Por Sergei Koshkin, Embajador de Rusia en Chile
Es la exclamación retórica de un personaje del célebre poeta y diplomático ruso del siglo XIX Alexánder Griboyédov, que se convirtió en un famoso dicho popular, y es perfectamente aplicable a una noticia que puso eufóricos a los círculos políticos y mediáticos occidentales, y algunos chilenos. Me refiero a la “orden de arresto” emitida por la Corte Penal Internacional contra el Presidente de la Federación de Rusia, Vladímir Putin y la Comisionada para los Derechos del Niño de la Federación de Rusia, María Lvova-Belova.
Tengo la impresión de que entre el público en general pueda haber un malentendido en cuanto a las atribuciones de la mencionada Corte Penal Internacional (CPI), que a veces es confundida con la Corte Internacional de Justicia (CIJ), ambas con sede en La Haya, Países Bajos. La CIJ es un órgano estatuario de la ONU encargado de resolver disputas entre Estados. Mientras que la CPI no forma parte del sistema de las Naciones Unidas, no tiene carácter universal y la legitimidad de sus decisiones es nula para Rusia y un importante número de países, tales como China, India, Turquía, Irán, Indonesia, Arabia Saudí, Pakistán y otros que no reconocen su jurisdicción.
Lo anecdótico es que los Estados Unidos –que con bombos y platillos anunciaron su satisfacción por la “democrática decisión”– tampoco forman parte de la CPI. Es más, la norteamericana “Ley de Protección del Personal de Servicio Estadounidense” autoriza a Washington a recurrir a cualquier medida –“hasta una invasión militar”– para lograr la liberación de un ciudadano estadounidense que estuviera detenido a solicitud de la CPI.
Hay otro aspecto llamativo y elocuente. Contrario a lo que algunos piensan, la CPI es una organización que a priori carece de independencia e imparcialidad ya que su funcionamiento es subvencionado por los países interesados. En efecto, sus “labores en Ucrania” en 2022 fueron financiados por la Unión Europea que, según reveló el propio Comisario Europeo de Justicia, Didier Reynders, le pagó a la CPI 10 millones de euros, quedando pendientes al menos otros tres millones de euros que serán pagados hasta 2025. Tal “transacción” da lugar a la sospecha de que la Corte esté cumpliendo el encargo político de una parte directamente involucrada al conflicto. Y, por lo tanto, su presente “decisión” evidencia una farsa judicial.
¿A qué entonces sirve esta “decisión” de la CPI? No cabe duda de que la misma no tiene nada que ver con la justicia, ni con el derecho internacional –se encuadra perfectamente en el escenario de la guerra híbrida que el Occidente, aprovechando la crisis en Ucrania y la correspondiente disposición del avasallado régimen de Zelensky, desató en contra de Rusia.
El Occidente busca preservar y consolidar su hegemonía global que ve seriamente amenazada. Es precisamente por eso que las élites occidentales no están interesadas en una solución político-diplomática del conflicto ucraniano. A sus intereses geoestratégicos, al contrario, les corresponde estimular la lucha armada “hasta el último ucraniano”.
En este contexto, ¿de veras hay alguien quien piensa que la notoria “decisión” de la CPI pueda llevar a la búsqueda de la paz? No, lo que pretende hacer es crear efecto propagandístico al son de las campañas mediáticas del Occidente plagadas de noticias falsas (“fake news”) sobre las acciones de Rusia.
Repetimos una y otra vez: lo que busca Rusia es garantizar su propia seguridad, desmilitarizar y desnazificar a Ucrania, así como proteger a la población civil de Donbás que ha sido objeto de intimidaciones, desplazamientos y bombardeos desde 2014, cuando en Ucrania se produjo el sangriento golpe de Estado que llevó al poder a rusófobos apoyados por paramilitares locales de corte neonazi. El número total de fallecidos en Donbás como resultado de estos bombardeos ucranianos asciende a unas 15.000 personas. Todos estos años lo estuvimos denunciando a gritos sin ser escuchados. ¿A la CPI y los medios occidentales les importó eso?
Y lo más repugnante y reprobable es que la CPI califique como “deportación forzosa de niños ucranianos” la voluntaria evacuación de las zonas de alto riesgo –circunstancial y temporal– de menores con sus familiares o, en caso de huérfanos, acompañados de representantes legales, para su posterior acomodación en albergues debidamente habilitados y atendidos por personal médico y pedagógico. La determinación de su futuro destino –como ha sido declarado más de una vez por altos funcionarios del Gobierno ruso– dependerá únicamente de la voluntad de estos niños asistidos por mayores.
¿Prefieren la CPI y los medios occidentales que los niños y sus familiares queden bajo fuego cruzado? ¿O sus vidas en realidad no les valen un bledo?
Por Sergei Koshkin
Embajador de la Federación de Rusia en Chile