Desde hace algunos años que se encuentra en el debate público el malestar social que atraviesa la sociedad chilena, derivado de las injusticias del sistema económico que transformó derechos sociales elementales en objeto de lucro, usura y exclusión, postergando la posibilidad de una vida digna para gran parte de la población, así como de un sistema político pensado y diseñado para anular la soberanía popular. Esto último, fue logrado sobre-representando a las minorías y estableciendo mecanismos que impiden la realización de cambios estructurales al régimen político y a la principal norma jurídica que lo sustenta; esto es, la constitución del año 1980. Imposibilidades de cambio que, por cierto, dañan la posibilidad de construir un país democrático en que el Estado sea garante de derechos políticos, sociales, económicos y culturales fundamentales. En especial, nos interesa referirnos a la ausencia de voluntad y capacidad política para construir un modelo de desarrollo que responda a las necesidades elementales de cualquier sociedad verdaderamente democrática, que asegure el bien común y, necesariamente, una justa redistribución de la riqueza que no sacrifique el ambiente en el que nos desenvolvemos.
Lo cierto es que, si bien, gran parte de la historia económica de Chile se ha caracterizado por contar con un patrón de acumulación primario exportador, en que una minoría se ha apropiado de la riqueza social y natural, vetando la posibilidad de un desarrollo nacional –a excepción del período industrializador propio del desarrollismo nacional que imperó en nuestro país entre la década del cuarenta y el setenta del siglo pasado–, la realidad actual no dista mucho de esta historia. En efecto, nuestro contexto actual evidencia la incapacidad de dicho patrón de acumulación, en su versión neoliberal, de asegurar derechos sociales y resguardar el patrimonio colectivo y los bienes comunes elementales, contribuyendo considerablemente al aumento de la desigualdad y generando un impacto creciente y un desequilibrio ambiental en cada vez más territorios del país. De ahí se explica el alto grado de conflictividad social que ha existido en los últimos años en Chile.
En este sentido, cabe hacernos la pregunta, ¿es posible pensar y proyectar otro modelo de desarrollo cualitativa y radicalmente distinto, que sea acorde a las necesidades de transformaciones estructurales y de democratización que hoy demandan las mayorías de todo el país?
Nosotros sostenemos que es absolutamente posible y necesario. No obstante, todo dependerá de la fortaleza que adquieran las fuerzas políticas emergentes en los próximos años y la capacidad de movilización y presión que continúen acumulando los movimientos sociales sobre las elites dominantes que han dirigido, administrado y mal gobernado el país desde la dictadura hasta la actualidad.
En particular, para construir un nuevo modelo de desarrollo y construir una nueva democracia consideramos fundamental recuperar la minería del cobre y del litio para el beneficio público, con empresas como SQM o CODELCO, que a la fecha se encuentran secuestradas para el beneficio y corrupción del duopolio gobernante. Esto permitirá al Estado, no sólo volver recuperar la soberanía sobre bienes estratégicos, sino que sostener los cambios que el país requiere, mediante una sustantiva inversión en materia social y económica, que apunte a la redistribución de la riqueza y enfrentar decididamente la profunda desigualdad social que caracteriza a nuestro país. Pero no basta sólo con la renacionalización de los recursos estratégicos. La experiencias latinoamericanas demuestran que es necesario ir más allá y forzarnos a construir un nuevo modelo de gestión, en que el Estado racionalice su extracción en función de las necesidades de las mayorías del país, no de los requerimientos privados de un pequeño grupo de megacorporaciones, como ha sucedido en estas décadas, sino que incorporando tecnologías apropiadas, invirtiendo en desarrollo científico y otorgando valor agregado a su producción, de forma tal que podamos hacernos cargo del bienestar material de las comunidades y los territorios en los que se emplazan las actividades productivas, así como también de la seguridad social de las y los trabajadores.
Recuperar el agua para el bien común, para el abastecimiento y uso colectivo de las mayorías sencillas del país, que contemple la gestión comunitaria en función del necesario resguardo ecosistémico y de asegurar el impulso de las pequeñas actividades económicas y el desarrollo racional de las actividades productivas de mediana y mayor escala. Las comunidades de los diversos territorios del país no pueden continuar siendo las principales perjudicadas por el despojo hídrico al que los ha sometido la privatización de las aguas.
Dado que es la vida misma la que se encuentra amenazada, desprivatizar el agua, sus fuentes y su gestión, es un imperativo ético.
Asimismo, es elemental resguardar los bosques nativos milenarios del país, ya que son una importante fuente de biodiversidad, asegurando que la actividad forestal sea planificada en función del beneficio social justo y ecológico, terminando con medidas de fomento y protección a la gran producción forestal, como el Decreto de Ley 701. Esta irracional política forestal, fraguada el año 1974 bajo el eufemismo de «forestar para Chile», ha sido mantenida por los gobiernos duopólicos, y se ha traducido en el desplazamiento del bosque nativo, en la sobreexplotación de «recursos hídricos», en el uso indiscriminado de plaguicidas y degradación de los ecosistemas, en el acorralamiento de las comunidades rurales por el monocultivo, en la pérdida de la flora y fauna nativa, en la transgresión de lugares sagrados y en el irrespeto a la vida y cosmovisión de las comunidades mapuches. En rigor, el DL 701 ha profundizado la concentración de tierras, aguas y riqueza en beneficio de un pequeño grupo de familias, tales como Matte y Angelini, que por lo demás, son herederas de la repartición de activos del Estado realizada en Dictadura.
Recuperar el mar, entregado a un puñado de grandes familias y trasnacionales para su beneficio privado, las que han realizado verdaderos sacrificios en los ecosistemas marinos, en desmedro de la biodiversidad y las miles de familias que sostenían economías de escala y aseguraban un uso racional y sostenible.
También, es de vital relevancia apostar por la recuperación del rol del Estado en la producción energética, y la construcción de una matriz limpia, que aproveche de manera racional la diversidad del territorio nacional y le otorgue sustentabilidad a su producción.
Una matriz energética acorde a los requerimientos que tengamos como país bajo una nueva visión de economía y de Desarrollo, de modo de reducir al mínimo el impacto negativo sobre el entorno ecológico, social y cultural.
En definitiva, de lo que estamos hablando es que los actores sociales y políticos que hemos irrumpido en el escenario nacional en la última década, debemos proyectar desde nuestros primeros pasos una economía que abandone el modelo primario exportador o extractivista, que ha estado al servicio de las minorías más ricas del país, y transite hacia una economía basada en la diversificación productiva, de procesamiento y de agregación de valor de las materias primas, de desarrollo científico; cuestiones necesarias para enfrentar los desafíos de transformación de nuestros tiempos.
Con esto ponemos el foco en la necesidad de construir un modelo económico acorde a una nueva concepción de Desarrollo, que supere la concepción mercantil de este concepto, propia del dogma neoliberal, y ponga en el centro valores universales, tales como la justicia social y ecológica, el bien común y el resguardo de los derechos sociales y bienes comunes elementales de las mayorías sencillas que habitan esta larga franja de territorio llamado Chile. Es necesario pensar y proyectar un modelo de desarrollo económicamente viable, socialmente justo y ecológicamente sano. Tales son los desafíos para la construcción de una alternativa política que apunte a construir una Nueva Democracia anclada en el ejercicio de la soberanía popular.