Por Ariel Dorfman*
Hay fechas que tienen para los pueblos una especial resonancia. Es lo que le sucede al pueblo chileno con el 4 de septiembre, un domingo en que deberá decidir si aprueba o no una nueva Constitución, y que resulta ser, además, el día, hace 52 años, cuando los votantes de Chile, en otra jornada crucial, eligieron a Salvador Allende como presidente de la República.
Esa noche del 4 de septiembre de 1970, junto a miles y miles de fervientes compatriotas, escuché a Allende prometer, desde un balcón que daba a la Alameda, que se abría “un camino nuevo” para Chile, “el camino venturoso hacia una vida distinta y mejor.” La victoria de Allende encarnaba una sed de justicia, libertad y soberanía nacional que venía gestándose a lo largo del siglo XX y que se enraizaba en las luchas de los chilenos y chilenas desde los albores de la Independencia, la misma sed que ahora anima la Constitución del 2022.
Y también ese 4 de septiembre legendario, como el que ahora confronta al pueblo en estos días, tenía una magnitud que sobrepasaba las fronteras nacionales. Era la primera vez que un socialista llegaba al poder utilizando, no los métodos violentos e insurreccionales de revoluciones anteriores, sino que por medio de una vía democrática.
Ese experimento trascendental – “un camino,” dijo Allende esa noche radiante, “que otros pueblos de América y del mundo podrán seguir” – terminó trágicamente. Tres años más tarde un golpe militar derrocó al mandatario elegido libremente por sus conciudadanos. Durante los 17 años que siguieron a la muerte de Allende en el Palacio Presidencial de La Moneda, Chile sufriría una alevosa dictadura cuyos efectos corroen y corrompen hasta el día de hoy a nuestra sociedad.
Uno de los legados primordiales de ese período autocrático fue la Constitución que todavía nos rige y que fue impuesta, por la fuerza y en forma fraudulenta, por el entonces dictador Augusto Pinochet. Es esa Constitución que los chilenos, este domingo 4 de septiembre, tienen la oportunidad de repudiar, adoptando una Carta Magna que, en vez de ser ideada por un grupo de expertos, ha sido redactada por una Convención elegida popular y democráticamente, y cuyos 388 artículos, discutidos en forma pública y transparente, fueron adoptados por más de los dos tercios de los convencionales.
Cuando la Convención comenzó a funcionar el 4 de julio del año pasado, no me cabía duda de que en el referéndum final los votantes marcarían abrumadoramente la opción Apruebo. ¿Acaso esa Convención no respondía a las protestas más masivas de la historia de Chile, un estallido social que exigía los cambios esenciales que la Constitución de Pinochet bloqueaba desde el retorno de la democracia en 1990? ¿Y la necesidad de un nuevo marco legal no había sido refrendada por el 80 % de los que sufragaron en un primer plebiscito? ¿Y los rostros de los delegados a esa Convención no parecían un espejo del Chile auténtico, acaso no “son como nosotros, como el país real,” como me lo enfatizaron, maravillados, múltiples interlocutores en las calles de Santiago? Se veían reflejados en una asamblea en la que muchos miembros provenían de las regiones desfavorecidas y eran jóvenes y desconocidos. Y, por cierto, se trataba de una Convención paritaria con una significativa representación de los pueblos originarios tan invisibilizados durante siglos.
Y como para remachar la certeza de que el Apruebo saldría victorioso, 56 % de los votantes – la más alta mayoría de la historia – escogió como presidente en diciembre del 2021 a Gabriel Boric, un carismático exlíder estudiantil de 35 años, cuyo programa de transformaciones estructurales coincidía con las mismas prioridades y anhelos de la Convención Constituyente.
Y, sin embargo, pese a tantos vientos favorables, las encuestas indican la posibilidad de que la opción Rechazo gane el plebiscito.
Un factor que explica este vuelco es una merma considerable de popularidad del gobierno de Boric, que ha sido – era inevitable – incapaz de resolver a corto plazo urgentes problemas heredados del pasado. Tampoco ayudó que posiciones maximalistas de una vociferante minoría de la Convención fueran aprovechadas astutamente por la derecha chilena y su monopolio de los medios, para pintar a los convencionales como extremistas que llevarían a la patria a un despeñadero comunista. Y millones de votantes, al no haber leído las largas 167 páginas de la nueva Constitución, creyeron un aluvión de noticias falsas sobre su contenido (por ejemplo, que termina con la propiedad privada, o que va a llevar a que Chile sea “otra Venezuela”).
De todas maneras, estoy convencido de que si suficientes ciudadanos llegan a comprender el espíritu profundamente democrático y ecológico de este nuevo documento fundacional, será finalmente ratificado. Establece un Estado social y democrático, enfatizando la solidaridad, la participación, la libertad y la descentralización, atreviéndose a imaginar un país con paridad masculina/femenina, donde el sistema de justicia sirve a todos y no solamente a los ricos, donde es deber del Estado proteger a la naturaleza y donde se reconoce a las comunidades indígenas como protagonistas de la un Estado plurinacional e intercultural. Consagra el derecho al aborto, a la salud, al agua, a la vivienda, a la educación y a fondos de pensión dignos, y la necesidad de ejercer soberanía sobre los recursos minerales. Y, reiteradamente, pone énfasis en la defensa de niños y animales y ancianos, e incluso de los glaciares y los ríos. Se trata de una visión progresista, responsable, hasta diríase tierna, de cómo avanzar hacia una sociedad que pueda enfrentar los desafíos de nuestros tiempos turbulentos.
Es cierto que varias medidas en materia de Gobierno y Poder Judicial han llevado a varias figuras importantes de la élite privilegiada de la centroizquierda a manifestarse a favor del Rechazo, lo que confunde aún más a los votantes indecisos, pero esa situación puede revertirse con el compromiso de los partidos que sostienen a Boric de enmendar estas deficiencias.
Tengo confianza, como lo tenía Allende hace más de cinco décadas, que el pueblo chileno sabrá pronunciarse por un futuro sabio y justo, para construir, entre todos, “la nueva sociedad, la nueva convivencia social, la nueva moral, la nueva patria” que él soñó. Tengo confianza de que la noche del 4 de septiembre del 2022, se repetirán en algunos corazones las palabras con que nos emocionó Allende en la Alameda aquella otra noche extraordinaria: “Han sido el hombre anónimo y la ignorada mujer de Chile los que han hecho posible este hecho social trascendental. Miles y miles de chilenos sembraron su dolor y su esperanza en esta hora que al pueblo pertenece.”
*Ariel Dorfman es ensayista, novelista, poeta y activista de los derechos humanos argentino-chileno-estadounidense. Artículo publicado en El País de Madrid, el 24.08.22