La obsesión por ‘erradicar’ el comercio ambulante es una vieja pretensión de las autoridades criollas. Pese a que está prohibido desde 1613, los que ponen sus paños en las calles van y vuelven pese a las razzias policiales. Y no sólo es una salida a la cesantía provocada por la actual crisis económica, sino los anaqueles cuneta que también aportan casi la mitad de los ingresos de la industria de bebidas, helados y confites.
Policía, prensa y el municipio de Santiago se pusieron de acuerdo la semana pasada y lanzaron la campaña invernal contra los comerciantes ambulantes. Mientras en el centro de Santiago la policía se lanzaba en una frenética caza de los que vendían baratijas sin permiso municipal, en la televisión y las portadas de los diarios se acusaban los daños de este tipo de comercio, relacionándolo con asaltos y robos.
Más de un centenar de carabineros de civil, otros tantos uniformados e inspectores municipales salieron a la calle esos días, en los que se detuvo a más de cien comerciantes ambulantes.
También se estrenó la reciente medida del alcalde Pablo Zalaquett, de multar a quienes compren productos a ese tipo de vendedores. Cifras de carabineros dan cuenta de que desde que se implementó ‘Santiago más seguro’ se han cursado 260 infracciones por dicha práctica.
Pese a la persecución policial, cada vez es más gente que sale a las calles a inventarse una economía vendiendo baratijas, CDs copiados y lo que se pueda transar. Las ferias libres también han crecido cuadras con los coleros que se instalan en sus bordes. Cifras de la policía señalan que sólo en la comuna de Santiago el comercio ambulante se duplicó en los últimos 6 meses. Hoy unos 4.500 vendedores sin permiso ocupan las calles de Santiago, Providencia o Estación Central.
La explicación es fácil: La crisis económica y el desempleo tienen a cerca de un millón de chilenos cesantes, muchos de los cuales recurren a una práctica de sobrevivencia que desde la Colonia es el dolor de cabeza de las mezquinas autoridades, quienes justifican su represión por la evasión de impuestos y el recurrido discurso de la delincuencia.
LOS VIEJOS MERCACHIFLES
En un temprano 1613, el Cabildo de Santiago prohibió terminantemente que los “mercachifles vendieran por las calles de esta ciudad, en ninguna manera”, desterrándolos al comercio clandestino, cuenta el historiador Armando de Ramón. Antecesores de los actuales ambulantes, los mercachifles no tenían medios para colocar un puesto en la plaza o en sus cercanías, ni los compradores iban a sus domicilios a buscar los productos que ellos mismos hacían.
En 1756, el comercio establecido los denuncia como “una muchedumbre de gente, domésticos, indios, mulatos, negros y demás clases que al anochecer se reunían en las esquinas de la Plaza Mayor ocupando toda la bocacalle, formando un baratillo de lo propio y de lo ajeno”. Sensible a los requerimientos de quienes pagaban impuestos, el gobernador Manuel de Amat persigue a los ambulantes con celo. La reacción no se hizo esperar. Esta vez de parte de los sastres, zapateros y sombrereros, acusando “que desde tiempo inmemorial estamos en posesión de esta especie de comercio con la gente del campo y vulgo”, y que si vendían de noche era “porque la mayor parte de los oficiales de nuestro gremio son tan pobres que no son capaces de mantener tienda pública, y por esta causa están retirados del centro de la República en los extramuros de la ciudad”.
Pasarían 31 años y el Cabildo vuelve a reunirse para tratar “el desgreño y desórdenes que ocasionan el mismo concurso y atropellamiento de gentes de todas clases”, lamentando, además, “la pérdida de los criados por las ventas de licores, juegos y otros vicios, que no son de preciso alimento”, dadas por “regatones y otras gentes mal entretenidas”.
En 1805, quienes fueran sorprendidos “vendiendo sus mercaderías en las calles después de las avesmarías, los que cantaban en las calles, paseos y sitios públicos y al plebeyo que andaba disfrazado”, entre otros, eran condenados sin mediación de proceso alguno a trabajos forzados por seis u ocho meses. Domingo Faustino Sarmiento cuenta sobre la Plaza Mayor en 1841 que la plebe, los sábados, conquistaba sus portales para “vender sus artefactos, a comprar lo que necesita, a ejercer su industria, su capacidad y su malicia”.
DE ARTESANOS A PROLETARIOS
El historiador Leonardo León, en su artículo “El pueblo vencido”, cuenta que detrás de la persecución al comercio callejero se oculta, desde 1760, una voluntad de controlar el país. La consolidación de la ciudad había hecho crecer al artesanado, cuya autonomía económica contradecía los parámetros mercantilistas y protocapitalistas promovidos desde el gobierno. Esto “se transformaba en un potencial peligro para un orden social organizado, de modo creciente, en torno a los ideales aristocráticos del criollaje. De allí que fuera crucial la reglamentación de su trabajo, de sus horarios, del uso que hacía de las materias primas, de la distribución y comercio de sus productos, del sitio en que se emplazaban sus obrajes y, sobre todo, de la peligrosa influencia que ejercían estos sujetos sobre el resto de la población”, señala León.
“El Cabildo de Santiago se ocupó de promover la apertura comercial del país a las manufacturas importadas de Europa y de extirpar el entramado económico gestionado por las clases populares al margen del sistema colonial”, cuenta el historiador. De esta forma, la elite eliminaba la competencia interna y monopolizaba desde el mercado formal y establecido la economía, transformando con ello a los antiguos vendedores en proletarios.
“El trabajo, la constancia y la autodisciplina debían ser las bases del vivir correcto”, afirma Leonardo León. “Cuando la ociosidad popular comenzaba a verse como un crimen y el vagabundaje era sinónimo de delincuencia, lo que se predicaba era el evangelio de la disciplina laboral, particularmente el trabajo para otro: el modo de producción capitalista, así los valores sociales forjados en el arcaico mundo de la estancia eran traspasados sin mayor refinamiento al nuevo espacio urbano; los pobres libres debían someterse a un nuevo sistema de peonaje”.
El historiador Gabriel Salazar agrega que la guerra contra los ambulantes “está ligada al momento en que el Estado chileno consolidó el gran comercio de exportación e importación, y con ello la protección dada al gran comercio establecido en las grandes ciudades, de costos altos. En cambio, los pobres necesitan comerciar y como no pueden pagar los costos ocupan las calles, asumiendo que el espacio público es espacio libre”.
Esta libertad genera “rupturas del orden urbano, de la decencia; la gente tiende a hacer todo en la calle, lo que para la autoridad es un desorden”, comenta Salazar.
UNA MASA EN FUGA
Carmen Espinoza, economista del Programa de Economía del Trabajo (PET), señala que no se puede medir el comercio ambulante con exactitud. “Es difícil medirlo por su mezcla, son una masa muy móvil y grande que incluye a los coleros de las ferias libres, los vendedores de helados o jóvenes que buscan empleo por primera vez y que son ambulantes por un mes. Es un oficio con tasas de entrada y salida muy grandes. A lo más, me atrevería a decir que en todo el país son sobre medio millón de personas a partir del dato que a lo menos un 50 por ciento de la economía informal se dedica al comercio, representando creo a un 20 ó 25 por ciento de la población económicamente activa”.
Para Espinoza, el comercio callejero es “la salida del que no tiene trabajo en el modelo actual”. Y no deja de recalcar que detrás de ellos hay importantes intereses económicos. Se estima que la mitad de las ventas de grandes empresas de gaseosas y helados, estimadas en 900 millones de dólares al año, se realizan a través de los ambulantes.
Salazar además ve en el comercio informal una resistencia de la economía dominante, que “al burlar la ley están ejerciendo un micropoder económico cuya salida es el desarrollo de formas de micropoder que por el momento se ejercen como formas económicas, que se suman a otros micropoderes y otras redes que existen, resisten y estorban pero que no se han politizado”.
Mauricio Becerra R.
El Ciudadano