Los anuncios del Presidente Piñera no satisfacen a los dirigentes de las movilizaciones estudiantiles, y parece que el crudo invierno producido no por la Corriente del Niño, sino la del Joven, va a seguir desatando tormentas. ¿Y por qué?
Porque las máximas autoridades no han logrado entender el trasfondo de esta marejada fervorosa, cargada de nuevas y extremas exigencias y nuevos lenguajes. Estamos ante algo mucho más profundo que un petitorio que se pueda responder con un paquete de medidas. Cuando Piñera habló de la importancia de la educación pública en su discurso por cadena nacional, los jóvenes no le creyeron. Parecía flotar en una escenografía con muchas banderas chilenas de fondo (no sé por qué tantas), lanzando una serie de cifras y siglas («acuerdo Gane», «FE») que sonaban a palabras vacías, como tantas que los jóvenes de esta generación han escuchado y que han terminado por rechazar instintivamente.
No digo que muchas de esas medidas no puedan (o sí) ir en la dirección correcta. Pero como esta generación ha sido bombardeada desde la cuna por tantas ofertas, como han visto que todo se vende a cualquier precio, tienen ya un sistema de defensa, una inmunidad muy potente ante cualquier mensaje o promesa, o posible trampa o letra chica. Desconfían y son muy exigentes, como cuando un hijo adolescente interpela a un padre sorprendido en una doble vida o con un discurso doble.
El lucro ha sido una de las amantes escondidas adentro del clóset. En este punto, eso sí, no seamos fariseos o hipócritas: muy pocos tienen la autoridad moral para pontificar sobre este tema. Ese lucro encubierto no sólo lo han practicado en estos años algunas universidades privadas que muchos con tejado de vidrio señalan hoy con el dedo. Los jóvenes dicen: la misma ley redactada en el gobierno militar explícitamente prohibía el lucro. ¿Por qué buscaron formas de sortear la ley? No hubo ilegalidades en eso, pero sí sienten que se vulneró el espíritu de la ley, que hubo una falla ética. Es impresionante, pero estos jóvenes vienen a exigir que se cumpla el espíritu de una ley, redactada y pensada por los padres ideológicos de un gobierno que hoy propone legalizar y transparentar ese lucro.
Claro, son principistas, se dirá, pero ¿vamos a pedirles que no lo sean? ¿No habrá un abismo entre nuestros discursos con los que hemos educado a los jóvenes y nuestros actos? ¿No nos habremos acostumbrado a que toda ley o palabra declarada pueda ser letra muerta? La Concertación consolidó la laxitud, incluso la pillería. Y la Alianza, que prometía un gran cambio, un estilo de excelencia, probidad, casi una nueva forma de vida, ha defraudado a estos jóvenes que esperaban mucho más, cansados de vivir en un mundo de verdades a medias, de falta de gratuidad y de puro amor por el poder. Percibo entre sus gritos y consignas variopintas una exigencia de verdad, de consistencia, tan dañadas en estos años de «llegar y llevar» (el país de La Polar). Tengo la sensación de que vienen a levantar las mismas varas de coherencia y amor a lo público de los jóvenes de la élite de viejo cuño, fundadores de la República: un Amunátegui, un Matte, o tantos otros, grandes y genuinos apasionados por Chile.
Eso pareció olvidarlo una parte de la clase dirigente que, cómodamente instalada en el poder en estos años, ha ido quemando a la velocidad de la luz palabras tan sagradas como «igualdad», «libertad», «excelencia», vaciándolas de sentido.
Llegó la hora más dura: nuestros hijos, los hijos de la transición, han venido a refregarnos en la cara nuestras inconsistencias y ambigüedades, que es algo que los jóvenes huelen, y contra lo cual siempre se han rebelado ¿Que están excedidos, que son radicales? Si radicalidad significa ir a la raíz, entonces que ésta sea bienvenida. Lo que Chile necesita urgentemente no es sólo una reforma educacional, sino una revolución moral, y eso es lo que nuestros jóvenes tal vez nos estén pidiendo a gritos.
Por Cristian Warnken
Tomado de blogs.elmercurio.com