Hay mucha tradición, muchos rituales y viejas costumbres entre los comunistas chilenos. Probablemente la más recurrente, sobre todo después del retorno de la democracia de los acuerdos en los 90’, es la de recurrir a la derrota como una oportunidad de aprendizaje. Los años 90, de hecho, son eso: un “laboratorio de la derrota” en la que, después de que la Concertación lograse concitar un apoyo electoral de masas inédito para derrotar a la dictadura por el centro, los comunistas tuvieron que luchar rudamente contra la ofensiva comunicacional y política que los daba por muertos. Mascar el polvo amargo de la derrota, para la cultura y la tradición comunista, siempre fue una forma de reafirmar la vieja frase “así se templó el acero”: las más duras lecciones ayudan a definir la política proletaria, a perfilarla, a darle sentido y forma en contextos de derrota.
Sin embargo, aún esta tradición de asumir la derrota como una oportunidad, tiene sus límites si no existe el ejercicio de la autocrítica, que a veces requiere el sacrificio más inaceptable de todos para la mentalidad super-egoica y moralista de nuestra izquierda: deshacerse de la fidelidad con la narrativa propia y la articulación discursiva de la verdad partidaria. Y eso a veces implica renuncias difíciles, incluyendo una mirada realista sobre el universo simbólico que articuló la competencia política, la estética, la apuesta visual y la defensa articulada del proyecto en la batalla pública por los significantes. Una mirada realista y materialista sobre ese universo simbólico es lo que Althusser intentó al leer la ideología como una forma de interpelación real del sujeto, que articula su universo vivido, y no simplemente como una superestructura impuesta desde arriba, que se deshace con la puesta en escena de la lucha de clases y la violencia social—o, mirada aun más infantil, con la proliferación de experiencias de “educación” desde abajo. Si la ideología es tan poderosa, es porque constituye la relación misma del sujeto con las cosas. Intuitivamente, diría para partir que, cualquiera sea la interpretación numérica y sociológica del resultado electoral del 18 de julio, demostró que la ideología centrista, cuando la creíamos muerta en la subjetividad de masas, todavía estaba ahí—y lo seguirá estando por mucho tiempo.
En Estados Unidos, el año 2020, explotó una de las más grandes olas de protestas desde las luchas por los derechos civiles, sacudiendo al país con llamados de cese a la violencia policial—incluso a menudo llegando a exigir su desfinaciamiento o, derechamente, su abolición—e instalando una serie de otras demandas políticas. Estas protestas fueron desde luego apoyadas transversalmente más allá de la comunidad afroamericana, y daba la sensación de que algo en el capitalismo norteamericano, con todos sus aparatos de contención públicos y privados—los residuos del welfare state y las organizaciones no gubernamentales—se estaba cayendo a pedazos, al menos en términos de subjetividad. Si bien las manifestaciones no eran tan masivas como en Chile, sí fueron bastante agresivas a momentos, incluyendo enfrentamientos con la policía, saqueos y violencia callejera, marchas en prácticamente todas las ciudades del país, y declaraciones de estado de sitio en puntos conflictivos. Incluso, como apuntó en su momento la revista Jacobin, conocida por su apoyo a Sanders, estas protestas dieron ocasión para que el New York Times “intentase tirar a Sanders al basurero de la izquierda” declarando que “Bernie Sanders predijo la revolución, solo que no ésta”: el New York Times predijo, desde la cumbre del optimismo burgués y financiero, la imposibilidad de traducir electoralmente las protestas en la primaria Sanders versus Biden. El resultado, en plena pandemia, con una desazón y una polarización político-social nunca antes vista, fue un fortalecimiento del centro: Biden derrotó a Sanders incluso en los estados donde se consideraba ganador, teniendo en cuenta los antecedentes de 2016. En 2020, Sanders perdió todos los condados de Michigan, estado donde había derrotado a Hillary Clinton en 2016, mostrando un desplome del apoyo rural y urbano a su campaña.
La comparación con Estados Unidos, en este caso, no tiene más que una finalidad cuasi-teórica para entender la actual coyuntura. En momentos de polarización y revuelta social, una solución centrista es siempre posible. Trotsky ayuda a entender este tipo de variación centrista desde una perspectiva casi freudiana: “los cambios rápidos que experimentan las ideas y el estado de espíritu de las masas en las épocas revolucionarias no son producto de la elasticidad y movilidad de la psiquis humana, sino al revés, de su profundo conservadurismo”. Freudiana, decimos, porque este giro conservador es lo que está en el fondo del centrismo: la posibilidad de conservar algo, la vida misma, frente al desplome de lo existente que surge alrededor, parece un elemento central al decidir el voto. La amenaza simbólica de socialismos “realmente existentes” sólo viene a añadir un elemento mórbido a esta tendencia conservadora. Hay un instinto de preservación del “super-yo” social que responde eficazmente, aplacando el síntoma—y las insurrecciones y las revueltas, ¿son otra cosa que síntomas? Esto no nos debe llevar a condenar la mentalidad mayoritaria que se expresa electoralmente, mediante reacciones moralistas frente a un pueblo “concertacionista”, “mediocre”, “miedoso”, etc. Se trata más bien de analizar las irrupciones de esa mentalidad desde una perspectiva materialista.
Pese a su apariencia de suceder en un lugar superestructural separado de la vida orgánica de la sociedad, las elecciones, como el Estado, como los partidos, ocurren al mismo nivel que la lucha de clases. Están atravesadas por su desarrollo y sus impugnaciones. Cuando una revuelta salta por encima del poder constituido, lo hace siempre con el riesgo de no encontrar expresiones institucionales para la revuelta. Las viejas instituciones de la república, con sus mañas y deficiencias, están ahí para suplir ese vacío. Pensar que la abstención podría expresar un ánimo revoltista y anti-sistema, dispuesto a saltar por encima del espíritu de cualquier época, sigue siendo en el fondo una forma invertida de electoralismo: las clases populares, como casi todo fenómeno social, son difícilmente legibles ahí donde no hacen algo. Y hasta el momento, lo que han hecho, con la mediación todavía visible de organizaciones y partidos políticos —aunque no se reconozcan como tales—, con la herida abierta de la represión y el carácter sistemáticamente antipopular y oligárquico de las fuerzas de orden, sin olvidar la presión mediática y empresarial, ha sido: aumentar significativamente el poder electoral de los comunistas en la mega-elección de mayo, pero optando por las clases medias progresistas y liberales como fuerza política eficaz para resolver los conflictos sociales que llevaron a la insurrección de 2019—que, tal vez, sólo por pensarlo, una parte de la población vive como catástrofe traumática y no como épica potenciada.
Insistir en la tesis de los “votos prestados” para explicar el triunfo de Boric es seguir viendo el vaso medio lleno y evitar la autocrítica. Explicarlo todo por el anticomunismo es desde luego otra artimaña que evita la renuncia autocrítica, de la que hablaba más arriba, a la articulación discursiva de una verdad partidaria que resulta siempre infalible. Decir que la mala performance de Jadue lo mató, es otra muletilla. En fin: todos estos factores, cada uno de los cuales conserva su importancia a la hora del análisis—qué duda cabe que hay gente de derecha que marcó Boric, qué duda cabe que el “todos contra Jadue” del cual escribió tan bellamente Redolés fue muy duro de sortear para el candidato y para sus adherentes, llevando a un paroxismo de neurosis agresiva en muchos casos, y me incluyo, y qué duda cabe que los candidatos cometen errores de performance— impide asumir otras posibilidades de análisis que ronden más con lo político que con las explicaciones personales y subjetivas. Lo decimos de una forma abrupta: votar por Boric para evitar a Jadue sigue siendo votar Boric, y de momento, la única explicación para eso, es que hay un desplazamiento del centro desde el eje histórico PS–DC hacia el Frente Amplio, y ese desplazamiento requiere ser mirado sacando consecuencias para la izquierda, no fustigando al pueblo que no dio el viraje correcto. Puede que hayan otras lecturas después de noviembre, pero lo que está claro es que el centro está vivo y puede continuar sobreviviendo. Pero la izquierda también: y el jaduismo como fenómeno de masas, y Chile Digno como coalición y el PC como partido, se configuran como una fuerza pivotal a la izquierda del que seguro será el próximo gobierno en Chile. En este escenario thermidoriano su tarea no puede consistir en la complacencia y la defensa burocrática del bloque en el poder, como sucedió con Bachelet. Se necesita más bien persistir en el legado del 18 de octubre y en el universo simbólico, cultural y significante que expresó Jadue.
Por tanto, y para terminar, habría que analizar muy bien la fuerza convocante de nuestros espejismos, teniendo en cuenta que las transformaciones sociales no suceden sin una cuota de mito, de ficciones e historias contadas que reverberan y se potencian. La votación de Daniel Jadue representa un 22% de la primaria. Si se tiene en cuenta la actual situación, se trata de un aumento relativo respecto a las candidaturas históricas del PC—Gladys Marín o Jorge Arrate. Pero esos cálculos son solamente relativos, porque las dinámicas electorales difieren en cada caso. Por ahora, el número que alcanzó Jadue sólo ofrece un punto de vista sobre un sector politizado y dispuesto a asumir los temores que una revolución social implica, incluso ahí donde se manifiesta como una posibilidad institucional y (todavía) republicana. ¿Cuál es la naturaleza de ese electorado? Se puede decir que es un contingente importante en la que persisten los deseos de una tradición cultural y política de la izquierda chilena, el allendismo. La campaña de Daniel Jadue y su votación, son el fantasma de Allende que se rehúsa a abandonar el suelo infértil de la república. Es evidente que esos votos no son seguros ni comprados—aunque una parte de ellos, y no menor, constituyen el voto duro PC—pero expresan el aumento relativo de una sensibilidad política que en Chile debe insistir y persistir, rehaciéndose y reinventándose. Si el Frente Amplio va a conducir el próximo gobierno, la tarea fundamental de los comunistas sería quizás, después de masticar el polvo amargo de la derrota, templar el acero. Hacer lo que mejor hacen: propiciar y conducir la movilización social y presionar, desde todos los espacios posibles, por la profundización de las reformas y transformaciones que vayan en favor de los sectores populares. Recoleta puede seguir asumiendo cabalmente la caricatura que se hace de ella, porque contiene un núcleo de realidad al que hay que sacarle provecho: un soviet, un espacio, un laboratorio para el socialismo chileno. Quizás, el espejismo de una transformación radical en la subjetividad del pueblo chileno se mostró como lo que era, un juego de espejos destinado a ocultar una persistencia conservadora en la mentalidad de masas. En 2019, el EZLN jugó un partido de fútbol con el Inter de Milán. En la carta de invitación mostraban esa arrogancia humorística que necesitan las fuerzas que creen en sí mismas y en sus objetivos: “no queremos manchar mucho el historial de Inter con las derrotas que seguro les propinaremos”. Después de perder por muchos goles frente al Inter, los zapatistas citaron a Napoleón: “no perdimos, nos faltó tiempo para ganar”. Vencer será hermoso, pero falta un poco—todavía.
Por Claudio Aguayo Bórquez
Profesor de Filosofía, UMCE. Ph.D. Candidate, University of Michigan.