasión a Ucrania de espaldas a la pared, y esta situación se agravó con el estallido de un incendio social de proporciones en Kazajistán en los primeros días del año en curso.
Con respecto a este último punto, podríamos decir que la revuelta social en Kazajistán fue la antesala directa del proceso bélico que hoy presenciamos. Antigua república soviética, y hoy satélite del régimen del Kremlin, Kazajistán concentra en su territorio todas las características de la degradación de las condiciones de vida que prontamente alcanzará a la población de las potencias centrales del capitalismo mundial. El auge sostenido de los costos de vida y el empobrecimiento de la población, sumado a una subida en el precio del gas, fue el factor detonante de una revuelta con características similares a la que remeció la región chilena en 2019, con la diferencia de que esta rebelión fue ahogada en sangre a través de la política terrorista conjunta del gobierno kazajo y las fuerzas armadas rusas, sin que se le ofreciera a la población ningún espectáculo democrático como el desplegado por el capitalismo a la chilena para contener la dimensión subversiva de la revuelta. Kazajistán y su revuelta, hoy olvidadas por la opinión pública mundial -y sobre todo por los histéricos antifascistas nacionales que alaban la política militar del imperialismo ruso-, derivaron en un reforzamiento del estado de excepción permanente que su población vive desde la desintegración de la URSS, y la clase dominante de ese país sabe conscientemente que desde ahora en adelante deberá reforzar la ya dura represión cotidiana sobre la población para perpetuar su lugar dentro del capitalismo mundial: una lección que pronto deberán aplicar sus superiores de Moscú.
En este sentido, la revuelta en Kazajistán indica tanto la pauperización de las condiciones de vida a escala mundial que se hacen sentir con particular fuerza en los países de la periferia de las cadenas globales de mercancías, como las características propias que adoptará este proceso en las regiones de la modernización rezagada del siglo XX. Sobre este último punto, es necesario hacer notar que la estructura autoritaria de sus regímenes parece ser una característica propia de estas regiones, determinada por su lugar tanto en el mercado capitalista mundial como en la red de relaciones de competencia entre las potencias capitalistas. En efecto, un régimen democrático en cualquiera de los países que aún permanecen en la esfera de influencia de Rusia, y en la Federación Rusa misma, daría espacio para la intervención de Occidente, un riesgo que la élite política y empresarial -y los diferentes rackets ligados a ella- a la cabeza de dicho Estado no puede permitirse.
De esta manera, las revueltas en Kazajistán (2022) y en Bielorrusia (2020 -21) permiten entrever el reforzamiento del régimen de represión constante sobre la población, en medio de un contexto histórico en que las condiciones materiales de vida no harán más que empeorar. Así, en el contexto de crisis socioecológica del capitalismo avanzado tardío, podríamos invertir una famosa frase de El Capital y decir que los países periféricos no hacen sino mostrarle a los más avanzados la imagen de su propio futuro. La agudización de esta crisis en Kazajistán que abrió el presente año fue una manifestación local de la crisis mundial, pero también un anticipo del futuro de su metrópolis imperial con sede en Moscú, que durante la última década se ha movido entre su competencia por un lugar hegemónico dentro del capitalismo global, buscando la conformación de un bloque euroasiático -especialmente en su acercamiento a Alemania-, el avance de la OTAN hacia el oriente -integrando ex repúblicas soviéticas a la organización-, y la crisis socioecológica que le ha afectado bajo la forma de incendios forestales masivos, tala de bosques, derretimiento del permafrost y una disminución en el consumo e inflación en su mercado interno. Cabe destacar, además, que el cambio climático -según una declaración del mismo Putin- avanza en la región rusa 2,5 veces más rápido que la media del planeta, lo que no quiere decir que ello haya servido para cambiar la configuración del capitalismo ruso, sino que por el contrario se ha acelerado la producción de gas y combustible para su exportación.
Tal parece ser la consecuencia lógica del desenvolvimiento histórico de la modernización capitalista: morir de miseria en medio de la riqueza. En efecto, una de las cadenas más débiles del capitalismo global por su posición rezagada con respecto a Occidente es, al mismo tiempo, una superpotencia militar que hereda un enorme arsenal armamentístico e infraestructura de desarrollo científico y tecnológico, por lo que la continuidad a perpetuidad de Putin en el poder constituye tanto una herencia del capitalismo “concentrado” legado del régimen soviético, como una necesidad impuesta por el mismo carácter específico que su proceso histórico de modernización impone. Es solamente por merced de este estado de excepción abierto de carácter permanente que el capitalismo ruso ha podido perpetuarse hasta nuestros días, y esta es una de las causas inmediatas de que, llegado un momento decisivo de su competencia con las potencias occidentales y el avance de la OTAN hacia el Oriente, la invasión militar a Ucrania se haya impuesto como una necesidad de supervivencia para el capitalismo ruso, que ve cómo se descomponen sus fundamentos económicos, políticos y sociales al interior de sus propias fronteras y las de sus aliados en el espacio postsoviético.
La propaganda antirrusa que es emitida en escala masiva por todos los medios occidentales, y que nos presenta a Putin como el nuevo archienemigo de la democracia, olvida convenientemente que Rusia lucha por su supervivencia en el contexto del empeoramiento de la crisis sistémica del capitalismo mundial, para no ser reducida a una periferia por el neoimperialimo occidental que de manera sostenida ha torpedeado y cercado el ascenso de la Federación Rusa a gran potencia.
El enfrentamiento bélico y económico en la región euroasiática no es sino una expresión del proceso de decadencia socieconómica inducido por la crisis socioecológica del capitalismo mundial, es una lucha librada al interior de un barco que se hunde.
Así, en medio de la crisis generalizada el Occidente democrático ve cómo, pese a todos sus esfuerzos de las últimas décadas para sabotear la reemergencia de una superpotencia en Europa Oriental, Rusia se alza como una poder militar y económico capaz de competir con Occidente usando sus mismos métodos de expansión imperialista.
Este proceso marca el final de la política alemana -país que se ha constituido como el núcleo hegemónico de Europa Occidental- de contención e inclusión del capitalismo ruso en la estructura económica de la Unión Europea, puesto que desde ahora en adelante deberán lidiar con la contradicción que plantea todo el desenvolvimiento económico de las últimas décadas, en la cual Rusia ocupó una posición periférica de proveedor de materias primas y energía, al mismo tiempo que se hacían todos los esfuerzos para minimizar su influencia en Europa del Este y en el espacio postsoviético.
En lo sucesivo, las potencias europeas deberán moverse entre la amenaza latente de enfrentamiento militar con una superpotencia nuclear, que les supera en décadas en el desarrollo científico y tecnológico de las armas hipersónicas -armas que han roto el equilibrio fáctico de poder entre las potencias nucleares-, y la necesidad que se tiene de su abastecimiento energético, principalmente de petróleo y gas. El neo-zar Vladimir Putin y su camada de secuaces han comprendido perfectamente esta situación y en su falsa conciencia la explotarán hasta el final: con persecución, cárcel, leyes dictatoriales y policía política deberán reprimir la agitación social en auge por la guerra y las sanciones económicas de Occidente, que harán sufrir a la clase trabajadora y a la clase media en declive, y al mismo tiempo continuarán su avance militar hasta la consecución de sus objetivos estratégicos, sabiendo que tienen del cuello a Alemania y al resto de Europa apuntada con armas hipersónicas. Es decir, sabrán lidiar con el hambre del pueblo ruso silenciando sus quejas a golpe de bastón eléctrico, pero no se detendrán en su avance considerando que siempre pueden cortar la llave del gas. De hecho, es con respecto a esto en lo único en que Putin ha sido genuinamente sincero, es decir, cuando echa en cara a los genocidas occidentales su común naturaleza, señalando que Rusia es parte del sistema de comercio mundial y que nunca hará nada por dañar ese sistema del que forma parte, por lo que continuará con sus acciones militares para obtener por la fuerza sus exigencias acerca de Ucrania y, para ello, aceptará el peso de las sanciones que se le imponen. Después de todo, lo que Rusia arriesga a largo plazo, y por lo que lucha hoy -a despecho de las tristes ilusiones de nuestros izquierdistas locales-, es por su lugar en la mesa por la repartición de la masa de plusvalía global.
Por otro lado, llegada la crisis a los centros mismos del capitalismo mundial, marcada por el encarecimiento de los medios de vida, el auge de la nueva derecha y los posfascismos surgidos con las crisis económica y la ruptura de la promesa de una clase media universal, las potencias agrupadas en la OTAN abandonan de manera creciente su retórica liberal para dar paso a un enaltecimiento de la guerra como respuesta a la crisis, y los medios de comunicación oficiales ya comienzan a insinuar que un conflicto bélico con Rusia no solamente mejorará la economía, sino que también podría incluso repercutir en la disminución del calentamiento global.
Además, a corto plazo, la elite del capitalismo estadounidense ha logrado un objetivo estratégico, consiguiendo abrir una brecha entre Alemania y Rusia, alejando de manera momentánea el fantasma de una alianza euroasiática que, unida a la “Nueva ruta de la seda” china agregue un factor más de erosión a su ya debilitada hegemonía mundial. Este proceso actual, por tanto, permitirá a Estados Unidos consolidar una alianza oceánica que se extiende desde el Atlántico (OTAN) hasta el Pacífico (Japón, Corea del Sur y Taiwán), que se dirige abiertamente en contra del ascenso de China hacia la cima del capitalismo mundial.
De este modo, podemos decir que la invasión a Ucrania marca el comienzo de una nueva era, en la que las potencias centrales del capitalismo mundial -agrupadas en campos imperialistas claramente definidos, pero con intereses independientes y contradictorios entre las potencias que conforman dichos bloques- se verán crecientemente empujadas hacia el conflicto armado, especialmente híbrido, como forma de escamotear las consecuencias de una crisis generalizada que no podrá ser resuelta de esta forma, pero que ya nos permite entrever que el declive histórico del capitalismo se producirá en medio del agravamiento de la crisis socioecológica y la guerra entre potencias.
En efecto, en lo sucesivo la guerra como herramienta estratégica de sujeción política se volverá cada vez más atractiva para los Estados que navegan la crisis del capitalismo avanzado tardío, y que ya sin vacilaciones comienza a mover tropas, propaganda y masas hacia la consecución de sus objetivos políticos y económicos.
La pulsión de muerte se apodera de los países en conflicto; esta fascinación ante la guerra y la muerte entre diferentes sectores de la población, especialmente los ultranacionalistas y neoreaccionarios de diferentes tendencias -incluso de bandera antifascista-, debe ser comprendida como una ideología de la muerte que expresa el universal grito de desesperación de una humanidad que se auto-destruye en su forma de socialización capitalista mundial.
Quienes temían el hundimiento de la civilización ya no deberán albergar dudas, porque la barbarie ya está aquí y desde ahora en adelante las fuerzas emancipadoras deberán agruparse en torno a la crítica radical de estas nuevas condiciones y la promoción de un nuevo paradigma de emancipación social a la altura de la catástrofe que vivimos y de las posibilidades latentes en la ciencia y la tecnología del capitalismo del siglo XXI.
Por Pablo Jiménez Cea
Publicada originalmente el 6 de marzo de 2022 en Asedio.