Por Amanda Durán
Claudia Sheinbaum, a quien sin reservas he bautizado como la Wonder Woman de nuestro tiempo, ha logrado algo impensable: encarnar las esperanzas de un México profundamente machista y, de paso, darle un golpe de dignidad a Latinoamérica con su elegante gesto diplomático de no invitar al rey de España. Sheinbaum se alza como una figura fuerte en nuestro continente, capacitada para enfrentar desafíos colosales, desde la inseguridad hasta la movilidad urbana. Ingeniera, científica, ex jefa de gobierno de la Ciudad de México, Sheinbaum ha demostrado tener la capacidad de orquestar proyectos tan ambiciosos como la reducción de homicidios o la construcción del Cablebús, y, aun así, parecer incansable.
Pero en plena exposición de esta imagen heroica, justo cuando algo en mí más la amaba, su discurso sobre el papel de las amas de casa —esa ordenanza tan digna y solemne que nos otorga total significación como mujeres— ese discurso, del que de cualquier otra persona diría que es casi macabro, toca en mí una fibra, al menos, delicada. No niego el necesario elogio a la disciplina que significa para tantas mujeres consagrar la vida por ese estricto mandamiento. Aclaro: lo que molesta, es que mi nueva superhéroa cometa el accidente de romantizar una norma y etiqueta gracias a la que muchas mujeres han sido abusadas, muertas y oprimidas durante tantas generaciones.
Yo quisiera que mi nueva Mujer Maravilla supiera que glorificar ese papel sin advertir sus peligros es caminar sobre terreno escabroso. Desde la galería que te proclama querida e idealizada mandataria, te cuento que cumplí con ese rol, como tantas otras, casi todas. La casa me estaba aguardando cada día, como si aplazaramos juntas el acto de que empezara la vida, cumpliendo con cada horario como un reloj, y así viví como tantas otras, economizando en cada respiro, para que gracias a toda posible energía vital reservada, el mundo pudiera seguir adelante. Sería ridículo en plena excelencia de ese papel cuestionar que la propia vida esté en juego, porque ante eso se asume la misión y la tristeza, pero jamás el fracaso. Porque sabes, y sabes que todos saben que cuando fallas, cuando no alcanzas ese estándar insostenible, sabes y sabes que todos saben y permitirán que el castigo sea brutal. No solo puedes y debes perderlo todo, sino que se cuestiona abiertamente lo único que te importa (que me importa digo) el derecho a ser madre. Querida, al no tomar el peso de tu consigna, metiste tus uñas bajo las infectadas heridas de las muertas y de todas las que vivimos también un poco muertas por no cumplir, no perfectamente, ese rol.
Una sociedad tan devota a la santa “ama de casa” justifica en su nombre el que una mujer pueda perder su vida, su hogar y sin ninguna duda a sus hijos si no alcanza la meta. No se trata sólo de ver cómo la vida que intentaste sostener se desmorona porque no encajaste en el molde perfecto, sino el pánico de que te maten por no hacerlo y el horror de no poder nunca más abrazar durante meses a ese o esos hijos, la única, las únicas personas que amas (insisto acá soy totalmente autorreferente). Aquí no importa cuántos éxitos acumulemos en lo público —ya seas la primera mujer en gobernar la Ciudad de México o la arquitecta de una política energética más sostenible que recibe un Nóbel— en el terreno privado seguimos todas midiendo nuestra valía por esas malditas expectativas que no diseñamos, ni aprobamos, pero nos siguen ahogando y sometiendo.
Querida presidenta, desafiaste a la corona de Felipe VI, pero ¿te atreverás a romper con esta otra corona invisible que sigue arrasando con tantas? ¿Esa que nos obliga a ser perfectas en el hogar o nos arranca todo al primer mortal error? No queremos más tronos de mármol ni ramitos de violetas en noviembre, ni menos jaulas doradas que debemos limpiar a fuerza, desnudas y esclavizadas para sentirnos reinas. Si puedes hacer historia como ya la hiciste, enfrentando a un rey, querida Wonder Woman Claudia Sheinbaum, libéranos de este oscuro reino doméstico que ninguna de nosotras ha pedido gobernar.
Por Amanda Durán
Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.