A siete kilómetros de Weimar, la ciudad de Goethe y de Schiller, la cuna del humanismo alemán, está Buchenwald, el Campo de Concentración construido en julio de 1937, sobre la colina del Ettersberg, a casi tres horas de Berlín, destinado a prisioneros políticos, opositores al nazismo, judíos, testigos de Jehová, homosexuales, gitanos y “antisociales”.
León Blum, Eli Wiezel, George Mandel, Hans Eiden, Maurice Halbwachs, Henri Maspero o Jorge Semrún, son algunos de los nombres de los miles que padecieron en ese lugar enclavado en medio de bosques que nunca lograron ocultar las chimeneas de los hornos crematorios ni el polvillo que invadía esa zona, y mucho menos el olor.
El extraño olor dulzón que salía de ese humo y que el propio Semprún recordaría en su magistral libro “La escritura o la vida”.
A siete kilómetros de Weimar estaba el campo de prisioneros de Buchenwald, y nadie sabía nada en esa hermosa ciudad de sesenta mil habitantes que hoy vive del turismo cultural.
Es una ciudad compleja, explica la guía, cuando la recorro en una visita efectuada hace unos años. Aquí ha resurgido con fuerza el neonazismo, dice, y algunos rayados en las paredes lo confirman.
¿Cómo es posible esta paradoja? ¿Cómo es posible que cohabiten la civilización y la barbarie, aún hoy?
La memoria y el olvido son temas recurrentes para ellos, para nosotros, para todos.
Weimar mantuvo un silencio cómplice ante la presencia en sus narices del campo de concentración; esos habitantes nunca quisieron saber por qué el humo, por qué ese olor dulzón, por qué los pájaros ya no llegaban.
Como los vecinos de Villa Grimaldi, este maravilloso enclave precordillerano que tiene a sus pies el valle de Santiago, y que durante años miraron sólo el paisaje ante los movimientos extraños de salidas y entradas de vehículos y de mucha gente extraña. En tiempos de toque de queda y de plena dictadura, es cierto. Pero de todas formas nadie dijo nada.
Al igual que los que vivieron cerca de las cientos de casas de detención y tortura que en los barrios de Santiago, de Punta Arenas, de Arica, y de cada rincón del país funcionaban a vista y paciencia de todos.
En los tiempos de canallas no se escuchan los gritos de los torturados; menos el llanto de los niños que dejaron su infancia en los cuarteles improvisados de los aparatos de seguridad del régimen de Pinochet.
Dicen que la memoria del horror se transmite de generación en generación y se plasma en el ADN de cada descendiente de las víctimas.
Lamentablemente, no así de los victimarios que habitualmente sirven y son funcionales a quienes detentan el poder.
El libro de Nubia Becker, “Una Mujer en Villa Grimaldi”, editado por Pehuén con un magnífico prólogo de Raúl Zurita nos invita a esta y a otras reflexiones que se instalan no sólo en el pasado.
También en el centro de la contingencia cuando quien narra el horror, Nubia Becker, fue torturada por un personaje que autoridades que hoy detentan cargos públicos, el Alcalde de Providencia Cristián Labbé, deciden homenajear, como al ex oficial de Ejército Miguel Krassnoff Marchenko, quien debe cumplir más de un siglo de presidio por violación de derechos humanos en los que participó directamente, como se describe en este libro.
Que en Wiemer, la cuna de Goethe, la gente aún niegue haber visto las chimeneas humeantes del campo de concentracíon de Buchenwald, no significa que en Alemania convivan dos memorias, o que ambas sean aceptadas en una suerte de empate moral entre víctimas y victimarios.
Más, cuando se trata de crímenes de lesa humanidad como los cometidos por los nazis en contra del pueblo judío; o de Pinochet y sus aparatos represivos en Chile, por nombrar algunos casos emblemáticos donde, por supuesto, hoy está el Estado de Israel frente al pueblo palestino.
En la página 38 de este libro, Nubia Becker describe:
“En otras dos oportunidades me llevaron a la parrilla. Una de esas veces me sacaron de manera violenta de la celda. Me abofetearon en la cara, y sobre la venda me colocaron una capucha que amarraron con alambres a la altura de los ojos. Luego fui atada a una silla con el torso desnudo y, mientras me interrogaban, aplicaban toques eléctricos en mis senos. Me apremiaban para que les diera información sobre Eduardo. Esa vez eran varios los interrogadores. Por la manera de hablar deduje que era la oficialidad a cargo de la Grimaldi la que interrogaba. Efectivamente, entre ellos estaba el Cachete (un oficial de carabineros con ese apodo); el Pablo, miembro de Patria y Libertad; Marchenko (Miguel Krasnoff o Capitán Miguel); Marcelo Moren Brito, coronel a cargo de Villa Grimaldi; y El Troglo, sub oficial de Carabineros, que hacía el trabajo sucio”.
“Una mujer en Villa Grimaldi” es un texto escrito en los años ochenta, aún en dictadura, y cuyas ediciones anteriores circularon en los años ’90, con el título de “Memorias de una mirista”, firmado con el seudónimo de Carmen Rojas.
Desde su aparición, el libro tuvo impacto no sólo por la fluidez y brutalidad del relato de una joven militante de la izquierda, detenida y torturada en dos oportunidades.
La primera, inmediatamente después del Golpe de Estado, en 1973, en el sur de Chile, cuando la tortura tenía como objetivo que confesara su participación en el Plan Zeta, una farsa mediática levantada por la dictadura destinada a trastocar la imagen de las víctimas perseguidas en victimarios cuyo objetivo era asesinar a sus detractores.
La segunda detención ocurrió a mediados de los años setenta en Santiago, cuando ella y su pareja, el antropólogo y doctor en Estudios Latinoamericanos, Osvaldo Torres, en ese entonces ambos militantes del MIR –Movimiento de Izquierda Revolucionaria-, fueron detenidos, torturados y luego exiliados por la dictadura militar.
En su forma, el libro es un testimonio armado en los fragmentos de la memoria alerta y con sentido de la historia de una joven de compromisos políticos y afectivos que está dispuesta a dar la vida por ellos.
Pero una de las fortalezas de este testimonio brutal que nos remite a los límites de la capacidad física y sicológica o, para ser más exacta, al traspaso de todos los límites de la fuerza humana, es precisamente la ausencia de épica, en cuyos excesos muchas veces se arropan ciertos relatos.
En este libro actual contra la desmemoria y que nos habla del pasado, presente y futuro del Chile del Bicentenario, se rinde tributo al heroísmo cotidiano.
Un heroísmo sin estridencias que se asume pese al terror, al miedo y al espanto. Y cuyas víctimas están en nuestra memoria, construida gracias a los sobrevivientes que, como Nubia y Osvaldo, son parte de una generación que, más allá de las derrotas, está aquí , está en pié, y sigue pensando.
Por alguna curiosa coincidencia, mientras se anunciaba la presentación de “Una mujer en Villa Grimaldi “, sectores del pinochetismo duro anunciaban una nueva edición-homenaje de un texto que asimilaba los crímenes de Krasnoff Marchenko a actos “de servicio a la patria”.
Una patria unilateral, con las manos manchadas de sangre que luego del repudio de sectores del Gobierno y de la derecha, intenta esgrimir sino la teoría del empate, aquella de nos remite a la libertad de expresión.
¿Existe libertad de expresión para quienes pregonan el genocidio, la intolerancia, el racismo?
¿Caben dentro de este derecho las distintas expresiones del fascismo, el aparthied, o el nacismo?
Para ilustrar mi respuesta me remito al filósofo greco-francés Cornelius Castoriadis, fallecido hace unos años, quien en una entrevista que le hice a propósito del tema, me respondió que le resultaba un acto estúpido y de hipocresía pretender combatir el fascismo con posturas del estilo Gandhi.
Sin embargo, una de las certezas que muchos compartimos es que si libros como el de Nubia Becker se constituyeran en material de lectura y de trabajo entre los estudiantes de enseñanza media de nuestro país, el futuro de Chile en materia de respeto a la tolerancia, diversidad y derechos humanos, sería mucho más promisorio de lo que se percibe hoy.
Por Faride Zerán
Académica de la Universidad de Chile.
Premio Nacional de Periodismo 2007.