“Esto no es un país, es una fosa común con himno nacional”. Como aquella frase cliché sobre la imagen, a veces una pancarta también vale más que mil palabras.
“Esto no es un país, es una fosa común con himno nacional”. Como aquella frase cliché sobre la imagen, a veces una pancarta también vale más que mil palabras. A casi cuatro años de la firma de los Acuerdos de Paz, la historia de Colombia se sigue escribiendo con sangre; una espiral de matanza por goteo que no tiene cabida en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU ni en el conglomerado mediático dominante. La agenda del Norte se impone y nos machaca una y otra vez con Venezuela, mientras barre bajo la alfombra, por ejemplo, la descomunal y endémica violencia estatal y paraestatal colombiana.
Leé estos datos con atención: sólo este año fueron asesinados 226 líderes y lideresas sociales y 48 desmovilizados de las FARC. Además, también sólo en 2020, ya se registraron 67 masacres (como califican los organismos de DD.HH. al homicidio de tres o más personas en estado de indefensión) en las que murieron 267 personas. ¿Qué pasaría si ese sistemático baño de sangre ocurriera en Venezuela? ¿Por qué la “comunidad internacional”, la OEA, el Grupo de Lima, Bachelet y sus peones mediáticos no se indignan con la tragedia humanitaria colombiana?
Por estos días, más de 10 mil indígenas se movilizan “en defensa de la vida, el territorio, la democracia y la paz”. La Minga Social y Comunitaria exige, entre múltiples reclamos, que paren de matarlos. El hartazgo ciudadano a la represión institucional ya había copado las calles el 9 de septiembre, después de viralizarse el crimen de un abogado asesinado a golpes y descargas de pistolas Taser mientras era filmado. La chispa prendió la mecha en la juventud que salió masivamente a protestar, como lo había hecho en noviembre del año pasado. La respuesta fue de manual: otra represión y 13 personas asesinadas en Bogotá y en el vecino municipio de Soacha, mientras ardían decenas de puestos policiales, escenarios habituales de detenciones arbitrarias, torturas y violaciones.
Días después, la Corte Suprema emitió un fallo histórico en el que concluyó que el accionar policial “presenta rasgos de sistematicidad en las agresiones a la protesta por el uso violento, arbitrario y desproporcionado de la fuerza”. Según cifras oficiales, la Policía bogotana cometió 45 violaciones sexuales y 10.071 agresiones físicasentre 2019 y 2020.
Necropolítica de Estado
El asesinato del líder liberal y candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán en 1948 abrió paso al período conocido como “La Violencia”, que en una década dejó unas 300 mil muertes y fue el prólogo de la conformación de las guerrillas que protagonizaron el conflicto armado más extenso de Latinoamérica. La oligarquía colombiana no precisó apelar a un golpe de Estado –como en buena parte del Cono Sur– para implantar el paradigma neoliberal y logró mantenerlo como proyecto hegemónico hasta hoy. Con la violencia política en su ADN, se alimentó de esa guerra crónica para justificar el pisoteo de los derechos humanos y edificar una democracia muy floja de papeles en la que cualquier pensamiento crítico o activismo social corría (y corre) peligro de exterminio.
El pico de violencia actual tiene su matriz en el incumplimiento por parte del Estado de buena parte de los Acuerdos de Paz –firmados en noviembre de 2016– y el regreso al gobierno del uribismo, expresión política que cristaliza la alianza entre la élite terrateniente y el poder narco-paramilitar.
Otro factor clave es la disputa por el control de los territorios que dejaron las FARC tras su desmovilización. Con ausencia o complicidad estatal, grupos criminales diseminan el terror para asegurar el negocio de las drogas pero también de la madera, la minería y la trata. No es casual que los asesinatos selectivos de líderes comunitarios y ex guerrilleros (ya van 1.009 y 231 respectivamente desde la firma de la paz) suelen darse en las zonas donde se intenta avanzar en los puntos del acuerdo vinculados a la reforma rural y a la sustitución de cultivos ilícitos. La garantía de impunidad multiplica la magnitud del horror.
Por último, nada de la historia contemporánea colombiana se comprende sin advertir su rol geopolítico como el principal aliado de Estados Unidos en la región (la Israel de Latinoamérica se solía decir). La firma del plan “Colombia Crece”, el desembarco de tropas norteamericanas y la visita de Mike Pompeo, tres hechos recientes, reafirman al país como base principal de la ofensiva contra Venezuela y de los intereses de Washington en el continente.
Tal vez en las huellas de ese vínculo entre el mayor productor de cocaína del mundo y el mayor consumidor estén las claves de un pasado y un presente tan doloroso. Tal vez ese vínculo explique por qué este genocidio silencioso es intencionalmente silenciado. Pero tal vez, también, en esa juventud que perdió el miedo, en el feminismo que crece, en la tenaz resistencia campesino-indígena y en ese bloque democrático con potencial de alternativa política aparezcan las pistas de un futuro con una Colombia diferente.