Saratoga; Oscar Barrientos Bradasic (Emecé, Cruz del Sur; 2018, 532 pp)
“Pongamos que me llamo Aníbal Saratoga y mi poesía semeja un reloj de arena tirado en el desierto”.
¿Y quién es Saratoga? ¿Es sólo un poeta, un narrador, un aventurero, doblado de un borracho sin vuelta? ¿Es un pre-texto, como todo personaje literario de categoría? Pues sabemos que el personaje de marras se define como el narrador que nos cuenta las historias en las que, para bien o para mal, le toca participar, tal como lo dice al comenzar la tercera novela de esta tetralogía, Carabela Portuguesa: “Se trata del encuentro acaecido entre un clasificador de tinieblas y una muñeca rusa que ocultaba una música oceánica o, dicho de otro modo, acerca de un poeta que se topó con unas cartas náuticas en una tienda de artículos navales. Entre las páginas porosas encuentra un cuadernillo de shanties de un tiempo pretérito y quizás hermoso. Los mapas descansarán en una repisa por largos años, mientras que las canciones navieras serán una puerta dimensional que cambiará para siempre la existencia del poeta Aníbal Saratoga, el que cuenta la historia, es decir, yo.” (p. 241). En realidad, que la teratología se llame Saratoga, se podría decir que obedece a que en las cuatro novelas está, omnipresente, este personaje, y que puede como puede que no, sea el alter ego del autor, por decirlo con ese lugar común de los análisis literarios (tal como ese otro lugar común que es la figura del hablante, lírico o no). Puesto que cada una de las novelas transcurre, en realidad, alrededor de otros personajes, tanto o más importantes que el propio Saratoga. Se podría hasta aventurar, incluso, que el poeta Aníbal Saratoga es sólo un pre-texto, como ya se decía, para narrar las vicisitudes y la morfología de Puerto Peregrino, primero, y los delirios y avatares de un sinfín de personajes que muestran los otros lados de esta realidad ―que aceptamos por falta de reflexión, por inercia o por falta de imaginación: “…la realidad es también un estado de movimiento sostenido, el salto de un plano a otro que de pronto pasa por una fuente de luz.” (p. 328). Y en ese ejercicio, Barrientos Bradasic, aprovecha de incluir a personajes reales que son fácilmente identificables, puesto que aunque recurra a la conocida táctica literaria de ponerle otros nombres, cercanos o no al original, sus descripciones, no sólo físicas sino que de sus oficios y hasta de sus giros parlantes, son inconfundibles. No le diré al cómplice lector que “el asesino es el mayordomo”, porque uno de los placeres en la lectura de estas novelas es sorprenderse al encontrarse con dichos personajes que suenan a algo más que conocido. Y la sorpresa radica también en que no se trata de caricaturas, sino que de retratos muy bien delineados, a veces con cierta sorna, otra con algún sarcasmo, pero siempre con una gran maestría narrativa. Y la mayor o ninguna simpatía hacia esos personajes depende del lector, claro está.
Por eso debo destacar que ha sido un enorme placer leer esta tetralogía tan necesariamente editada, además. Aunque ya había leído cada una de las tres primeras novelas en los momentos en que fueron publicadas volví a leerlas con gusto, pero comencé ―como es de rigor para cualquier lector que se precie de tal― con la última de este volumen, la que estaba inédita, Dos Ataúdes, y pude comprobar una vez más que Oscar Barrientos Bradasic es un narrador excepcional, con un estilo particular y ya maduro en su oficio, cuyas filiaciones, si se quiere, van por el lado de Rabelais y de De Rokha. No es común encontrarse con algo así en la literatura chilena. Los relatos, anteriores, de Barrientos Bradasic confirman esto que digo: en esos relatos que fundan el mítico Puerto Peregrino y presentan a su alter ego, el poeta Aníbal Saratoga, El Diccionario de las Veletas y Otros Relatos Portuarios (2003) y Cuentos para Murciélagos Tristes (2004), la creación de lenguaje y el dominio del mismo se combinan en un juego de espejos casi interminable, en ese derroche rabelaisiano y rokhiano que se destacaba más arriba y, por eso, en una capacidad magistral de fabulación, pero que en el delirio de su último libro de relatos Paganas Patagonias (2018), y en que no aparece Saratoga, es llevado a su máxima tensión con esa revelación que es la no linealidad del tiempo y la fragmentación que nos define como esto que somos. Cuestión que en la cuarta novela del volumen de marras, Dos Ataúdes, le hace exclamar: “Basta, Saratoga, deja de hablar en presente. ¡Cuántas veces te lo dijeron: el presente no existe!” (p. 361).
Sería fácil identificar Puerto Peregrino con la Punta Arenas del autor, ―una Punta Arenas que cuenta con un lugar llamado La Nao de Los Cincuenta Bramadores (sede de la hermandad de la Costa) donde se dan cita los vientos del Estrecho con los vientos que vienen del interior y de un río casi inexistente llamado Río de las Minas porque alguna vez sirvió de lavadero a los buscadores de oro―, pero no caigamos en esa tan burda tentación de tener que buscarle a todo un asidero en la realidad, en esta realidad que, además, nunca ha sido una. No vale la pena discutir, por ejemplo, si la Yoknapatawpha de Faulkner es tal o tal ciudad del sur de los Estados Unidos (su New Albany natal o la New Orleans donde vivió largo tiempo, con las diferencias y similitudes del caso, poco importa) o si Macondo corresponde a la Aracataca donde nació García Márquez; basta con dejarnos llevar por esa capacidad de los autores para fabular incluso con una ciudad. Sí. Es indudable que esa ciudad puerto, Punta Arenas, tal como otras a lo largo y ancho de este mundo, ha detonado y detona la imaginación no sólo de sus habitantes, sino de los peregrinos que han debido pasar por sus geografías diversas ―recordemos, nada más, toda la imaginería que aún despierta el puerto de Valparaíso, tanto así como para que en los puertos de la Bretaña francesa se siga cantando “nous irons tous à Valparaiso”. Por eso, en la invención de esta ciudad puerto, Barrientos Bradasic la vuelve a describir, a delimitar, en lo posible, una y mil veces, siendo pasto del delirio que una ciudad puerto como Puerto Peregrino provoca en cualquiera que asuma la identidad de los navegantes, de sus naufragios, de los mares siempre desconocidos, de las tempestades y de los vientos y sus diccionarios: “Recorrí las calles de Puerto Peregrino como si profanara el templo silencioso de mis recuerdos. La Puerta del Viento, el Rostro del Espanto, el Palacio de las Artes Profanas, el Cangrejo de Cristal, el Sindicato de Escritores, la Escuela Pitagórica, el muelle castigado por la furia del océano, la huella violácea de mis bares favoritos, los brazos de enredadera que cubrían esa oscuridad definitiva. Mi ciudad siempre llena de templos paganos, que ríe y tose desde sus alcantarillas hasta sus zaguanes, de callejones que aguardan como cansadas criaturas.” (p.125). Descripción que se podría decir es la más realista de todas, al lado de una como esta, al comienzo de su novela El Viento es un País que se Fue: “Se dice que la ciudad era una isla posada sobre cuatro tortugas. La isla poseía un faro en el centro, del cual colgaba una brújula gigantesca anunciando los temperamentos del viento.” (p. 22), o incluso cuando, en la notable Dos Ataúdes, la describe entre la ternura y la desazón: “Puerto Peregrino tiene al río de Las Máscaras como columna vertebral. En los cantos homéricos se narra que cuando Aquiles se encontraba irascible matando troyanos, llegó a estancar un río con cadáveres, el cual a su vez lo habría perseguido por medio de una ola gigantesca para que no siguiera ensuciando su cauce. De eso me acordé cuando me detuve en uno de los puentes a escudriñar el paso del río, triste estero de oscuridad que llora de autocompasión cuando piensa en el Rin, el Nilo, el Támesis, el Amazonas: el río de mi ciudad presenta problemas de autoestima.” (p. 449).
Algo nos queda claro, por decirlo así, en la lectura de estas cuatro novelas de Oscar Barrientos Bradasic: nuestro escritor se juega por el desafío más grande y más inclemente que puede mostrar la literatura, esto es, mostrar, como ya se dijo más atrás, el otro lado de la realidad o el otro lado de todas las realidades que nos circundan y a las que pertenecemos. Para eso no sólo recurre al delirio y a un barroquismo que, a veces, cuando está en la máxima tensión es resuelto por una frase o por un giro cercano a la economía de un Hemingway o a la rudeza de un Hammett o de un Chandler: “Los ojos afiebrados de Gamonal tomaron tanta expresión humana como dos platos en un escurridor” (p. 296), sino que al desfile de personajes que, cada uno, es todo un relato: el capitán Gran Formentor, Jenaro Crimea, el dictador Morbius (que tiene reminiscencias de personaje de comics), el Acróbata, el enano travesti, el extraño hipocampo, Baltazar Almácigo, el extraño Abelardo, entre otros, pero sobre todo la figura insustituible de una mujer (generalmente con nombres y actividades como de otra dimensión) como aquello que conduce a la develación o a la revelación de algo que sin ella sería imposible, a la constatación que los límites de este mundo los hemos impuesto nosotros, límites que no existen más allá de las opacidades que es necesario traspasar.
¿Y quién es Saratoga: un poeta, un narrador, un aventurero o, incluso, un detective doblado de un borracho sin vuelta? Porque estas cuatro novelas forman parte, también, de lo que hemos dado por llamar la novela negra, el thriller, ya que Saratoga es también un detective privado, con todas las de la ley (valga la redundancia o el oxímoron): es escéptico, melancólico, borracho, por cierto, a la espera de un posible amor que le quite el pesimismo y la desazón pero que siempre termina siendo un fracaso, además, era que no, con un talento especial para meterse bajo las patas de los caballos.
Y habría mucho más que decir, desde luego, porque este eximio narrador que es Oscar Barrientos Bradasic ―y que no elude las referencias meramente literarias a Lovecraft, Poe, Cortázar, García Márquez, Melville o a esa línea indeleble de la literatura en la literatura― tiene, además, esa cualidad sospechosa, para algunos (entre los que no me cuento, por supuesto), de no permitirnos dejar la lectura de sus textos hasta terminarlos. Este escritor llegó para quedarse. Definitivamente.
Por Cristián Vila Riquelme
Algarrobito, julio 2019