De leyes y epopeyas (Hammurabi y Gilgamesh)

Dos cosas que no suelo hacer: empezar no con una sino con dos citas y, lo que es peor, empezar el artículo por el final

De leyes y epopeyas (Hammurabi y Gilgamesh)

Autor: Arturo Ledezma

Estatua de Gilgamesh. Foto: Samantha (CC)

Dos cosas que no suelo hacer: empezar no con una sino con dos citas y, lo que es peor, empezar el artículo por el final.

Son dos citas que están separadas por más de dos mil años. Pero creo que se podrían haber escrito perfectamente una detrás de la otra, en el mismo momento histórico, incluso por la misma mano:

—Memorias de ultratumba, Chateubriand, 1849:

Esta imposible duración y prolongación de las relaciones humanas, ese profundo olvido que nos sigue, este invencible silencio que se apodera de nuestra tumba y se extiende más allá de nuestra casa me recuerdan sin cesar la necesidad de aislamiento. Cualquier mano es buena para darnos el vaso de agua que podemos necesitar en la fiebre de la muerte. ¡Ah, quiera el Cielo que no sea una mano demasiado querida para nosotros! Pues, ¿cómo abandonar sin desesperación la mano que se ha cubierto de besos y que se querría tener eternamente sobre el propio corazón?

—Epopeya de Gilgamesh, poema sumerio, primera mitad del II milenio a. C.:

Gilgamesh, llena tu vientre, alégrate de día y de noche, que los días sean de completo regocijo, cantando y bailando de día y de noche. Vístete con ropas frescas, lava tu cabeza y báñate. Contempla al niño que coge tu mano y deléitate con tu mujer, abrazándola. Porque esto es lo único que se encuentra al alcance de los hombres.

Pasan los siglos. El mundo continúa. Surgen nuevas religiones. Hay grandes inventos. Tecnología. Ideología. Todo parece radicalmente diferente… ¿Se ha avanzado realmente mucho? ¿Cómo debemos vivir? ¿En soledad, aceptando la soledad como un mal menor contra la muerte y el sinsentido de la vida? ¿O a ciegas, buscando el goce inmediato, buscando el amor y la compañía de las personas a las que nosotros queremos, olvidando cuál será su fin y el nuestro? ¿Estoicismo o hedonismo? ¿Resignación o protesta? Desde Mesopotamia a Francia, siglos y siglos de civilización y una pregunta sin respuesta.

Bueno, no nos pongamos trascendentes. O sí. Puesto que esto parece ser una condición fundamental del ser humano, pongámonos trascendentes por un día. Chateubriand vive en pleno siglo XIX y tiene ese vicio del romanticismo, que entonces era tan reciente que M. Y. Lérmontov dedicó una obra a hablar de él: El héroe de nuestro tiempo. En ella el protagonista, un oficial ruso, dice: «Me acostumbro a la tristeza tan pronto como al placer, y mi vida se vuelve vacía día tras día». Y sí, todo eso nos suena. El existencialismo, el nihilismo… todo eso nos parece muy moderno, muy del siglo XIX y XX, y le pega muy bien a Chateubriand.

Por eso a mí me sorprende más, me interesa más y me inquieta más la Epopeya de Gilgamesh.

Solo que antes de hablar de ella quiero hablar de cómo era la sociedad de la época. O lo que es lo mismo: cómo era la vida en la Mesopotamia de lo que se llama pomposamente los «albores de la civilización». Y para eso tengo que hablar de Hammurabi. O más concretamente del conjunto de leyes grabado en un bloque de piedra negra que conocemos como el código de Hammurabi.

¿Se puede conocer una sociedad a partir de sus leyes? Se puede, por supuesto que sí. Por algún sitio hay que empezar y en este caso los griegos, los grandes cronistas de la Antigüedad, poco nos ayudan. Los griegos nos pueden hablar de los pueblos bárbaros, de los egipcios, de los pueblos de Asia Menor, pero poco supieron de los antiguos pueblos de Mesopotamia. Jenofonte pasó por las ruinas de Nínive, preguntó y nadie le supo responder qué ciudad era aquella. Por suerte tenemos la arqueología, y por suerte tenemos una escritura, la cuneiforme, con dos lenguas, sumerio y acadio, que hemos conseguido entender. Lo que Jenofonte no supo pero nosotros sí es que las enormes ruinas que contempló eran las de la capital del Imperio asirio, y que antes de caer este imperio habían existido y habían desaparecido otros grandes imperios, como el paleobabilónico, uno de cuyos reyes principales fue Hammurabi. Este rey no será recordado por ser un rey conquistador, como Sargón de Acad, con quien el sistema de ciudades-estado da paso a la creación de un verdadero imperio, uno de los primeros si no el primero que existieron en el mundo. Hammurabi es, como Justiniano o Recesvinto, un rey legislador. Y no fue el primero, antes que el suyo existieron los códigos de Naram-Sin, el de Lipit-Ishtar, el de Urnamu, así como las leyes de Eshnunna (y tal vez otros muchos que se han perdido), pero su código es muy completo y en su momento fue el conjunto de leyes que funcionó durante siglos en un gran territorio, tan extenso que, de hecho, la estela que conservamos proviene de Susa, ciudad que quedaba fuera de Mesopotamia, donde ni siquiera vivía el mismo pueblo del rey, que era el amorrita, sino los elamitas, y que hoy está enclavada en el actual Irán. De manera que pocas veces tenemos un documento que nos hable de cómo vivía tanta gente diferente, durante tanto tiempo y con tantos detalles de su vida diaria como el código de Hammurabi.

Pero además este código destaca respecto a sus códigos anteriores con una cuestión que conocemos muy bien, pues es parte de nuestra herencia cultural: la ley del talión. Curiosamente esta ley del talión no aparece en ninguno de los códigos y conjuntos de leyes de los siglos anteriores. Para los sumerios y los acadios los accidentes y daños deliberados se pagaban con indemnizaciones en metálico. Con los pueblos semitas (grupo al que pertenecen los amorritas) que llegan a Mesopotamia después de la caída del imperio de Sargón y de la crisis de la tercera dinastía de Ur, aparece «el ojo por ojo y diente por diente», que es exactamente eso, ojo por ojo y diente por diente, y desde entonces ya no nos dejará. O si nos dejará, pero con la amenaza de volver en cualquier momento.

Si un señor ha reventado el ojo de otro señor, se le reventará su ojo.
Si un señor ha roto el hueso de otro señor se le romperá su hueso.

Pero…

Si ha reventado el ojo del esclavo de un particular, o ha roto el hueso del esclavo de un particular, pesará la mitad de su precio.

Y…

Si un señor ha golpeado a la hija de otro señor y motiva que aborte, pesará cinco siclos de plata por el aborto causado. Si esa mujer muere, su hija recibirá la muerte.

Código de Hammurabi, museo del Louvre (DP)

Lo que tienen las leyes es que tienen que ser claras. Y de lo que se trata es de evitar el ajuste de cuentas individual y, al mismo tiempo, que los castigos sean proporcionales a los delitos. Que la ley del talión no se aplique a los esclavos tiene una justificación muy lógica para Hammurabi: un esclavo es propiedad de su dueño, y al que se debe compensar por el daño sufrido no es al esclavo, sino al dueño. Pero cómo explicar que tú mates a una mujer, la hija de otro hombre libre (que es como hay que definir el término «señor», en contraposición a las otras dos clases, «los que se inclinan», o especie de siervo, y los esclavos), y que el castigo sea que maten a tu hija, que no tiene culpa de nada. Eso para nosotros resulta difícil de entender.

Y pese a todo la Mesopotamia de los sumerios, de los acadios, de los amorreos, de los casitas, de los asirios, de los hititas, era una sociedad muy civilizada. Todo estaba perfectamente regulado, desde el castigo por el adulterio y por el incesto hasta los contratos de todo tipo, los alquileres, las herencias, los pagos de impuestos. Cada habitante sabía cuales eran sus deberes y cuales eran sus derechos. Y algunos tenían más derechos de los que en un principio podemos imaginar. Por ejemplo, a los esclavos no se les podía matar y las mujeres y las viudas gozaban de cierta protección, como por ejemplo que un marido no pudiera repudiarla alegremente, que tuviera la obligación de cuidar de ella cuando enfermaba y que se le penalizara si abandonaba el hogar y luego pretendía retornar a él. Además, como bien diceFederico Lara Peinado en su estudio introductorio al código de Hammurabi que publicó en castellano la editorial Tecnos en 1986, «a mayor categoría social correspondía mayor rigor en los castigos», lo cual es algo en el fondo muy lógico pero que por desgracia no siempre se cumple.

Pese a todo resulta cuando menos curioso saber qué métodos utilizaban los jueces de la época para descubrir qué denuncia era falsa y qué denuncia no lo era: al acusado de brujería se le tiraba al río, si sobrevivía (o como se dice en el código: «si este señor ha sido purificado por el río, saliendo de él sano y salvo»), la denuncia era falsa y quedaba libre automáticamente. En ese caso el acusador era condenado a muerte. El río también servía para aclarar los casos de posible adulterio. Y digo posible adulterio, porque solo era para casos en los que la única acusación era la vertida por el marido, sin que hubiera pruebas fehacientes del delito. En ese caso el río escondía la verdad…

Pues bien, en resumen, basta con leer el código de Hammurabi para conocer una sociedad teóricamente muy diferente a la nuestra. Sin embargo, para saber qué sentían y qué pensaban tenemos la literatura, las primeras obras literarias, junto con las del Antiguo Egipto, que se pueden considerar como tal. Una de estas es un largo poema conocido como la Epopeya de Gilgamesh. Y lo curioso es que leyendo este poema uno se da cuenta de lo cerca que está, en su manera de pensar, en su angustia, en sus dudas, del mundo de las primeras sociedades. El largo duelo de Gilgamesh tras la muerte de su amigo, el mismo título por el que se conocía antiguamente esta narración épica: «Aquel que vio las profundidades», me recuerdan los poemas de la Cárcel de Reading o los lamentos de De profundis de Wilde, y eso solo por decir el primer ejemplo que me ha venido a la cabeza. El mismo dolor, las mismas preguntas… ¿Cuatro mil años de historia nos han hecho tan distintos?

—El desencanto, como todas las modas, desciende de las capas altas de la sociedad a las más bajas (…).
—¿Y seguramente fueron los franceses los que introdujeron la moda del aburrimiento? (…)
—No. Los ingleses.

Así conversan dos personajes de El héroe de nuestro tiempo, del ya citado Lérmontov. Estamos en 1840. Pero el desencanto y el aburrimiento de los nobles rusos es menos trivial y menos pasajero de lo que parece. Y no tiene nada de nuevo.

/Jotdown


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