Este lunes 10 de diciembre – declarado por la ONU Día Mundial de los Derechos Humanos- quiero compartir lo que ocurrió hace muy poco, el pasado sábado 1 de diciembre, jornada en que los miembros de la Corporación de Memoria y Cultura de Puchuncaví develamos una placa que reconoce al ex campo de prisioneros Melinka como parte de la Ruta de la Memoria Región de Valparaíso.
En ese lugar estuvo inicialmente una colonia de veraneo para trabajadores de escasos recursos, surgida bajo el alero de la medida 29 del Gobierno del presidente Salvador Allende y que posteriormente sería transformada en un campo de prisioneros políticos durante la dictadura cívico militar.
Esta es una más de las acciones que nuestra Corporación ha llevado adelante por el trabajo de preservación de la memoria y que iniciamos hace largos años en Puchuncaví y que paulatinamente ha ido dando sus frutos, a pesar de las muchas dificultades que hemos encontrado en el camino.
La experiencia vivida en los aciagos años de la dictadura y particularmente entre 1973 y 1976 llevan a pensar en el brutal impacto que ello significó para los miles de chilenos y chilenas que vivieron la opresión, el dolor, la muerte, la tortura y desaparición. A ello se suma lo vivido por cada una de las familias que conocieron de la incertidumbre del ser querido ausente.
Pasar por Villa Grimaldi fue una experiencia terrorífica. Un hoyo negro que absorbió la vida de muchos y muchas, donde el sadismo y la barbarie se hicieron carne en cada una de las personas que pasaron por aquel lugar. Luego el paso por 4 Álamos lugar de la tristemente célebre Dina y donde los prisioneros se recuperaban de los dolores y marcas físicas de la tortura, pero siempre a disposición de la odiosa policía secreta del dictador.
Algunos de los que llegamos a ese lugar por primera vez pudimos ver la luz, los arboles, el cielo. El poder bañarse era casi algo impensado, vivíamos en la inmundicia y la suciedad del cuerpo luego de largo tiempo encerrados en cajoneras miserables sin acceso al agua, todo ello en Grimaldi.
Este periplo continuó en un recinto conocido como 4 Álamos. Allí, al menos, contábamos con una cama, un par de frazadas y nos daban una mal llamada comida. Lo importante era el espacio que tuvimos en la inolvidable pieza 13, de grandes dimensiones y muchas ventanas. Desde ese lugar, podíamos comunicarnos con la gente que se encontraba en otras piezas bastante más pequeñas. De alguna manera, me transformé en el teletipo que enseñaba el idioma de señas con las manos al resto de los camaradas de infortunio en esas piezas. Así lográbamos saber los nombres de gente que estaba en Grimaldi y transmitir la información a quienes estaban en libre plática y diariamente salían a hacer aseo a los jardines del lugar.
La tercera estación fue 3 Álamos a cargo de Carabineros. Finalmente podíamos considerarnos afortunados de estar allí y poder reencontramos con nuestros seres queridos. Éramos personas con nombre y apellido. El lugar, un antiguo convento abarrotado de prisioneros en espacios pequeños que a la primera lluvia se transformaba en una verdadera piscina, con corredores y piezas convertidos en lodazales. Así todo el mundo vivía empapado y con una depresión gigantesca.
Finalmente, luego de la Semana Santa de 1975 un grupo de prisioneros fuimos trasladados en tres buses con gran custodia policial y bajo amenaza de muerte al Campo de Puchuncaví.
Fue un largo viaje con la incertidumbre del destino que este viaje tendría. Finalmente recalamos en ese campo. Lugar extraño, con muchos prisioneros y soldados por doquier. Allí nos enteramos de la existencia del campo de Puchuncaví que estaba a cargo de la Armada y sus temidos cosacos, los Infantes de Marina.
Vivíamos en cabañas que se caracterizaban por su forma de A, el lugar que alguna vez se empleó como campo de veraneo para trabajadores de escasos recursos en el marco de la medida 29 del programa del presidente Salvador Allende, paradojalmente se había transformado en un lugar de presidio, malos tratos y mucho dolor.
El entorno ofrecía un paisaje de cerros verdes, vacas y caballos pastando, un pequeño pueblo a la distancia y las inolvidables chimeneas de Ventanas que tanta veces cruzamos cuando viajábamos con la familia desde Valparaíso a Papudo después de Año Nuevo a pasar nuestras vacaciones de verano. Para mí, el lugar resultaba ser una verdadera cárcel al ver la libertad tan cerca tras la alambrada de púas.
En un primer periodo nos tocó convivir con una serie de situaciones bastante peculiares, como los denominados ‘zafarranchos de combate’, una verdadera guerra en que los infantes se enfrentaban a supuestos terroristas que atacaban el campo para liberarnos. Balas, bombas de humo hacían del lugar un verdadero set cinematográfico. Los prisioneros éramos simples estatuas a que se les obligaba a permanecer estáticos donde fuera que se encontrara.
Para los habitantes del pueblo era sinónimo de masacre de gente la que posteriormente se transformó en una leyenda urbana que hasta el día de hoy es motivo de consulta. Por otra parte, teníamos las interminables retretas en que debíamos aprender y cantar todas las canciones de la Infantería y la Marina hasta largas horas de la noche. En las mañanas y tardes era el izamiento y bajada de la bandera. Los prisioneros de turno debíamos cantar la canción nacional y naturalmente la estrofa de los valientes soldados.
Los castigos por cualquier motivo se llevaban a cabo en el sector de la cancha de basquetbol u otro lugar, puchadas, plantones, marchas, etc.
Con el correr de los días fuimos organizándonos y logramos llevar adelante todo tipo de actividades, deportivas, teatrales, artesanales, escuelas varias con diversos talleres. Finalmente logramos transformar ese lugar en un pequeño pueblo donde convivíamos gente de diversas partes del país, con oficios y profesiones varias. Mineros del carbón, campesinos, artesanos, obreros, estudiantes, médicos, profesores, etc. Era todo un mundo con capacidades múltiples y un compañerismo y solidaridad a toda prueba.
Curiosamente al llegar la libertad (objeto de lo más preciado) ésta se entrecruzaba con el abandono del campo y la incertidumbre del futuro que venía. De alguna forma nos sentíamos “seguros” en ese lugar rodeado de torres y alambrados. Una gran paradoja.
Así fueron pasando los años y el lugar ya abandonado fue desmantelado y destruido por la mano del hombre, las inclemencias del tiempo y el paso de los años. Durante mucho tiempo, diría años, un grupo muy pequeño de ex prisioneros y grandes camaradas visitamos el campo periódicamente y constatamos el grado de destrucción que día a día se iba produciendo.
Es esto lo que nos llevó a tomar la determinación de recuperar lo que aún era posible rescatar.
Nos constituimos como Corporación e iniciamos gestiones con el Municipio de Puchuncaví. Fueron cinco años de reuniones y muchos sinsabores frente a un grupo de personas inconmovibles con una parte importante de la historia del pueblo y tan sentida por la población puchuncana de esos años.
Así, frente a la permanente negativa municipal, recurrimos al Consejo de Monumentos Nacionales solicitando que el ex campo fuese declarado Monumento Nacional con carácter de Histórico. Un logro trascendental que finalmente facilitó el traspaso en comodato por 20 años de 4.637 m2 a nuestra Corporación.
Pese a la precariedad con que trabajamos al no contar con los recursos mínimos, somos un grupo de personas comprometidas con la memoria y la defensa de los DDHH, no solo aquellas relacionadas con el periodo de la dictadura, sino que con las violaciones permanentes a los derechos de la población en temas como salud, educación, medioambiente, etc.
Hemos avanzado en diversas iniciativas que se van coronando en hechos concretos, como es haber logrado que el lugar fuese incorporado a la Ruta de la Memoria Región de Valparaíso. Haber logrado ganar diversos concursos públicos que nos permitirán tener presencia física en el lugar, formalizar convenios de apoyo con universidades como la U de Chile, Usach, así como diversos organismos nacionales e internacionales.
Sabemos que el camino no es fácil, pero tenemos la convicción que nuestro trabajo es el mejor homenaje a nuestra historia, a nuestros camaradas, a nuestras familias, al pueblo de Puchuncaví -su gente siempre tan solidaria con nosotros en esos años-, y a las nuevas y futuras generaciones de esta región y, por quó no decirlo, de nuestro país.
Por Rodrigo del Villar
Presidente de la Corporación de Memoria y Cultura de Puchuncaví