Hace pocas semanas, el premio y los discursos que escuchó la audiencia empresarial reunida en Icare son probablemente un adelanto de los que nos deparará el futuro más cercano. Foxley, un neoliberal recalcitrante, añoró un regreso a las políticas de consensos, en tanto Larraín elogió sin matices la actual institucionalidad económica. Ambos, pero también Büchi, Cáceres, Velasco o Eyzaguirre, han sido responsables del actual estado de las cosas. Son el núcleo más duro del actual modelo.
Los efectos sociales del modelo neoliberal ya tienen un referente claro en la política binominal. Los discursos electorales de la ex Concertación y de no pocos en la Alianza, intentan amortiguar el elogio al mercado, al crecimiento económico y su hipotético desarrollo, para levantar un relato híbrido reformista que apunta a los abusos y otros casos tipificados como excesos. Los desastres de varias décadas de libre mercado desregulado, que se extienden a todas y cada una de sus áreas, han obligado a la mutación con fines electoralistas de aquellas mismas generaciones del binominal que hace muy pocos años elogiaban el legado de la escuela de Milton Friedman. Una ola de reformismo, hasta el momento sólo de la boca hacia fuera, es la moda de los políticos chilenos. En comparación con una década atrás, es un avance.
Hay transformaciones que comienzan en la palabra, en las comunicaciones. Es lo que ha comenzado a ocurrir al menos con el lenguaje económico más vulgar, ese mismo que mezclaba expresiones del marketing y la gestión de empresas con la venta de papas y tomates en las ferias. Ya no importa ser un emprendedor competitivo ni productivo en un país que ha concentrado todo el crecimiento y la riqueza en unas cuantas grandes corporaciones. El libre mercado, el país de las oportunidades y los emprendedores, ha derivado en el de los depredadores.
Si recordamos un poco, las últimas dos décadas estuvieron dominadas por un modelo neoliberal en torno al que se levantó la política de los consensos. Todo se permitió en política, los transformismos nunca pensados ni soñados fueron una realidad cotidiana en función de los mercados y el comercio. El discurso económico se elevó como un lenguaje sagrado y cualquier duda -y por cierto crítica- fue ridiculizada. La ciencia económica, que transmitía a través de su lengua elaborados diagnósticos, preceptos enarbolados como verdad no sólo económica sino política, social y cultural, fue, durante los últimos treinta años, la medida, el estándar humano. Ha sido un paradigma financiado por las grandes corporaciones, por economistas intolerantes, gobiernos corruptos y medios oportunistas, que intentó durante todas aquellas décadas fusionar la ciencia económica con el neoliberalismo, algo como la fusión de la condición humana con la condición de explotación. Como si fuera lo natural, el estado de las cosas, la impronta de la civilización.
El vaciamiento de este discurso ha sido brutal, explosivo. Si por un lado los niveles de acumulación de capital de las cuatro últimas décadas han sido históricos, por otro los grados de despojo han terminado por reventar el modelo. Bastó hace unos años que millares de jóvenes elevaran públicamente sus propias realidades de humillación y desigualdad, para que la empatía se extendiera por prácticamente toda la población. Las condiciones de vida en la sociedad de mercado, mantenidas a duras penas con jornadas de doce horas diarias y salarios que requieren complementos financieros usurarios no eran las de un país a las puertas del desarrollo. O la puerta al desarrollo pasaba por el Averno.
Hacia los últimos días de julio ocurrió un evento que expresó en toda su transparencia esta contradicción extrema. Las décadas de neoliberalismo han conducido a la creación de nuevas oligarquías, tanto o más encapsuladas que aquellas de centurias atrás, lo que quedó una vez más en evidencia en la celebración y premiación que hizo Icare a dos ministros de Hacienda en el Teatro Municipal “por su contribución al fortalecimiento de la actual institucionalidad económica”. El Instituto Chileno de Administración Racional de Empresas, que es su nombre completo, premió ante la mirada complaciente y los aplausos de una muy satisfecha oligarquía, a Alejandro Foxley y Felipe Larraín, aun cuando perfectamente podría haber entregado el galardón a Hernán Büchi o a Carlos Cáceres. Todos ellos, como toda la línea de ministros de Hacienda, responden al mismo molde.
El premio y los discursos que escuchó la audiencia empresarial probablemente son un adelanto de los que nos deparará el futuro más cercano. Foxley, un neoliberal recalcitrante, añoró un regreso a las políticas de consensos, en tanto Larraín elogió sin matices la actual institucionalidad económica. Ambos, pero también Büchi, Cáceres, Velasco o Eyzaguirre, han sido responsables del actual estado de las cosas. Son el núcleo más duro del actual modelo.
Este es el centro, los centinelas de la ortodoxia, que a diferencia de los veleidosos y oportunistas políticos, no quieren que se cambie una coma a la institucionalidad que tantos beneficios ha dado a las corporaciones. Una elite que mira con atención y mucho recelo lo que pasa afuera, expresado con claridad por el director de Icare, Francisco Silva. La calle, dijo, puede entregar sus mensajes, “pero no puede gobernar”. Tras estas declaraciones se percibe el futuro, que será la defensa desde estas trincheras -y por todos los medios- contra cualquier cambio demandado desde la ciudadanía. Una mirada que no se diferencia mucho de aquella que tuvo Eduardo Matte Pérez y le llevó a decir, hace más de cien años, esta frase para el bronce: “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio”.
Paul Walder