El centro del mandala como una puerta que debe ser abierta

Vacuidad e impermanencia, reflejo nuestra vida entera, con el buda iluminando desde nuestro corazón: una propuesta para comprender, a través del mandala, la vida (que también es digna de ser decorada como aquel).

El centro del mandala como una puerta que debe ser abierta

Autor: Lucio V. Pinedo

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La figura del mandala se ha diseminado por todo el mundo, en parte como influencia de las religiones y filosofías orientales de donde se origina; y, también, debido a esta influencia hemos descubierto que un equivalente al mandala, quizás un poco menos sofisticado, existe en la mayoría de las culturas de manera autóctona, una figura circular como interfase o herramienta para simbolizar y acercarse a lo numimoso es arquetípicamente constante. Todos hemos contemplado un mandala, y en ello suele haber una notable experiencia estética, pero el sentido esencial de los mandalas está vinculado a la práctica espiritual y un entendimiento de su función puede ser muy provechoso.

La palabra mandala significa en sánscrito «disco o círculo» y es esta forma circular la que ha predominado en el arte religioso. Si bien los mandalas han llegado a significar ofrendas, espacios de rezo, diagramas microcósmicos, manifestaciones del inconsciente (en la psicoterapia jungiana), etc., son sobre todo herramientas para la meditación y el aprendizaje (secciones de los Vedas eran llamados mandalas y los mantras pueden considerarse mandalas de sonido y viceversa).

La figura del círculo tiene en la mayoría de las culturas una connotación sagrada, ligada a la divinidad y al origen de todas las cosas. Nos dice René Guénon que: «El centro es, ante todo, el origen, el punto de partida de todas las cosas; es el punto principal, sin forma ni dimensiones, por lo tanto indivisible, y, por consiguiente, la única imagen que pueda darse de la Unidad primordial. De él, por irradiación, son producidas todas las cosas, así como la Unidad produce todos los números, sin que por ello su esencia quede modificada o afectada en manera alguna».

Según el erudito del budismo tibetano, David Snellgrove, un mandala es «un círulo de formas simbólicas… un símbolo en el centro, que representa la verdad absoluta en sí misma y otros símbolos dispuestos en varios puntos del compás, que representan aspectos ya manifiestos de esta misma verdad».

Para intentar entender la función práctica del mandala, específicamente en el budismo, donde ha sido llevado a su máxima expresión, traducimos algunos pasajes del texto Western Paradise of Amitabha, de Manly P. Hall. Un pequeño y hermoso texto en el que Hall nos acerca al budismo de la Tierra Pura, en el que figura el Buda Amitabha, quien emana, según los devotos, una campo búdico que es una especie de paraíso para los bienaventurados que se unen a su conciencia y a su luz infinita. Dice Hall, encontrando aquí un punto de reunión en el mandala entre diferentes escuelas budistas:

En ciertas disciplinas meditativas shingon, el mandala o el diagrama psíquico compuesto, primero, es considerado como una imagen dibujada en una superficie. La imagen que cuelga de una pared es una puerta cerrada. A través de la contemplación, se logra abrir la puerta. En la secta zen, el discípulo debe visualizar esta puerta, provocar que se abra en la pared y, finalmente, si su fe y su valentía son perfectas, podrá atravesar la puerta hacia el Vacío. Este Vacío no implica la nada como la entendemos, más bien se trata de un lugar vacío de engaños e ilusiones, y donde las apariencias no son confundidas con las realidades… a través de la meditación, empezamos a cultivar el desapego de la conciencia y nos alejamos de las presiones de las percepciones sensoriales…

En un primer nivel, las imágenes con los budas radiantes y los santos, los árboles de joyas, los lotos y demás elementos de la iconografía tradicional, ejecutados con armonía y simetría en los colores y los trazos, cumplen la función de colocar al practicante en un estado de apreciación de la belleza y de devoción contemplativa. «Un humor de calma desapegada», dice Hall. Esto, aunado a los logros en la disciplina meditativa de los practicantes, libera del estrés y de la fijación en el mundo material de los sentidos. La influencia de la relajación es una apertura de la mente hacia dimensiones más sutiles.

El místico budista bien puede sostener que estos mandalas dejan de ser pinturas. La naturaleza búdica en nosotros empieza a irradiar, y los mandalas resplandecen, no con su propia luz, sino con la luz de nuestros corazones. Este cobrar vida de la Ley [Dharma] es parte de la experiencia de meditación. Simbólicamente al menos, descubrimos que la imagen de Amitabha es una proyección del poder de Amitabha en el núcleo de nuestro ser. El recordar a Buda en la imagen abre la puerta para el recordar al Buda de nuestro ser. Este ser búdico se vuelve cada vez más significativo mientras contemplamos este misterio. El mandala parece desvanecerse, y con él todas las cosas externas. La semilla de Buda en nuestro ser empieza a estremecerse, y a su alrededor brilla luz de su inmortalidad. Es en este momento, según la doctrina de la Tierra Pura, que el ser psíquico se vuelve consciente del universo psíquico en el que vive realmente. Es en este momento, también, que la semilla de la eternidad cae en la alberca de Amitabha [en el Paraíso del Oeste] para convertirse en el loto de nuestra promesa de liberación. La semilla es la primera experiencia mística de un hombre, la primera conciencia de su propia existencia infinita. Una vez que está consciente de esto, aunque dure un momento, nunca podrá olvidarlo completamente. Sacudido por esta conciencia, su propia vida psíquica empieza a incrementar y a desplegarse. Algunas sectas insisten en que la fórmula Nembutsu es necesaria; otras mantienen que esta afirmación «Namu Amida Butsu» es un mantra y un mantra es un mandala compuesto de sonido y memoria de la verdad.

La anterior es una descripción, con cierta licencia poética, de la función del mandala, no es ciertamente un dogma del uso del mandala. Sin embargo, nos introduce a su más alto simbolismo místico, en el que el objeto afuera se convierte en un mapa y luego en un reflejo de una realidad interna: la interioridad se revela como eternidad. La imagen del Buda en el centro del mandala es un espejo abierto del Buda que yace en el interior y que simplemente debe de reconocerse. Desde otra tradición, Marsilio Ficino expresó lo mismo en su Teología Platónica:

Y ciertamente es necesario que las cosas creadas se recojan ante su propio centro, y ante su propia unidad, y que se acerquen a su Creador, a fin de que: por su propio centro, se acerquen al centro de todas las cosas.

Fuente: pijamasurf


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