Por Rocío Veloso Chacón.
Además de los triunfos políticos del feminismo como la obtención del derecho al voto de las mujeres y las batallas ganadas por los derechos sexuales y reproductivos, su mayor éxito ha sido quizás el mostrar y superar el aislamiento de nuestros mundos privados. Por haber dejado de sufrir en silencio situaciones de violencia, discriminación y opresión doméstica y laboral -como las que hemos visto empeoradas en la pandemia-, muchas mujeres han descubierto a través del diálogo con otras compañeras feministas una voz propia que vale ser expresada y oída.
Este movimiento político ha permitido comprender a mujeres de distintos lugares por qué nuestros quehaceres y formas de ser se consideran aún contrarias y con menor valía respecto a la impuesta por el referente discursivo del varón hegemónico. Por plantear preguntas y reflexiones desde donde quienes no encarnamos dichas características nos hemos descubierto y transformado en personas con valor propio, le debemos mucho al feminismo.
Sin embargo, como han demostrado los feminismos interseccionales negros y latinoamericanos, una de las fallas históricas del movimiento ha sido justamente dejarse seducir por la búsqueda de este sentido de pertenencia y de sororidad entre iguales. Los mismos encuentros que posibilitan el reconocimiento de problemas compartidos y la articulación de luchas comunes es una fortaleza, y a la vez, un importante talón de Aquiles de los feminismos actuales. Esa urgencia de construir una identidad común ha relegado la importancia de sostener también diálogos con personas cuyas identidades y experiencias desafían las propias y nos ayudan a revelar nuestros puntos ciegos, de privilegios relativos y contradicciones personales; un paso imprescindible para la toma de consciencia en todo proceso de liberación.
Vale la pena preguntarnos: ¿Qué tipo de persona están construyendo los feminismos hoy en día? ¿Estamos produciendo sujetos que pueden cambiar el sistema, o al contrario, que reproducen las mismas relaciones de dominación que estamos intentando transformar desde hace más de doscientos años?
Una evidencia preocupante es, por ejemplo, la presencia de grupos en Latinoamérica y otros países que se declaran feministas al tiempo que plantean discursos de exclusión de corte fascista como los llamados “feminismos radicales trans-excluyentes” o TERF que sostienen en su génesis la marginación de las personas trans -problema discutido recientemente en el conversatorio “Respuestas Transfeministas a los discursos TERF” de la Asociación OTD Chile-. Por ello, el proceso de construcción de persona que ofrecen las distintas corrientes actuales del feminismo a nivel local es un problema que debemos comenzar a abordar, si es que aún queremos transformar el sistema social. Pues al parecer, desde algunas posiciones del movimiento lo estamos reproduciendo sin darnos cuenta.
Con una amiga feminista, reflexionamos recientemente sobre este tema y la inmensa dificultad que implica superar las relaciones internalizadas de dominación que forman parte de nuestra construcción de identidad y del lugar desde donde nos paramos en el mundo. El problema es tautológico: ¿Cómo podemos cambiar ideas, discursos y significados enraizados en nuestras experiencias de vida, desde donde realizamos acciones que perpetúan los sistemas de dominación que queremos transformar y que nos han permitido establecer quiénes somos?
Creo que superar esa dificultad significa, en primer lugar, actuar en comunidad y dialogar con personas con quienes podamos abrir nuevas exploraciones respecto a quiénes somos y cómo vivimos, es decir, con quienes compartimos algunas preocupaciones, pero cuyas ideas y experiencias son también radicalmente diferentes a las nuestras. En segundo lugar, que la invitación que nos hace el feminismo a cuestionar y responder en forma liberadora a estas preguntas implica reconocer nuestras contradicciones internas y enfrentar la resistencia y el sufrimiento que implica intentar responderlas desde la experiencia personal y cotidiana.
Es bueno recordar que el planteamiento más revolucionario del feminismo como filosofía política y que nos permite aspirar al cambio de las relaciones de dominación presentes en la estructura social, es afirmar que todas las personas tenemos el mismo valor intrínseco independientemente de nuestro sexo o preferencia sexual. Dicho de otro modo, el triunfo del feminismo no es que un día las mujeres cis heterosexuales por ser más numerosas o las blancas-mestizas por parecernos más a los colonizadores, detentemos los principales cargos de poder y de toma de decisión, o que las costumbres y significados asociados a lo “femenino” se vuelvan el nuevo parámetro social por sobre otras posibilidades, sino que todas las personas con sus diversos cuerpos y experiencias puedan tener la misma cabida y reconocimiento en la sociedad.
Renunciar a la consideración de la diferencia y al diálogo con personas cuyas experiencias e ideas consideramos distintas es la aniquilación del potencial revolucionario del feminismo. Cuando convertimos al feminismo en un movimiento exclusivo entre “iguales” y negamos la validez e importancia de otras perspectivas en su seno, estamos reproduciendo el mismo mecanismo hegemónico androcéntrico que tanto denunciamos, suplantando de manera estética la palabra “varón” por otra identidad dominante. Y esto es poner una lápida a cualquier pretensión de cambio social que podamos plantear. No podemos olvidar que el feminismo necesita encuentros, pero también conflictos y diferencias.