Chile había heredado la misma peste que destruyó al Perú: la riqueza del salitre. Autores como Enrique MacIver, Alejandro Venegas y Luis Emilio Recabarren atribuyen la crisis moral, de comienzos de siglo, a la peste heredada de las provincias arrebatadas a nuestros vecinos del norte. Los diputados y senadores, en su mayoría, eran latifundistas y abogados: confundían su puesto político con los intereses de sus clientes, por ejemplo, Thomas North poseía un equipo de abogados entre lo más granado de la oligarquía chilena; Julio Zegers y su hijo, Julio II, importantes personajes del bando congresista, tramitaban ante el Estado los diversos juicios que les encomendaba su cliente, el rey del salitre; Enrique MacIver y su hermano David, líderes radicales, formaban parte, también, del staff de North. Posteriormente, se agregaron los conservadores, otrora poderosos a causa de la libertad electoral, personajes como Zorobabel Rodríguez y Carlos Walker, quienes se lucían en foro defendiendo las distintas compañías británicas. Es cierto, como lo sostiene Blakemore que otras compañías inglesas disputaban el cetro del rey del salitre, como es el caso de la Casa Gebbs, y tenían también abogados poderosos, como líder Eulogio Altamirano. Posteriormente, defensores exitosos se enriquecieron representando compañías salitreras.
Don Arturo Alessandri ganó más de 75.000 libras esterlinas en juicios contra el estado, de parte de la Compañía de Salitres Antofagasta. Rafael Sotomayor, ministro del Interior de Pedro Montt y conocido como culpable de la matanza de Santa María de Iquique, protagonizó un escándalo al conseguir un crédito del Banco de Chile a favor del famoso salitrero, Matías Granja, cuya empresa estaba a punto de declararse en quiebra; se sabía que Sotomayor, además de abogado de Granja, se iba a convertir en su heredero principal. Esta relación de cohabitación entre salitreros, gobiernos y bancos era considerada lícita en esa época.
La mayoría de los parlamentarios postulaba, con todo cinismo, a las concesiones fiscales de tierras salitreras: estos “dilectos ciudadanos”poseían una mafia de abogados, notarios, tinterillos y geógrafos, entre otros profesionales que, con toda impunidad, cambiaban los deslindes de las estacas concedidas hacia los lugares de vetas más ricas. Los gobernadores, todos nombrados por los corrompidos partidos de la república parlamentaria, siempre arbitraban a favor de los empresarios del salitre: el militarista Gonzalo Bulnes, autor de un libro sobre la guerra del Pacífico, defendió siempre el monopolio de North sobre las aguas de Iquique; el senador Arturo del Río era un verdadero gamonal en la provincia de Tarapacá y su reino fue puesto en cuestión por don Arturo Alessandri, nominado como candidato de la alianza liberal. Era tanta la seguridad y soberbia de Arturo Del Río que amenazó a Alessandri con hundirlo en la bahía de Iquique. El León de Tarapacá no lo hacía mal en cuanto a corrupción: su gobierno fue dominado por un grupo de amigos llamada la “execrable camarilla”.
Mi abuelo, Rafael Luis Gumucio, por esos tiempos líder del partido conservador y furibundo enemigo de don Arturo, se encontró un día con Alessandri, ya en el poder, quien lo imprecó diciéndole a don Rafael que sus enemigos habían llegado a tal grado de insidia acusándolo de ladrón, y el dirigente conservador le respondió que no se preocupara, pues a él, que era cojo de nacimiento, le decían el cojo. En la decadencia de la república parlamentaria los militares que proponían limpiar la política aplicándole un purgante llamado termocauterio, difundieron una lista de parlamentarios que sobornaban a los funcionarios. El poeta Vicente Huidobro, en su corto paso por la política, se ganó una paliza al acusar a algunos políticos de coimeros. Los malpensados sostienen que los golpes recibidos lo llevaron a la muerte. Los estudiantes anarquistas, de la FECH, publicaban en la revista Acción, los latrocinios de los políticos.
Las tierras australes y de la Araucanía no se salvaron de la codicia de los políticos: se repartían a manos llenas terrenos que antes habían pertenecido a los indígenas. Como se puede ver, el caso actual de Piñera y los huilliches no es ninguna novedad. Los bancos fueron siempre una fuente inagotable de escándalos: prestaban dinero a los gobiernos de turno que, a su vez, los salvaban cuando los bancos quebraban. Por lo demás, estas instituciones financieras podían imprimir billetes a su gusto, pues no existía la conversión metálica, provocando, obviamente, la inflación, que perjudicaba a los más pobres. El presidente Balmaceda, que había tenido una pésima experiencia con los bancos, intentó crear en su gobierno un banco del Estado, pero la guerra civil lo hizo imposible. Senadores y diputados eran directores de la banca privada, por consiguiente, los intereses del presidente de la República y los de los bancos eran los mismos. Germán Riesco, ex presidente de Chile, intentó salvar de la quiebra a un banco con la ayuda del Estado pero, en este caso, el “rey holgazán”, Ramón Barros Luco, demostró dignidad al negarse a colaborar con don Germán.
El Mop-Gate tampoco es una novedad: en la república parlamentaria se formó un sindicato de Obras Públicas, cuyo objetivo era postular a las concesiones fiscales; su directorio era elegido por la mayoría de los socios del aristocrático Club de la Unión. En 1920, fueron directores del Sindicato nada menos que el hermano de Arturo Alessandri, José Pedro y su rival, don Luis Barros Borgoño. No es extraño que, con tan poderosos padrinos, el sindicato ganara la concesión del ferrocarril de Arica- La Paz.
Al igual que el caso coimas, existieron escándalos de menor calado económico pero de más baja estofa. Producto de la crisis del salitre llegaron a Santiago miles de obreros cesantes, que no tenían donde alojarse y debían comer en ollas comunes. El gobierno de Alessandri construyó una serie de albergues para domiciliar a los obreros, cuyo director, Bernardo Gómez, era un seguidor de voto del presidente; un día, el ministro Tocornal inspeccionó los albergues contando a sus pensionados uno por uno y descubrió que sumaban mil seiscientos noventa y cuatro; la dirección cobraba al fisco por cuatro mil quinientos once albergados. Las cifras no cuadraban, dónde estaba la trampa? A su vez, la investigación permitió conocer una serie de boletas abultadas, que se entregaban a los proveedores.
La oligarquía plutocrática despreciaba el trabajo manual, tenía muy poco interés por la industria y el buen tono exigía no trabajar: para mantener el dispendioso tren e vida se hacía necesario especular en la bolsa de comercio. Un presidente, como Juan Luis Sanfuentes, era un verdadero genio de la especulación financiera. En 1904 se produjo, en Santiago, un verdadero éxito explosivo de la bolsa de comercio: se crearon una serie de compañías chilenas y bolivianas que no existían en la realidad. En pocas horas, los tenedores de estas acciones se convertían en millonarios. El escritor Luis Orrego Luco, en su novela La casa grande, pretende mostrar el auge y decadencia de la oligarquía que vive de la explotación. El personaje principal de la novela, Ángel Heredia, se convierte en millonario con unas acciones bolivianas falsas: en 1906 la burbuja explota y los nuevos millonarios devienen en miserables. El matrimonio de Ángel Heredia y Gabriela Sandoval se destruye producto de la vida ostentosa por sobre sus ingresos que ambos se permitían. Orrego Luco, al igual que Joaquín Edwards Bello con El Inútil, fueron despreciados por su clase social a causa de la pintura realista de la decadencia de la oligarquía. Julio Valdes Cange describe “ Al especulador audaz que saliendo mendicante para la región del caliche, vuelve millonario, porque supo embrollarle al Estado unas cuantas estacas salitreras, se cree digno de aplauso y consideración; y así piensa también los altos funcionarios, magistrados y miembros selectos de la sociedad de Santiago, que corren presurosos a sus banquetes y sus bailes a rendir parias al ídolo dinero ( cit por Gazmuri :146)
El asalto a la administración pública
Si bien los empleados públicos honestos ganaban, como en la actualidad, sueldos miserables, no faltaban los privilegiados que, generalmente, eran parientes de aristócratas o recomendados de senadores de diputados, o amigos de un caudillo de provincia. Los directores de Liceos, según Valdés Cange, eran abogados fracasados en el foro, o médicos incapaces de aplicar el bisturí. Los gobernadores obedecían siempre a una cuota política, en su mayoría eran liberales democráticos; los jueces eran nominados por el poder político, en su mayoría se aprovechaban del cargo para hacer negocios. Según el profesor Venegas, los tinterillos hacían su agosto en las provincias alejadas de Santiago, en especial Tarapacá y la Araucanía. Con mucha razón, Vicente Huidobro sostenía que la balanza de la justicia siempre se cargaba hacia el queso, y Luis Emilio Recabarren se espantaba con el pésimo trato de los magistrados respecto a los pobres ladrones de gallinas. Ya en ese tiempo se pagaban sobresueldos: según Valdés Cange, el arzobispo recibía un sobresueldo de cinco mil pesos para representación y mil quinientos para la casa. El inspector del Registro Civil disfrutaba de un sueldo de tres mil pesos y recibía para la casa y oficina la suma de cuatro mil pesos .El intendente de Antofagasta tiene 7.000 pesos de sueldo y 4 mil de gastos de representación El intendente de Santiago el mismo sueldo y 5,000 de representación(Valdés Cange, 1910:82-83).
Los jueces no experimentaban ningún asco en violentar la ley cuando se trataba de perseguir a los que llamaban los subversivos: el juez Astorquiza se ensañó con el estudiante y poeta Domingo Gómez Rojas, secretario del sindicato anarquista, IWW, quien enloqueció y murió en la casa de orates. Los estudiantes, enfurecidos, le enviaban al juez venal tarjetas de pésame, con el último poema escrito por el poeta Domingo Gómez Rojas. El juez terminó sus días abandonado por su avergonzada mujer y convertido en un servil juez dictatorial Luis Emilio Recabarren, que conoció las cárceles desde su interior por haber pasado por distintos presidios durante su lucha revolucionaria, las describe de la surgente manera: “El régimen carcelario es de lo peor que puede haber en este país. Yo creo no exagerar si afirmo que cada prisión es la “ escuela practica y profesional” más perfecta para el aprendizaje y progreso del estudio del crimen y del vicio ¡ Oh monstruosidad humana! ¡ todos los crímenes y todos los vicios se perfecciona en las prisiones, sin que haya quien pretenda evitar este desarrollo” ( cit por Gazmuri 2001 266). Los jueces , abogados y tinterillos vendían su conciencia al mejor postor, Valdés Cange, el profesor Venegas, los describe sin compasión: “El letrado sin pudor que compra conciencias públicamente para ganar un juicio injusto deja el hervidero de rábulas y perjuros para ir con la frente altiva a ocupar un sillón entre los representantes del pueblo; y no contento con ese honor, aspira, aun, a otro más elevado, y los partidos se confederan en su apoyo, y hombres eminentes orgullo de nuestro mundo político, recorriendo centenares de kilómetros, van a solicitar para él los sufragios populares” ( cit por Gazmuri 2001 ; 266).
Por cierto, a pesar la supeditación de la Corte Suprema al poder político, existieron en otros períodos jueces dignos, que resistieron al poder dictatorial: el presidente de la Corte Suprema, en 1927, don Javier Ángel Figueroa, se negó a aceptar el sometimiento de la corte de justicia a las órdenes del ministro del Interior, Carlos Ibáñez del Campo, que ya acumulaba la casi totalidad del poder. Para nada le sirvió a don Javier Ángel ser hermano del inútil presidente de la República, don Emiliano Figueroa: igual el Caballo Ibáñez, de una patada lo despidió de su cargo. A diferencia de los tribunales de la dictadura de Augusto Pinochet, algunos jueces honestos, como Horacio Hevia, acogieron los recursos de amparo presentados por los políticos, perseguidos por Ibáñez.
Por Rafael Luis Gumucio
El Ciudadano