Los efectos de la inminente llegada de Donald Trump a la Casa Blanca no estarán acotados a una eventual contracción en la circulación de mercancías e inversiones en la escena global. Como tampoco a las relaciones geopolíticas, aún en un misterioso y muy inquietante limbo. Se expanden, como algunos ya habían advertido, como un vuelco en todos los andamiajes políticos planetarios. El efecto Trump muy probablemente desemboza y coloca en la agenda pública un ideario ultraconservador en cual el clasismo extremo, el machismo levemente contenido y el racismo sin matices se levantan como propuestas de realidad política.
No importaría mucho si Trump eleva y coloca otra vez en el centro de la moda la peor estética de Texas, Miami o Las Vegas, con rubias platinadas y llamativos implantes, collares dorados sobre torsos bronceados y musculosos, brazaletes con piedras o descapotables junto a las repetidas estrellas sobre franjas rojas y azules. Un arte decorativo propio de máquina tragamonedas que conduciría a realizar y difundir aquel eslogan de campaña Make America Great Again como caricatura de oropel. Todo ello una anécdota, aun cuando no inocua, bastante más inofensiva que la legitimación de la discriminación por raza como política para el siglo XXI.
Los efectos más serios ya se hacen sentir. Refuerzan y certifican discursos nacionalistas, identitarios y autoritarios por muchas latitudes, incluso por éstas. A la idea inicial de hace unas semanas del precandidato presidencial Manuel José Ossandón, compartida por no pocos, de expulsar ipso facto a los extranjeros que delincan, se le sumó la propuesta de parlamentarios de la UDI, más elaborada, de una reforma a la ley de inmigración en la cual se exija, dijeron entonces, un “patrimonio” a quienes deseen ingresar a Chile. Un proyecto, de más está decirlo, pensado para filtrar a los trabajadores sin capital. Un rasero no declarado pero sin duda articulado para obstaculizar el ingreso de haitianos, peruanos, colombianos y otros latinoamericanos sin recursos.
La UDI no resbala ni da puntada sin hilo. El imaginario social y cultural chileno en materia de identidad es una mezcla espesa llena de absurdas paradojas cultivada desde hace más de un siglo por las oligarquías. Un buen caldo para instalar a “Occidente” no sólo en el barrio El Golf o La Dehesa sino también entre las barriadas de pobreza tecnificada. Un discurso que enceguece y oscurece, que separa artificialmente y discrimina. Que refuerza nuestra rígida sociedad de clases. Nuevamente se rescatan aquellos mitos urbanos, tales como Chile, reserva occidental en el Tercer Mundo, Chile, una buena casa en un mal barrio, o, más vergonzoso aún, Chile, los ingleses o suizos de Latinoamérica.
La sombra de Trump revive esta nefasta mitología, que gana adeptos día a día. Pero, tal como en Estados Unidos, este conservadurismo autoritario surge desde el fracaso de la falsa globalización e integración lanzada por las socialdemocracias. El proyecto globalizador, de inclusión, resultó ser una retórica orientada a la circulación de mercancías y capitales cuyo efecto ha sido la regresión en la distribución de la riqueza a grados propios del siglo XIX. Un feudalismo tecnológico con acceso al consumo de masas, pero con modos de explotación no lejos del esclavismo.
Tras esta pérdida de derechos, de sueños y certidumbres, el miedo. Y a partir del miedo, cualquier cosa. Desde la falsa identidad a la discriminación, y desde allí al desprecio y al odio. En esta escena la UDI, no sólo echando mano a una estrategia electoral exitosa en EE.UU., sino por sus convicciones profundas, levanta con entusiasmo discursos si no directamente racistas, sí abiertamente xenófobos. Un discurso antes privado, un poco opacado, pero hoy en plena expansión y difusión pública, ya respaldado por el precandidato Piñera, que puede convertir la exclusión y el odio en propuesta política. Una apuesta tan riesgosa como una chispa sobre una seca pradera.