La guitarra de Víctor Jara, la guitarra de B.B.King, el banjo de Pete Seeger, adquieren una sonoridad especial cuando la tañía o la tañe su dueño. El hombre es su instrumento, y el instrumento es la prolongación de ese hombre. Si su dueño es además un hombre que está en el camino, o sea “on the road” como diría un gringo, se comienza a crear una relación especial entre ese hombre y su instrumento.
Recuerdo que cuando me robaron mis tres guitarras en un espacio de dos años sentí una rabia especial. Me robaron mi primera guitarra muchos años después de que me la hubiese regalado mi tía Inés Redolés. Con ella aprendí a tocar. Cuando tenía 18 años, yo pasaba horas encerrado con ella en mi pieza y un día mi madre, celosa de esa relación, me la quebró enterrándole un banco de metal de agudas patas en su cubierta. Meses después caí preso y años después fui enviado al exilio y cuando volví a Chile mi familia la había mandado a arreglar y ahí estaba esperándome.
La miré con la ternura del primer amor pero yo tenía otra. Una guitarra Ovation (oveishon para la galería) que me había vendido un griego en Londres. Con la Ovation grabé varios discos y me acompañó por Europa e Inglaterra. Fui a Buenos Aires y a Montevideo con ella. Un día me la robaron. Yo iba borracho por Matucana y cooperé.
Como la Ovation la llevaba sin estuche, en éste empecé a guardar la guitarra de mi tía Inés, que sólo mi hijo tocaba. En ese tiempo yo tenía una Fender mexicana. Un día entraron a mi casa y se llevaron el estuche de la Ovation con su preciosa carga adentro y además, de paso, se llevaron la Fender, que era mucho más cara que la Ovation y su estuche y la guitarra de mi tía Inés, pero era la que yo quería menos. Con todas había caminado parte de mi vida y cuando me las robaban, se llevaban parte de mi vida.
De ahí me regalaron una Ávalos que me acompaña hasta ahora. Por eso, cuando el terremoto me pilló en Talca, bajé los tres pisos del hotel y quedé a pie pelado y semidesnudo en una plaza, ahí pensaba y pensaba en cómo estaría mi guitarrita sola allá arriba temblando en el cuarto a oscuras, y desafiando toda conducta racional volví a entrar al hotel-trampa minutos después del terremoto para rescatarla. No rescataba un pedazo de madera con cuerdas de cobre y nylon en una funda de plástico, rescataba mi propia vida.
Esa relación entre un hombre y su instrumento es solo conocida por el alma de ese hombre y por el alma del instrumento. Nadie más puede decir nada sobre ello. Por eso cuando me enteré que le habían robado su guitarrón a don Manuel Sánchez Sánchez, entendí el enorme dolor de don Manuel. Uno de los más jóvenes y talentosos cultores del único instrumento musical chileno quedaba sin su instrumento. Ese robo es una afrenta no sólo a un músico, sino al patrimonio de un pueblo, de un país, de la cultura de la humanidad toda.
Veo a Manuel días después del robo y me habla de cómo conoció a su guitarrón; cuando lo vio por primera vez y por qué se fijó en él, y cómo lo quiso desde ese primer momento como en un nacimiento. Y cómo se fueron acompañando. Grabando discos, viajando a México, a Puerto Rico, a España, a Francia. Recorrieron todo Chile. Siempre en su estuche con una pluma de cóndor a su lado. Aeropuertos, hoteles, estudios de grabación, grandes y modestos escenarios.
Un bostezo de más en el terminal de buses de Osorno, cinco pasos para estirar las piernas. Y ya no estaba el guitarrón de 25 cuerdas. Sólo la oquedad inmensa del espacio donde él había estado, fiel, como siempre, con su pluma de cóndor al lado. Pero ahora iba mudo. Iba de la mano de su raptor ya lejos.
Por Mauricio Redolés
El Ciudadano N°90, primera quincena noviembre 2010