Cuando trabajé en Túnez me despertaba por las mañanas el canto del muecín en la mezquita próxima: “Allahou Akbar… Allahou Akbar!” Me parecía estar en el Medio Oriente: así le llaman a esa región aun cuando la ciudad de Túnez está más al occidente que Roma o Berlín. Cosas del neocolonialismo. Túnez, Bizerte, Sousse, Nabeul, Hammamet, Sidi-Bou-Saïd, por todos los sitios descubrí un pueblo amable, de gran cultura, con una historia en la que Cartago ocupa más de un par de páginas y Salammbô hace pensar en la novela de Flaubert. La visita al Museo del Bardo, a las Termas de Antonino y a los puertos púnicos me produjo una mezcla de admiración y de sana envidia. Conversando con un albañil que conocí en la calle quedé en vergüenza: él sabía más del fútbol chileno que yo y me hablaba de Elías Figueroa y de Jorge Toro como si los hubiese visto jugar. Sin embargo la calma era engañosa.
El colonialismo no había terminado en 1956 con la independencia y la llegada al poder de Habib Bourguiba. En noviembre de 1987 Bourguiba fue destituido por un golpe de Estado encabezado por su primer ministro Zine el-Abidine Ben Alí. Francia y las potencias occidentales no fueron ajenas. Armando Uribe Echeverría nos cuenta que los EEUU mantienen en Túnez un complejo militar que los tunecinos llaman “la escuela de la CIA”. Pero para desdicha del neocolonialismo, el ejército de Túnez “es un Ejército nacional, no un gremio de privilegiados, de bandidos o de criminales. A la cabeza del Ejército, un general honesto y recto, Rachid Ammar, no aceptó los atentados contra la población. Se lo dijo en la cara al autócrata Ben Alí y le dio unas horas para marcharse adonde quisiera. Y Ben Alí se fue al día siguiente”.
El ejemplo tunecino cunde en los países árabes, pone en peligro las dictaduras que las potencias occidentales han sostenido, armado y alimentado durante más de medio siglo. Hosni Mubarak parece tener sus días contados como autócrata de Egipto. Si en Yemen del Sur hay manifestaciones, Marruecos se mantiene en una calma tensa, pero el mundo árabe, explotado, dominado, masacrado, engañado durante tanto tiempo, se despierta. Cuando Saddam Hussein invadió Kuwait para recuperar la provincia perdida a manos británicas, el hijo del Emir Sabah al-Ahmad al-Djabir al-Sabah iba perdiendo casi 200 millones de dólares en el casino de Montecarlo.
Estuve en Kuwait cuando la guerra de Irak con Irán, por los años 1980. La población se componía de unos 300 mil privilegiados kuwaitís y de 500 mil trabajadores inmigrados que hacían todo el laburo: palestinos, libaneses, indios, pakistaníes, egipcios, irakíes, iraníes… ¿Alguna vez alguien dijo que Kuwait es una suerte de dictadura funcional a los intereses occidentales? Una provincia desgajada de Irak para facilitar el control del petróleo por parte de occidente.
Hablando de regímenes autocráticos, Arabia Saudí merece capítulo aparte, así como los otros emiratos del Golfo Pérsico. Nadie necesita democracia allí donde la British Petroleum o las oil companies yanquis extraen oro negro.
En la región, los problemas de Irán comenzaron cuando el presidente Mohammad Mossaddegh nacionalizó el petróleo. Los servicios secretos británicos y estadounidenses organizaron y ejecutaron el golpe de Estado de 1953 que trajo 24 años de dictadura del Shah Reza Pahlavi. El presidente Mossaddegh murió en la cárcel: la democracia the american way.
Cuando Gamal Abdel Nasser nacionalizó el Canal de Suez, una alianza secreta formada por Israel, Francia y Gran Bretaña organizó la invasión del territorio egipcio (1956) por el ejército israelí con el objetivo de derrocar a Nasser y recuperar el Canal. El plan fracasó cuando la URSS amenazó a Francia y a Gran Bretaña con una respuesta nuclear. A la muerte de Nasser, la llegada al poder de Anuar el-Sadat le permitió a los EEUU recuperar el control sobre Egipto. Del actual dictador, Hosni Mubarak, sus propios amos tienen una opinión muy clara. Margaret Scobey, la embajadora de EE UU, escribía en 2009 que el presidente egipcio contaba con su ministro del Interior y el servicio de inteligencia para «mantener a la bestia doméstica bajo control y Mubarak no es de aquellos que sufren insomnio con relación a los métodos» que puedan emplear. Tal vez por eso la ayuda militar de los EEUU a Egipto es inferior solo a la que le da a Israel.
Desde los años 50 en adelante el mundo árabe ha sido dominado por occidente, con el precioso concurso del Estado de Israel. Cada vez que fue necesario lanzar una guerra, invadir o destruir algún país, derrocar algún gobierno o asesinar algún dirigente nacionalista, el ejército israelí tuvo algo que ver en ello. Ahora, por fin, el mundo árabe comienza a despertar del letargo en el que lo sumieron los golpes de Estado, las guerras, las invasiones, las destrucciones, los asesinatos. Su lucha para recuperar la democracia que le negaron a cañonazos comienza a dar sus frutos.
Hoy pienso en mi amigo Taïeb Bellaïd que me ayudó a confiar en mí mismo y me compró jazmines en Sidi-Bou-Saïd. Pienso en Messauod Houahaddad que compartió su pan conmigo cuando hacía frío y hambre entre nosotros, los trabajadores inmigrados de París. Y me digo que aun cuando no soy creyente como ellos, me gustaría escuchar el canto del muecín llamando a la primera oración de la mañana desde el minarete de la mezquita de la Medina de Túnez. O desde la maravillosa mezquita de Kairouan, quinta ciudad santa del Islam que conocí hace algunos años. Túnez o Al Qayrawan, ahora da lo mismo: para qué me voy a poner exigente cuando se trata de celebrar el triunfo de los oprimidos.
Por Luis Casado