La izquierda no parece haber asumido todavía las dimensiones de la crisis mundial. Ni su gravedad ni sus peligros. Tampoco sus potencialidades. Muestra una dispersión, ensimismamiento, irresponsabilidad y frivolidad, que no se avienen con su histórico protagonismo en circunstancias parecidas. Parece el momento de reaccionar y ponernos a la altura de los desafíos que enfrentamos.
El manido auto-recordatorio de Clinton no parece hoy un mal consejo para los políticos de izquierda. La crisis mundial lo ha cambiado todo, transformándolo en su contrario. Más precisamente, ha trasladado el peso principal al otro lado de la balanza, en todos los planos.
Tres décadas de expansión global han dado paso a una contracción general que se extenderá por un largo período.
Ello afecta en primer lugar y dramáticamente al sector financiero. Éste se infló diez veces más que la producción entre los años 1980 y 2000. Ya ha retrocedido seis de los diez pasos ganados y sigue en caída libre. Ésta no se detendrá hasta que regrese al circunspecto nivel que le corresponde en relación a las otras fracciones del capital de las cuales se nutre.
La implicancia de este fenómeno para la política ha sido decisivo. Su crecimiento corrió a parejas con la influencia política global de los banqueros, en desmedro no sólo de la ciudadanía en general sino asimismo de los productores y comerciantes. Hoy ciertamente no están liquidados, pero si muy debilitados.
Fueron los banqueros quiénes desenterraron el raído ataúd en que yacían los extremistas profesores neoliberales, muertos en vida desde la Gran Depresión. Los desempolvaron un poco y elevaron a la respetabilidad de cátedras y el poder de bancos centrales, ministerios de hacienda e instituciones financieras internacionales. Hoy los han arrastrado en su estrepitosa caída, provocando uno de los más asombrosos giros de la crisis: Le laissez-faire ¡C’est fini! (al menos hasta que los banqueros vuelvan a inflarse).
Su desprestigio secular crea un clima ideológico favorable a amplios entendimientos basados más sólidamente en una visión más realista de la economía y la sociedad.
El elemento central de la nueva manera de pensar es el reposicionamiento del Estado en su unidad natural con los mercados, que el anarquismo burgués de los neoliberales había pretendido negar. Se restableció de golpe, en el mismo instante que los banqueros corrieron a implorar el auxilio del Estado cuando la crisis los precipitó en la insolvencia general y puso la economía mundial al borde de la depresión.
Ello tiene tres aspectos que interesa destacar especialmente en relación a Chile; aparte de su ahora evidente rol de inyectar dinero y gasto público durante la crisis.
El primero es la bancarrota de la utopía neoliberal de un mercado mundial sin fronteras; antes que se construya un Estado mundial que lo regule y proteja. Ésta se corresponde con el sueño de los banqueros de mover sus capitales por todo el mundo sin ninguna cortapisa, para aprovechar cualquier oportunidad especulativa. Eso fue la globalización: ni más ni menos que libre movimiento de dinero. Las barreras a la libre circulación de mercancías no se levantaron nunca en realidad; pregunten a los exportadores de celulosa a los EE.UU., que enfrentan ahora el subsidio de 50 por ciento del que gozan sus competidores estadounidenses. Para que decir lo que respecta a la libre circulación de personas; pregunten a los mexicanos. Ahora, la globalización ¡Cést fini!
Todos se acordaron de repente que los modernos mercados nacieron al amparo de los Estados nacionales, los que a su vez se conformaron precisamente con este objetivo. Todos caen en cuenta que la libre circulación sólo ha resultado posible de modo estable al interior de los espacios protegidos y regulados por aquellos. La UE, el único mercado común efectivo, funciona precisamente porque los países que lo componen crearon instituciones estatales supranacionales que lo protegen y regulan sobre un espacio mayor de soberanía compartida.
De este modo, la crisis ya ha provocado un giro apreciable en la política exterior de Chile hacia América Latina. Ello debe acentuarse con toda decisión, puesto que la única manera de contar de modo seguro con el mercado libre más amplio que necesitan nuestras empresas, es construir junto a nuestros vecinos las instituciones estatales supranacionales que lo regulen y protejan. Ello resulta muy difícil, sin duda alguna, pero al menos no es una utopía.
El segundo aspecto es la evidente necesidad que el Estado regule los mercados. Ello significa, desde luego, terminar con la inmensa distorsión que introdujo la decisión neoliberal de regalar los recursos naturales a las empresas privadas que los explotan sin pagar ni un peso. También, por cierto, terminar con el abuso generalizado de los monopolios que imponen sus condiciones sin contrapeso en todos los mercados.
El tercer aspecto es reconstruir los servicios públicos y el aparato civil del Estado mismo, desmantelados primero por los militares que los veían como plazas fuertes del enemigo interno, azuzados por una elite llena de odio que se tomó de este modo revancha por la reforma agraria. Más tarde, por una visión equivocada que lo visualiza como una empresa de servicios y a los ciudadanos como consumidores.
La crisis genera de este modo condiciones para la conformación de un nuevo bloque en el poder, que impulse el giro estratégico descrito.
Ello se facilita por la nueva estatura de los industriales y comerciantes a raíz de la caída de los banqueros; especialmente los medianos y más chicos, que son más independientes de aquellos, pero también algunos grandes.
Ello se suma a la significativa transformación de las FF.AA., que es uno de los grandes éxitos de la transición y se debe en medida principal al movimiento de DD.HH..
Por cierto, la persistente debilidad del movimiento laboral y popular es la principal deficiencia para lograrlo. La historia muestra que en estas circunstancias es el que resulta determinante en el giro. Sin embargo, como se evidenció en los años 1980, si bien las penurias económicas – que lamentablemente aumentarán de modo muy significativo – inicialmente paralizan la movilización y la organización popular, ello pronto se revierte.
Los aspectos referidos son objetivos, tal como los denomina en la ciencia política clásica. Sin embargo, el que los mismos hagan posible un cambio político mayor depende por entero del así llamado factor subjetivo; es decir, de la política.
De modo muy especial, depende de la izquierda, puesto que expresa en mayor medida que otras corrientes al actor popular. Por otra parte, debería comprender mejor que otros que en circunstancias como las actuales, el Estado debe intervenir de manera rápida, drástica y masiva sobre mercados que se encuentran paralizados, distorsionados y desbocados.
Sin embargo, lo principal es que nadie visualiza mejor que la izquierda que junto a las oportunidades descritas, la crisis presenta peligros terribles; los hemos experimentado en nuestro propio pellejo.
La crisis crea un estado de incertidumbre y temor generalizado en la población y no hay nada más irracional, cobarde y desgraciado, que la reacción agresiva de la turba humana asustada. Siempre busca un chivo expiatorio de sus temores en cualquier sector de la población que aparezca fácilmente identificable y relativamente más débil. No costaría nada que surgiera cualquier demagogo y la azuzara contra cualquier minoría.
Los populismos de derecha y ciertamente el fascismo corriente, comprenden perfectamente la importancia del actor popular y la acción decidida del Estado en las presentes circunstancias. Por eso azuzan los temores de la población para asaltar el poder cabalgando sobre su reacción agresiva.
Ningún pueblo o sector social se libra de esta reacción miserable, ni siquiera aquellos que por su educación y privilegios deberían actual de modo más responsable. Al revés, pueden resultar los peores, como lo demostraron Europa durante la Gran Depresión y canalla dorada chilena durante la dictadura.
De este modo, la responsabilidad política de la izquierda se eleva considerablemente en circunstancias de crisis.
Su dinamización es la única que puede catalizar una salida progresiva a la crisis. Al mismo tiempo, históricamente ha resultado determinante para mantener a raya el peligro de un retroceso reaccionario que puede acarrear las peores catástrofes.
Puestos ante un trance similar, nuestros padres y abuelos estuvieron a la altura. Sin escatimar sacrificios, movilizados y unidos, junto a todas las fuerzas democráticas, lograron salvar al mundo de la barbarie fascista.
Parece llegado el momento de seguir su ejemplo.
Manuel Riesco
Economista CENDA