Por Manuel Riesco
Chile puede mucho más. La relativa debilidad del capitalismo criollo es bien evidente comparada con otras economías emergentes. Su causa principal fue el aplastamiento del pueblo y el desmantelamiento de los grandes servicios públicos y del Estado en general, incluidos sus mecanismos de regulación de las finanzas y recursos naturales y promoción de la industria. Ello se originó en el golpe militar. Morigerado en algunos aspectos y acentuado en otros, se mantiene hasta hoy. Constituye su pecado original. Ha llegado el momento de superarlo mediante grandes cambios políticos democratizadores y un giro decidido en la estrategia de desarrollo.
LA DEBILIDAD RELATIVA DEL CAPITALISMO CHILENO
Para cualquiera que haya tenido el privilegio de visitar otras grandes ciudades emergentes la debilidad del capitalismo chileno le resulta bien evidente. Seamos precisos: Ciertamente no se trata de una apreciación absoluta y hay que mirar el asunto desde varios ángulos. Al menos, es preciso comparar el momento que viven en el curso de sus respectivas transiciones, sus trayectorias históricas y sus dimensiones absolutas. De este modo, sin embargo, la conclusión se reafirma en un grado preocupante.
Santiago es sin duda una de las dinámicas ciudades emergentes del momento presente. Cualquier visitante periódico y más todavía aquellos que son oriundos de acá, se asombran al comprobar como los distintos barrios de la capital se transforman por completo de un año para otro y a veces en el curso de pocos meses. La impresión es aún mayor a lo largo de las riberas del río desde la Estación Mapocho hasta la Dehesa y ciertamente sobre la cota mil, pero lo mismo puede apreciarse en menor medida en muchos barrios de sectores medios e incluso populares.
Posiblemente, algún turista curioso e interesado por estas cosas que visite Santiago hacia finales del siglo 21 comprobará que la mayor parte de las edificaciones, avenidas, plazas, parques y monumentos de la capital y otras ciudades de Chile datan de unas pocas décadas del final del siglo anterior y principios de éste. Se maravillará imaginando el dinamismo que vivirían por esos años. Es decir, ahora.
De algún modo, las espectaculares carreteras urbanas que se meten por todos lados y el Transantiago que ha hacinado a todos en el Metro, han tenido el inesperado efecto de revolver un poco sus segregados barrios. De este modo, se ha hecho un poco más visible la feísima, sacrificada, incómoda, inhóspita, violenta e insegura condición de pobreza y no pocas veces la miseria atroz en que viven los millones cuyas manos, duras y fuertes, están transformando la cara de la capital.
Todas las grandes ciudades modernas han vivido un momento similar. Es bien asombroso comprobar cuan recientemente, además. Londres, la pionera, alcanzó un millón de habitantes recién en 1800 y París fue la segunda en alcanzar esa cota en 1850. Eric Hobsbawm recuerda que en ese momento había en el mundo entero sólo 62 ciudades de más de cien mil habitantes, es decir, menos de la mitad de la población actual de Talca. Un tercio estaba en Inglaterra y solo siete en América, de las cuales tres se encontraban al sur del Río Grande. No más de nueve en todo el mundo superaban los quinientos mil, incluidas las mencionadas sin contar Talca. De las últimas solo una, Nueva York, se encontraba en territorio americano.
Londres adquirió su forma actual durante la primera mitad del siglo 19, en tiempos de la Regencia. El Paris de hoy surgió del genio del barón Haussman cincuenta años más tarde. El Ringstrasse de Viena y los Körut de Budapest, anillos engastados de magníficos y audaces palacios modernistas que reemplazaron los antiguos muros medioevales, se iniciaron un par de décadas después de las revoluciones de 1848 y estaban concluidos para el inicio de la Gran Guerra, en 1914. Otro tanto ocurrió en las principales capitales del viejo continente. La revolución industrial europea bullía en el trasfondo, reflejada en las caras tiznadas de humo de los niños obreros de Dickens y los miserables de Hugo. Era impulsada por los millones de «manos que perdió la agricultura,» como apodaban despectivamente en París a los inmigrantes recientes hasta bien entrado el siglo veinte.
Nueva York y Buenos Aires, las capitales mundiales de la gran emigración europea, se conformaron a fines del 19 y en las primeras décadas del 20. Los que allí llegaron eran casi todos pobres, las más de las veces campesinos ellos mismos o hijos de tales, que huian de la servidumbre, crisis, hambruna, pogromes y guerras que sucesivamente asolaron al viejo continente. Ambas superaron el millón de habitantes en 1900 y en las décadas siguientes experimentaron el espectacular estallido de desarrollo capitalista que pronto acompaña la conformación de estas gigantescas aglomeraciones de mano de obra liberada de sus ataduras seculares. Sin embargo, siguieron un curso bien diferente por razones puramente históricas. Mientras la gran urbe del norte venía de derrotar a los esclavistas sureños en la Guerra de Secesión, el primer foco de capitalismo latinoamericano tardaría todavía un siglo en zafarse y más o menos, del pesado lastre de las oligarquías agrarias del interior. Las diferencias están a la vista.
La segunda mitad del siglo 20 fue el tiempo de Asia Sur Oriental y el mundo presenció con asombro el surgimiento de los modernos Tokyo, Hong-Kong, Seúl y los demás tigres. Hoy el mundo se maravilla con el estallido de Shanghai, Shenzen, Beijing y Mumbay, entre otras. Las décadas que vienen con toda probabilidad quedarán atónitas ante la explosión moderna que ya se agita en las entrañas de la milenaria magnificencia de Estambul y Cairo, entre muchas otras mega ciudades del mundo emergente. La segunda mitad del siglo muy posiblemente será testigo asombrado del estallido moderno de Lagos y las otras grandes capitales del continente donde la gran aventura humana se inició hace millones de años y que sin embargo será al parecer el último en arribar a los tiempos modernos.
De este modo, en el breve lapso histórico de apenas tres siglos la humanidad entera habrá completado el mismo doloroso tránsito que Chile recorrió durante el que acaba de terminar. En un momento preciso a lo largo del mismo se produce el estallido de transformación frenética que Santiago viene experimentando desde hace dos o tres décadas. Sin embargo, ello ocurre solamente cuando se han creado previamente las condiciones iniciales. Solo se desata cuando se ha satisfecho la premisa esencial pero casi nunca explicitada del func¡onamiento de los mercados modernos: la existencia previa de una masa multitudinaria de trabajadores razonablemente educados y sanos, mayoritariamente urbanos y en cualquier caso liberados de las muchas servidumbres del campo tradicional. Ellos deben estar dispuestos y a la vez forzados a ser contratados por los capitalistas que surgen al unísono, inseparables unos de otros como el huevo de la gallina.
Pasado ese momento de explosivo crecimiento adolescente que les impone su sello moderno, las grandes ciudades experimentan muchas otras grandes transformaciones en un curso cíclico ascendente, graduales en su mayor parte pero a veces con episodios de horrorosa violencia destructiva. De este modo van acumulando una sobre otra las infinitas capas de creación y tragedia que dan forma al rostro maduro, hermoso y rico que exhiben hoy las grandes capitales europeas y las otras pocas que surgieron más tempranamente en distintas regiones del mundo. Así se ha venido globalizando el modo de producción capitalista, cuyas mercancías e ideas habían inundado el mundo entero desde el primer momento, pero cuya forma de vida y trabajo sólo se ha venido abriendo paso en dolorosas circunvoluciones, muchas veces inesperadas, a veces insólitas y siempre asombrosas, por todos los rincones y hasta los más recónditos confines del planeta.
Sólo hace muy poco se ha comprobado fehacientemente que las dimensiones de los fenómenos que acompañan dicha transición han venido multiplicándose sucesivamente de un orden de magnitud al que le sigue. De este modo, si el estallido transformador que dio forma a Londres y París surgió de la acumulación previa de aproximadamente un millón de habitantes, el de Nueva York se gestó sobre a lo menos tres, el de Tokyo sobre cerca de diez y el de Seúl sobre más de quince. Ciertamente, todas estas ciudades han continuado creciendo y mucho después de su «big bang» inicial, de modo que hoy día Londres y París tienen más de diez millones de habitantes y el conglomerado urbano que se extiende de modo continuo desde Nueva York hasta Filadelfia tiene más de veinte, al igual que Seúl. Tokyo ha alcanzado las dimensiones aún no superadas de treinta millones, siendo la aglomeración urbana más grande hasta el momento.
Sin embargo, el estallido capitalista de las grandes ciudades emergentes de hoy se está produciendo sobre una masa urbana que se aproxima a los veinte millones de habitantes cada una y nadie sabe cuanto más van a crecer todavía. A nadie le caben muchas dudas que el cenit histórico del poderío capitalista se apreciará en sus miles de modernísimos rascacielos desde cuyas cúpulas se perdería la vista a lo largo de sus amplias avenidas, si no fuera porque el smog no deja ver mucho más allá que los edificios circundantes en un día claro. Sobre el pavimento de algunas de sus calles se alinean disciplinadamente para dormir no pocos de los inmigrantes recientes llegados desde el campo, los que en el caso de China son legalmente reconocidos como tales y suman ya 140 millones, más que la fuerza de trabao estadounidense completa. Sus manos pierden cada año centenares de miles de dedos cercenados por las máquinas que sin descansar ni de día ni de noche mueven el milagro que maravilla al mundo.
De este modo, el dinámico desarrollo capitalista por el que atraviesa Santiago, el que por cierto se manifiesta asimismo en otras ciudades del país y también en el campo, no constituye en verdad novedad ninguna. No se trata sino de un momento que ya vivieron antes otras ciudades y regiones en los dos siglos que recién pasaron y que se vive hoy en muchas otras partes alrededor del mundo emergente. Hoy se tiene la certeza que a cada una le llegará su momento, más tarde o más temprano y a todas las restantes en el curso de los próximos cincuenta años o poco más. Ésta es la gran lección histórica de los sucesos de 1989, ni más ni menos. Sus adversarios se refocilaron al principio con la idea que había derrotado al comunismo, para venir a caer en cuenta sólo años más tarde que éste era todavía un fantasma. En su lugar, aparecieron agresivos competidores capitalistas bien reales, de dimensiones inmensas y en la plenitud de su vigor juvenil.
Por las mismas razones, la comparación de una ciudad con otra, de un capitalismo con otro, solo tiene sentido en la medida que se consideran los momentos y las dimensiones correspondientes. No significa nada, por ejemplo, comparar Santiago con Lima en el momento presente, excepto para los estúpidos burgueses engreídos que pavonean ridículamente el modesto nuevo riquismo chileno por algunas capitales más atrasadas de América del Sur. Cuando llegue a Lima el momento de su propio estallido moderno, con toda probabilidad el mismo resultará muchísimo más asombroso y rico que el que ha experimentado Santiago. El mismo ya empieza a insinuarse, como bien saben los capitalistas chilenos que desde durante los últimos años la vienen eligiendo como su destino favorito de inversión extranjera directa.
Esta es una predicción bien a la segura puesto que siempre ha sido así en el pasado. Las ventajas del Perú no radican sólo en sus dimensiones, las que duplican las de su arrogante vecino del sur, sino en las trayectorias históricas de ambos, las que se diferencian de un modo asombroso. No es por casualidad que las regiones andinas de América hayan sido a lo largo de milenios la sede de grandes imperios y señoríos, mientras Chile no pasó nunca de la categoría de modesta provincia de frontera.
Así lo atestigua la magnificencia de sus monumentos de todas las épocas anteriores, desde Theotihuacán a Cuzco y Machu-Pichu, pasando por las inmensas y riquísimas catedrales coloniales y hasta las impresionantes mansiones de los latifundistas decimonónicos cuya riqueza deslumbrante están descubriendo ahora las revistas de decoración de los diarios chilenos. A su lado, las casonas de las antiguas haciendas de acá más parecen la del mayordomo. Sus diferencias quedan bien reflejada en el chiste de la empleada doméstica peruana que no puede encontrarse con su pariente recién llegada, a la que ha citado en las puertas de la Catedral que ocupa todo un costado de la Plaza de Armas de Santiago. «Encontré la plaza pero no pude dar con la Catedral,» le explica más tarde la que viene de Lima.
Posiblemente por la misma razón que las cosas que funcionan mejor tienden a perdurar más allá de lo debido, a veces la transiciones resultan más tardías en las capitales imperiales que en las provincias. Tardan pero llegan y cuando lo hacen reflejan toda la riqueza que dio brillo a sus esplendores pasados. Aquellos se originaron siempre en poblaciones muy numerosas instaladas en campos fértiles que generaron los excedentes cuantiosos que permitieron mantener constructores de pirámides y escribientes de jeroglíficos, aparte de militares, burócratas, sacerdotes, cortes y emperadores. En el capitalismo, en cambio, la productividad bien poco tiene que ver con la riqueza agrícola. Ahora depende principalmente de la calificación de la fuerza de trabajo, además de su número como en todas las épocas pasadas. Ambos factores, sin embargo, tienen mucho que ver con su historia.
En efecto, el complejo tejido social propio de las regiones cuyos habitantes han residido allí mismo a lo largo de milenios presenta ventajas importantes a la hora de establecer relaciones mercantiles modernas. Así lo demuestran la temprana emergencia y potencia del capitalismo europeo. Como argumentan Eric Hobsbawm y Perry Anderson, el tejido familiar y social milenario juega un papel muy significativo en la conformación de las redes de confianza que resultan indispensables o al menos facilitan mucho los negocios. Ciertamente no se trata de ventajas absolutas, como bien lo comprueba la potencia del capitalismo estadounidense surgido sobre un amplio espacio de colonización tardía que nunca antes conoció señorío ni imperio alguno. Otro tanto demuestran las demás así llamadas «colonias blancas» que se desarrollaron durante el siglo 20. Sin embargo, incluso en los propios EE.UU. existen amplias evidencias de ello en la importancia de las antiguas familias de colonos arribados el siglo 17 a los estados del Noreste y en los sucesivos barrios de inmigrantes del siglo 20, donde el capitalismo floreció sobre las viejas relaciones familiares que trajeron consigo.
Por otra parte, el simple número de habitantes concentrados en las fértiles tierras que albergaron los antiguos imperios representa una ventaja inapreciable al momento de estallar allí el desarrollo capitalista. La suma de ambas ventajas está quedando en evidencia en la inmensa potencia del emergente capitalismo chino e indio. Ello no debe perderse de vista al proyectar la potencia del capitalismo cuando emerja en plenitud en las regiones que albergaron los antiguos imperios americanos.
Algo se evidencia ya en la moderna México, que con sus más de veinte millones de habitantes no sólo es una de las ciudades más grandes del mundo. Es asimismo la incubadora donde está alcanzando su adolescencia una de las manifestaciones más complejas y potentes del capitalismo emergente, cuya riqueza se expresa en la acuciosa laboriosidad de sus obreros, la bien notable calificación de sus profesionales y la calidad de sus complejos productos industriales, pero asimismo en la exquisita elaboración de su arquitectura, literatura, arte y cocina, entre muchas otras manifestaciones. Precisamente porque se sostienen sobre la doble calidad de un tejido social y cultural de complejidad milenaria y poblaciones muy numerosas, en el curso de este siglo posiblemente llegará a situarse junto a las viejas capitales de los imperios milenarios del Mediterráneo y Asia como la máximas expresiones de esta época. Vienen picando de atrasito y muy posiblemente se alzarán de nuevo en gloria y majestad como cuando dominaron en el pasado.
Chile no posee ninguna de estas ventajas, a no dudarlo. Su territorio yermo no albergó nunca en el pasado una población numerosa y menos fue capaz de generar excedentes sobre los cuales se construyeran grandes palacios, templos, estados o culturas. Ello facilitó su colonización por campesinos pobres llegados de España en el curso del siglo 16. Los que prosperaron se convirtieron en pequeños señores de cepo y cuchillo. La encomienda de Irarrázabal en el Elqui, que fue al parecer la más grande de Chile, contaba poco más de 200 indios en el tiempo que la mayor del Perú tenía diez mil.
Quizás por lo mismo, sin embargo, conformaron un tejido más tupido. Tras la independencia establecieron tempranamente un estado centralizado y quizás por lo mismo singularmente democrático. De este modo lograron derrotar sucesivamente y expandir su territorio a costa de los mucho más poderosos señoríos del rico vecino del norte, los que en cambio se trenzaban constantemente en luchas intestinas a la usanza de los feudos medioevales. Como bien dice Jocelyn-Holt, de esa matriz se conformó la elite chilena hasta el día de hoy, mostrando la flexibilidad necesaria para ir absorbiendo sucesivamente a todos aquellos que, aunque llegados más tarde, que se enriquecieron como mercaderes y financistas y ya en el siglo 20 como industriales. Resultaban excelentes yernos y nueras puesto que ciertamente les iba mucho mejor que a ellos, que continuaron amarrados al primitivismo del latifundio hasta la segunda mitad del siglo 20.
Esclavos africanos acá no llegaron nunca, como si fueron en cambio decisivos en otros países de América, particularmente Cuba y especialmente Brasil que fue el destino de más del 40% de todos aquellos exportados desde África a lo largo de cinco siglos. Los inmigrantes tardíos fueron asimismo poquísimos en Chile. En su peak a principios del siglo 20 alcanzaban apenas a un 6% de la población total, al tiempo que en Argentina incrementaban ésta en un tercio ¡cada año! Sin embargo, fueron decisivos en la conformación de la elite intelectual progresista y la burguesía industrial chilena. La masa del pueblo se conformó en lo fundamental a partir del mestizaje de los colonos más pobres con la relativamente escasa población indígena local, la cual solo en la región de la frontera al sur, conquistada recién a fines del siglo 19, ha logrado mantener su identidad de modo significativo.
Parafraseando a Churchill, los chilenos somos gente modesta con muchas y muy buenas razones para ello. Historias en alguna medida similares se conocen en otros pocos países que se establecieron asimismo sobre los enjutos márgenes de los antiguos imperios americanos. Sin embargo, quizás es Sudáfrica el país que más se parece a Chile desde este punto de vista. También allí se conformó una elite a partir de colonos pobres llegados desde Holanda en el siglo 16, la que de una u otra manera logró mantener su dominio del país hasta fines del siglo 20. El sistema del Apartheid impuesto por ellos era más visible e impresentable puesto que se determinaba por el color de la piel. Sin embargo, en los hechos no era mucho peor que la brutal y estricta segregación entre la elite y la masa del pueblo que Chile ha vivido lo largo de la mayor parte de cinco siglos. Todavía hoy, como ha demostrado una investigación reciente, los hijos más porros de las viejas familias de colonos logran ingresos y posiciones mucho más elevadas que el grupo más aplicado de los que no guardan relación de parentesco con aquellas.
Sudáfrica, sin embargo, la repudió oficialmente hace dos décadas y desde entonces se ha propuesto el objetivo nacional de superarla. Seguramente el camino para ello no será ni fácil ni corto. Cualquiera que visite hoy esa tierra percibe aún por todos lados resabios chocantes de esa era infame. Sin embargo, lo han iniciado con el consenso de toda la sociedad, que en todas sus capas ha comprendido finalmente que ello resulta indispensable para enfrentar los desafíos del desarrollo moderno. En cambio Chile, ensoberbecido por su modesto y deformado momento de emergencia capitalista, todavía está muy lejos siquiera de reconocerlo. Convencidos que están «haciendo las cosas bien» como majaderean patéticamente, no se dan ni cuenta que su nivel de segregación social, aunque menos evidente, puede resultar tan freak como el Apartheid en sus postrimerías.
EL RUGIDO DE LOS TIGRES Y EL ORIGEN DE SU FUERZA
Las consecuencias de las debilidades anteriores del capitalismo chileno quedan en evidencia cuando se compara su tan promovido estrellato reciente con la abrumadora potencia de otras economías emergentes en la actualidad. En Seul, Shanghai o Beijing, como en muchas otras grandes ciudades del mundo en desarrollo, lo primero que llama la atención, desde luego, es su gigantesco poderío económico.
Nunca antes la historia conoció tan «inmenso arsenal de mercancías,» como Marx define la riqueza capitalista en la primera frase de El Capital. Desbordan los pequeños locales comerciales y se desparraman a las veredas de sus calles, todavía estrechas en muchos casos y a veces sólo angostos pasajes. Una cuadra entera de motosierras, la siguiente con todo tipo de ampolletas y luminarias, luego otra con productos de imprenta, más allá cuadras y cuadras repletas de textiles y calzado. Teléfonos móviles, relojes, cámaras, videojuegos, computadoras y todo tipo de los más modernos ingenios electrónicos se exhiben en cubículos en enormes espacios cerrados que pueden cubrir manzanas enteras sin divisiones estructurales, superpuestos unos sobre otros en gigantescos «mall» como no se conocen en occidente. Así de un cuanto hay.
Todas esas mercancías son producidas por su industria nacional, aparte de inmensos buques, turbinas, trenes, aviones, camiones, automóviles, motos y todo tipo de carricoches, además de fusiles, tanques y cohetes, entre otras menudencias. Se benefician de una mano de obra extraordinariamente calificada, joven, sana y laboriosa, con millones de técnicos especializados y decenas de miles de científicos de categoría internacional. Su nivel educacional es el más alto del mundo, aún mejor que el de los EE.UU. e incluso que varios países de la vieja Europa, y comparable al de Japón. Todos ellos han logrado hace décadas eliminar el analfabetismo y alcanzar cobertura completa en educación básica y media. Sin embargo, lo más destacado es la calidad de su educación superior, cuya cobertura en el caso de Corea, por ejemplo, alcanza al 98% del tramo de edad correspondiente y es capaz de graduar mucho más ingenieros por año en China o India que en los EE.UU. o Europa.
La salud de la población es muy buena según todos los estándares internacionales. Las jornadas laborales son extensas, intensas y agotadoras en todas las ciudades de Asia emergente y es muy común ver muchos trabajadores durmiendo en los metros y buses de ida o vuelta del trabajo, al tiempo que muchos otros van estudiando o leyendo. Sin embargo, los sistemas de transporte públicos son extraordinariamente buenos, modernos, cómodo y seguros. Las viviendas de los obreros son buenas en Corea pero todavía muy precarias en China, donde algunos duermen sencillamente en la calle como se ha dicho. Sin embargo, se puede recorrer sin temor cualquier barrio de la ciudad puesto que en ninguna parte se aprecia delincuencia y violencia callejera, asunto que se reserva al mundo de las mafias y los grandes empresarios.
Los salarios son bajos por lo general, pero han crecido constantemente y muy rápido. En el caso de Corea y los otros llamados «tigres» de fines del siglo 20, ya no andan muy lejos en promedio de los japoneses y estadounidenses. En esos países la urbanización se ha completado en lo fundamental, en cambio, los campesinos aún constituyen la gran masa de la población en China e India y su nivel de vida es muy modesto. Sin embargo, al menos en China comparativamente no lo pasan nada mal y sus ingresos han venido experimentado un rápido y constante incremento, en parte por las remesas de famliares emigrados a las ciudades. Por este motivo, sin embargo, el PIB per cápita de China e India está todavía en el grupo más bajo a nivel mundial.
Lo más impactante, sin embargo, es que en Asia sur oriental y China, al igual que en Japón, no se ve pobreza por ningún lado. Los bolsones de miseria como se conocen en todo occidente y especialmente en Chile, son al parecer inexistentes. Ello obedece al hecho bien notable que la distribución del ingreso de esos países se encuentra entre las mejores del mundo. En el caso de Corea y los tigres ello se ha logrado mantener a través de toda su transición moderna. Incluso en China, donde se ha deteriorado de modo significativo en las décadas recientes, todavía se encuentra en niveles mejores a los de cualquier país de América Latina a excepción de Uruguay y Costa Rica.
En el caso de los países asiáticos referidos, ello tiene un origen reconocido por todos: la Reforma Agraria. En efecto, en todos ellos la vieja nobleza apoyó de una u otra manera al militarismo japonés durante la primera mitad del siglo 20 y por lo mismo fue barrida completamente al fin de la Segunda Guerra Mundial, incluido Japón mismo. En todas partes se realizó una profunda reforma agraria, la que fue impulsada en todas partes por revolucionarios comunistas pero asimismo por los victoriosos ocupantes estadounidenses. A consecuencia de ello el punto de partida en todos esos países fue una amplia masa de campesinos con tierra que al migrar a las ciudades años más tarde mantuvieron una sociedad notablemente igualitaria.
Adicionalmente, en todos esos países se conformaron Estados fuertes que bajo signos ideológicos muy distintos han venido conduciendo con mano firme el desarrollo moderno en cada una de sus fases. Las coaliciones gobernantes, en las cuales la poderosa burocracia siempre jugó un papel determinante, jamás incurrieron en el error imperdonable de desmantelar las instituciones estatales. Muy por el contrario, incluso cuando en el momento oportuno decidieron generar desde arriba las condiciones para un vigoroso desarrollo de los mercados y la empresa privada, lo hicieron aumentando simultáneamente el papel del Estado. La agricultura y la industria contaron en todo momento con fuerte apoyo, protección y estímulo del Estado desarrollista, el cual en todas partes construyó además por si mismo una potente infraestructura de energía, transportes, telecomunicaciones, e industrias básicas.
Muy especialmente, el Estado fue el en todas partes el responsable de asegurar la nutrición, salud, educación, vivienda, transporte público y seguridad de toda la población, más o menos por igual. Cuando la inmigración campesina adquirió dimensiones de avalancha y llegó su momento al estallido del mercado, el Estado aumentó paralelamente su intervención social. Los tigres asiáticos venían subiendo su nivel de gasto público social de modo consistente, sin embargo, hacia fines del siglo pasado todavía destinaban a este propósito aproximadamente un quinto del PIB, un nivel parecido a los mejores países de Latinoamérica a este respecto. Sin embargo, a raíz de la crisis Asiática reforzaron sus instituciones de bienestar, especialmente destinando varios puntos porcentuales del PIB a un importante subsidio de cesantía que garantizó la continuidad de ingresos a quiénes perdieron su empleo. Aumentaron fuertemente su gasto social, lo cual además de ayudarles a salir de la crisis, les ha permitido converger rápidamente en este aspecto hacia el nivel de los países desarrollados, todos los cuales destinan más de un tercio del PIB a este objeto. El gasto social en Chile anda actualmente en el orden de un séptimo del PIB, parecido al promedio de AL.
Cabe hacer mención que China actualmente ha resuelto hacer exactamente lo mismo para enfrentar la crisis mundial en curso. Parte significativa del paquete de estímulo fiscal de más de medio billón (millones de millones) de dólares aplicado por el gobierno de ese país será destinado a elevar sustancialmente su gasto público social, que actualmente es del orden 9% del PIB.
El mundo emergente actual no se reduce a Asia oriental, ni mucho menos. Entre muchos otros, también forman parte del mismo los países ex-socialistas de Europa. En la mayor parte de ellos, el Estado jugó a lo largo del siglo 20 el mismo papel que en el resto del mundo subdesarrollado. Es decir, llevó el progreso económico y social a regiones que permanecían, cual más cual menos, muy atrasadas en ambos aspectos. En todos ellos se realizaron profundas reformas agrarias, se liquidó a la nobleza y las diferentes capas sociales se «revolvieron» masivamente, como dicen ellos mismos. Se dio salud, educación y vivienda de buena calidad a toda la población más o menos por parejo, acompañándola en su masivo proceso de urbanización, el que en los más importantes se ha completado en lo fundamental. La distribución del ingreso que resultó de todo ello se cuenta entre las mejores del mundo en todos ellos. Adicionalmente, como en los otros casos, el Estado construyó por si mismo la infraestructura económica e industrial, la cual en estos países logró niveles muy elevados especialmente en algunas ramas como la nuclear, defensa y aeroespacial, entre otras.
Las transiciones del desarrollismo socialista a economías de mercado resultaron ciertamente mucho más traumáticas en Europa del Este que en Asia. El caso extremo fue Yugoeslavia, país que fue infectado por el virus del fascismo como dice Haris Silajdžić, Presidente de Bosnia y se desintegró en una horrenda guerra fraticida de la cual está aún lejos de recuperarse. Varios países que conformaban la ex URSS se encuentran asimismo en situaciones inestables en extremo. En todas partes la privatización fue muy apresurada y bastante corrupto y las instituciones estatales sufrieron un deterioro significativo. Todo ello bajo la presión del Fondo Monetrio Internacional, el Banco Mundial y el resto de las llamadas «Instituciones de Bretton Woods (IBW),» con una amplia influencia del pensamiento Neoliberal, incluidos algunos «expertos» chilenos. Ciertamente influyó de modo muy negativo la pretensión de las potencias occidentales de alterar decisivamente en su favor el equilibrio tradicional que habían mantenido con Rusia. Como dice Hobsbawm, éste había conformado una de las ecuaciones de poder esenciales en Europa lo largo de más de dos siglos y su ruptura transitoria ha sido el aspecto más peligroso de los sucesos posteriores a 1989.
Como resultado, hacia mediados de los años 1990 sus economías se habían contraído en alrededor de un quinto en la mayoría de los casos y hasta un 40% en el caso de Rusia y todavía más en la ex-Yugoeslavia. La generalidad de ellos solo a principios de los años 2000 lograron recuperar el nivel económico que habían alcanzado una década antes, lo cual Rusia vino a conseguir sólo el 2006. Sin embargo, al cabo de veinte años de iniciada la transición, el grueso de los países que conformaban el campo socialista aparecen hoy avanzando de modo bastante dinámico por el camino del desarrollo capitalista emergente. Por lo general, casi todos ellos han mantenido en pie de uno u otro modo las grandes conquistas del período socialista. La infraestructura económica y muy especialmente social heredada de aquel les han permitido mantener una importante capacidad industrial y excelentes sistemas públicos gratuitos de educación y salud, entre otros. Asimismo, mantienen una distribución del ingreso que a pesar de haber empeorado sigue estando al nivel de las mejores del mundo.
En todos ellos, al igual que en Asia, se ha destinado en todo momento una atención muy importante a la educación superior, estableciéndose grandes sistemas de universidades públicas. De este modo aseguraron el sustento y condiciones de trabajo a una amplia capa de intelectuales y científicos de alto nivel, al mismo tiempo que las condiciones para proporcionar educación superior a la gran mayoría de las generaciones jóvenes. Es exactamente lo mismo que han venido haciendo de uno u otro modo todos los países desarrollados sin ninguna excepción. Por este motivo en todos ellos así como en los emergentes de Asia y Europa, más del 90% de los alumnos estudian en universidades y otras instituciones de educación superior públicas y gratuitas, las que desde luego son financiadas por el Estado en más de un 90%. Esto lo tienen hoy incluso todos los países de América Latina con una triste excepción: Chile, que después del golpe intervino y desmanteló su sistema de universidades públicas y todavía no las recupera y ni siquiera se plantea el objetivo de hacerlo.
Bajo formas diferentes, todos los países ex-socialistas están atravesando el momento de estallido de mercado tras completar su urbanización conducida por el desarrollismo estatal. Éste no se diferencia demasiado del que viven otras economías en transición que atraviesan un momento similar alrededor de todo el mundo. Sin embargo, todos los países revisados presentan ventajas que el capitalismo chileno no ha tenido nunca o ha perdido.
Todos ellos cuentan con poblaciones milenarias que constituyen una base segura de relaciones sociales resistentes y complejas, sobre las cuales se pueden asentar con firmeza un desarrollo económico y cultural de gran riqueza. Todos cuentan con estados poderosos que no han desmantelado sino muy por el contrario, los han hecho crecer armónicamente junto con su economía. La mayor parte de ellos han establecido de uno u otro modo espacios soberanos grandes, en algunos casos porque los países mismos cuentan con poblaciones muy numerosas y en otros casos se han integrado decididamente en espacios de soberanía compartida, que en uno y otro caso les aseguran la conformación de mercados con las dimensiones requeridas para competir en el siglo 21.
Finalmente y lo más importante, todos ellos cuentan con la condición básica tanto del estallido emergente como del posterior desarrollo capitalista estable, rico y poderoso: una gran fuerza de trabajo de muy elevada calificación y buen estándar de vida, firmemente integrada en el seno de una sociedad constituida de modo más o menos equilibrado, lo cual se refleja en una muy buena distribución del ingreso.
LA PRINCIPAL CAUSA DE LA DEBILIDAD RELATIVA DEL CAPITALISMO CHILENO
Chile ciertamente no cuenta hoy con ninguna de estas ventajes decisivas. Sin embargo, ello no siempre fue así, al menos en los aspectos más relevantes. El 11 de septiembre de 1924 un movimiento militar progresista definió el derrotero de nuestro Estado Desarrollista: traer al atrasado Chile de entonces el progreso económico y social del que ya gozaban las regiones pioneras. Con posterioridad a la Gran Crisis que trastocó la economía y la sociedad por completo, ese ideario fue seguido por sucesivos gobiernos conformados por todas las alianzas posibles de corrientes políticas democráticas a lo largo de exactamente medio siglo. Fueron empujados por la ascendente presencia del pueblo en política, en un par de ocasiones desde dentro y siempre desde abajo. No todos fueron iguales, ni mucho menos. Sin embargo, cual más cual menos, ellos aplicaron el modelo desarrollista de modo singularmente consistente. El período culminó con las avanzadas reformas del gobierno de Eduardo Frei Montalva y la revolución hecha y derecha encabezada por el gobierno del Presidente Salvador Allende.
Ellos coronaron un período de realizaciones bastante sorprendentes en los ámbitos paralelos de su programa progresista. Así lo ha comprobado el estudio de CENDA «Resultados de las Estrategias del Estado a lo largo de un Siglo,» basado en cifras históricas compiladas por un equipo de la Universidad Católica encabezado por Rolf Lüders. En primer lugar lograron la verdadera proeza de absorber el grueso de la masiva inmigración campesina. Entre el peak económico de 1929 y el de 1971, mientras la población del país se duplicó, los habitantes de las ciudades se triplicaron y los de Santiago se cuadruplicaron.
El Estado construyó los grandes sistemas nacionales de electricidad, telecomunicaciones y transporte carretero, y todas las industrias básicas desde el acero al azúcar y la informática. El Producto Interno Bruto (PIB) se multiplicó poco menos de cuatro veces, principalmente debido al enorme incremento de la productividad de los campesinos que se transformaban en masa en obreros urbanos. El salario real promedio se multiplicó tres y media veces y el ingreso de los trabajadores en su conjunto – calculado como el aumento del salario multiplicado por el incremento de la fuerza de trabajo – se multiplicó por siete. Es decir, la participación de los trabajadores en el PIB casi se duplicó en el curso del período desarrollista. Consecuentemente, la distribución del ingreso mejoró extraordinariamente.
El Estado construyó los grandes sistemas nacionales de educación, salud, previsión, aparte de realizar extraordinarios avances en vivienda y obras sanitarias. El gasto público social se multiplicó 23 veces, en salud más de 30 veces y en educación 17 veces, al tiempo que los alumnos matriculados en educación básica se multiplicaron cuatro veces, los de educación media casi ocho veces y los universitarios cerca de 22 veces – sólo en el curso de la reforma iniciada en 1967 y hasta 1973 la matrícula universitaria se duplicó. Al finalizar el período desarrollista el analfabetismo había sido erradicado y 30 de cada 100 chilenos de todas las edades estaban matriculados en el sistema nacional de educación pública en todos sus niveles. Al mismo tiempo, todas las madres eran atendidas en el parto y todos los niños recibían medio litro de leche al día en el sistema público nacional de salud (ver CENDA «Resultados de las estrategias del Estado a lo largo de un Siglo: Cuadros Anexos).
En brevísimo tiempo y de modo absolutamente legal y singularmente pacífico la Reforma Agraria erradicó el latifundio. La Nacionalización de las Riquezas Básicas, aprobada por la unanimidad del Congreso Nacional, recuperó plenamente la renta del cobre y todos los recursos naturales.
Del mismo modo, los gobiernos desarrollistas fueron decididos impulsores de la integración Latinoamericana, especialmente los de Frei Montalva y Allende. Lideraron avances extraordinarios en este ámbito, algunos de los cuales todavía subsisten aunque Chile se marginó de ellos desde los primeros momentos posteriores al golpe y todavia está muy lejos de reintegrarse plenamente. Muy por el contrario, la poítica exterior oficial continúa privilegiando la apertura indiscriminada en base a tratados libre comercio firmados a matacaballo con cualquiera que se ponga por delante.
Quizás más importante que todo lo anterior, a principios de los años setenta el secular Apartheid chileno se encontraba trizado por todos lados. El pueblo estaba «In.» Irrumpía en todos los ámbitos del quehacer nacional, desde la cultura y las universidades hasta el seno de los barrios más exclusivos, contaba con una gran bancada parlamentaria, presencia en el gabinete ministerial y hasta en la gerencia y directorios de las mayores empresas. Las ideas democráticas, progresistas y revolucionarias y las concepciones económicas desarrollistas dominaban sin contrapeso.
El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 quebró violentamente el curso ascendente que venía siguiendo la sociedad y el Estado a lo largo de medio siglo. ¿Que hubiese pasado si la historia hubiera determinado un destino diferente? Es una pregunta que no tiene sentido puesto que los sucesos ocurrieron de la manera que se conocen. Las cosas fueron como fueron y no hay vuelta que darle. Se puede demostrar, en cambio, que el extremismo revanchista del modelo impuesto en las secuelas del golpe significó un retraso severo en el progreso del país y un deterioro brutal en la situación general del pueblo que todavía no se logra superar.
EL «CONSENSO DE WASHINGTON»
Al estudiar el período que sigue, es indispensable despejar primeramente el significado de las tan cacareadas medidas favorables al funcionamiento de los mercados aplicadas por la dictadura y que fueron conocidas más tarde como el «Consenso de Washington.» Esta última constituye la segunda gran estrategia de desarrollo que adoptaron todos los países que conformaron el mundo subdesarrollado del siglo 20. En sus postrimerías sucedió al desarrollismo estatal en estas regiones alrededor del mundo. Lo que resultó más sorprendente es que ello ocurrió también en casi todos los países que antes conformaron el campo socialista. Se develó de este modo que el régimen que todos veían como sucesor del capitalismo no fue en realidad sino una forma más de las muchas que existieron, posiblemente la más avanzada y progresista, del desarrollismo estatal del siglo pasado.
Como estrategia teórica, el «Consenso de Washington» no es más que un breve listado de reglas simples y más bien obvias para facilitar el desarrollo de los mercados en un marco de apertura al comercio y especialmente la inversión extranjera. No hay en ellas nada que de hecho no vengan aplicando de un modo u otro los países capitalistas avanzados desde hace dos siglos. El problema es que así formuladas constituyen un listado unilateral, puesto que no consideran la otra cara de la moneda: el escudo nacional. Es decir, el fuerte desarrollo del Estado y sus políticas económicas y sociales que en aquellos vino acompañando la conformación de los mercados desde sus mismos inicios, de modo tan inseparable como los socorridos gallina y huevo.
Sin embargo, al igual que hubo muchas manifestaciones diferentes de desarrollismo estatal desde las dictaduras conservadoras de Brasil y Corea hasta el Comunismo Soviético, la estrategia que le sucedió presentó asimismo muchos rostros diferentes. Sus extremos probablemente fueron la dictadura de Pinochet por un lado y la transición china en el polo opuesto. Algunas de sus formas fueron bien horrendas y ninguna demasiado atractiva. Sin embargo, a decir verdad, igual cosa puede afirmarse de sus predecesores desarrollistas. No es extraño que así sea, por lo demás. Rara vez resultan gratas a la vista las diferentes etapas de la construcción de un gran edificio.
La pregunta relevante al respecto es ¿porqué hacia fines del siglo el desarrollismo estatal, incluso sus manifestaciones absolutas por así denominarlas, fue reemplazado en casi todo el mundo subdesarrollado por el llamado «Consenso de Washington»? La misma tiene un corolario que ayuda a responderla: ¿Porqué los mismos países adoptaron previamente todos ellos la estrategia del desarrollismo estatal?
Las respuestas en boga a la primera pregunta parecen todas insuficientes y están basadas en hechos distorsionados las más de las veces. La caída del desarrollismo en todas sus formas fue precedida de una gigantesca operación de propaganda que demonizó sus fundamentos, la que se ha mantenido a lo largo de varias décadas y solo ahora empieza a despejarse a medida que los supuestos del modelo que se impuso en su reemplazo se derrumban en un inmenso cataclismo global.
Se habla por ejemplo de su supuesto agotamiento económico, sin embargo, al contrario de lo que se piensa, las cifras muestran que el desarrollismo exhibió tasas de crecimiento iguales o superiores a aquellas logradas por la estrategia que le sucedió y que las mismas por general alcanzaron sus máximos poco antes de su reemplazo. Se afirma que el Estado alcanzaba un tamaño e ingerencia exagerados, sin embargo, en la generalidad de los modelos desarrollistas ambos fueron muy modestos comparados con cualquier país desarrollado. Incluso en los países socialistas y hasta en la ex- URSS, el Estado aparecía grande y omnipresente no tanto debido a sus dimensiones absolutas, las que en todas partes fueron más que modestas, sino más bien a la inexistencia de un sector privado.
Otros hacen gárgaras con lo que descalifican con asco como el «populismo» de los estados desarrollistas, es decir, su tendencia a resolver los problemas más angustiosos de la población a veces con cargo al déficit fiscal. Sin embargo, los peores ejemplos de dispendios irresponsables, aquellos que condujeron a desbocados episodios de hiperinflación, tuvieron lugar bajo ministros ultraliberales como Cavallo en Argentina, los que no dudaron en generar inmensos déficit fiscales cubiertos con emisión para resolver los angustiosos problemas ¡de los banqueros!
Por otra parte, se acusa al desarrollismo de ser contrario al libre comercio, cuando la verdad es que protegieron a sus economías del desastre exportador y la guerra comercial impulsada por las grandes potencias con posterioridad a la Gran Crisis. Al mismo tiempo, sin embargo, impulsaron las exportaciones y el comercio exterior todo lo que pudieron, con resultados espectaculares en muchos países como Japón y los tigres de Asia Sur oriental, que no dejaron de ser por ello desarrollistas a más no poder.
Últimamente, cuando algunos partidarios abiertos o solapados del modelo vigente son confrontados con la irrefutable evidencia de los bien espectaculares logros del desarrollismo en su doble tarea de progreso económico y social, intentan descalificarla diciendo que no son sino añoranzas de un pasado que siempre parece que fue mejor de lo que fue. Argumentan que entonces buena parte de la población estaba todavía sometida a la ignorancia y brutalidad de la vida campesina o vivía en las «callampas» de los inmigrantes recién llegados, que la cobertura en educación media y superior era mucho menor que ahora y muy pocos pobres llegaban a la universidad aunque la misma fuese gratuita.
Aparte que su descalificación no es más que un lugar común bastante vulgar, no dicen que pocas décadas antes la abrumadora mayoría de la población eran campesinos sometidos a una condición de ignorancia absoluta y sus índices sanitarios eran los peores del mundo según las estadísticas esgrimidas por los inspiradores del desarrollismo. Tampoco recuerdan que las intituciones del Estado moderno no existían y el país no exhibía ninguno de los progresos modernos al tiempo que la política nacional era dominada sin contrapeso por los latifundistas. Menos reconocen que fue precisamente la acción del Estado la que con una eficacia bien notable en corto tiempo avanzó un enorme trecho en la superación del atraso secular. Ocultan que el golpe militar frenó en seco ese camino ascendente de progreso económico y social, desmanteló buena parte de los construido y retrotrajo brutalmente los avances sociales y democráticos.
Otra explicación de la caída del desarrollismo atribuye el fenómeno al hecho bien real de la hegemonía lograda por el pensamiento neoliberal en los centros principales del capitalismo desarrollado, que luego hicieron todo lo posible por imponerlo en todo el mundo mediante la acción concertada del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y sus adláteres. En efecto, el raído ataúd donde yacía el Neoliberalismo muerto viviente desde la Gran Depresión, fue desenterrado y abierto por los banqueros cuando lograron apoderarse del volante en las alturas de comando de la economía mundial hacia los años 1980. Las deformaciones del pensamiento de ambos coinciden en su ideal de un mundo sin Estados ni fronteras que entraben la especulación financiera, así como en su actitud despectiva y despiadada hacia el capital productivo y comercial, la que adquiere rasgos perversos respecto de los trabajadores. En Chile, por ejemplo, Ricardo Ffrench-Davis por años venía denunciando la «financiarización» de la economía y la desmedida influencia en la prensa de los «expertos» que son poco más que voceros del mundo financiero.
Todo ello ha quedado en evidencia cuando la crisis mundial ha hundido el poder de los banqueros en los países desarrollados en un cataclismo impresionante. Se han visto forzados a acudir de rodillas a implorar el auxilio del Estado y lo más probable es que terminen todos nacionalizados. Al mismo tiempo, como por arte de magia, el Neoliberalismo ha sido declarado oficialmente muerto. ¡Fini! ¡Quite Dead! ¡Kaput! El Estado ha vuelto en gloria y majestad. Nada menos que el FMI se ha transvestido en apóstol del Keynesianismo en todo el mundo. Sus discípulos de provincias han debido tragarse sus tonterías acerca de la «ineficacia de la intervención fiscal en economías abiertas,» abrir la billetera y echar a andar la respectiva maquinita al mejor estilo «populista.»
Todas las explicaciones anteriores apuntan hacia aspectos reales, aunque exagerados y muy discutibles en el caso del primer grupo de justificaciones, como se ha visto. Sin embargo, parece difícil que un fenómeno tan extendido como fue el reemplazo del desarrollismo estatal por el «Consenso de Washington» en buena parte del mundo subdesarrollado hacia fines del siglo 20 pueda haber sido provocado por alguna o todas ellas en conjunto. Un fenómeno histórico de estas dimensiones, que afectó las condiciones de vida y trabajo de literalmente miles de millones de personas en todo el mundo, solo puede ocurrir cuando han madurado las condiciones internas para que se desencadene. Si no, no hay caso.
Como se ha demostrado después de 1989, allí donde la migración campesina ha avanzado lo suficiente y se ha acumulado una población urbana numerosa y razonablemente sana y educada, tarde o temprano se produce el estallido de las relaciones mercantiles capitalistas. Para entonces la personificación de estos últimos generalmente se ha fortalecido conjuntamente con los primeros. Resulta prácticamente imposible evitarlo, como lo demuestra el que dicho fenómeno se verificó incluso en los regímenes que explícitamente y de modo bastante estricto intentaron por todos los medios impedir su surgimiento. Al final, terminaron engendrando burgueses desde las mismas cúpulas de la burocracia en el poder en aquellos países.
En todo el mundo subdesarrollado del siglo 20 fue el Estado desarrollista el que generó estos actores. Como se ha reiterado, acompañó la transformación de los campesinos en obreros urbanos sanos y educados, en la mayoría de los países apoyó fuertemente a la naciente burguesía, e incluso allí donde antes luchó por impedir su formación, terminó engendrándola desde sus propios cuadros. De este modo, en todas partes creó las condiciones sociales para su propia obsolescencia. Engendró a sus propios enterradores, por así decirlo. Adicionalmente, creó las condiciones materiales para el estallido capitalista al conformar las instituciones fundamentales y la infraestructura física y económica sobre las cuales aquel logró despegar.
EL TAN CACAREADO «MILAGRO CHILENO»
Así ocurrió también en Chile. Sin embargo, el modelo chileno carga con el pecado original de haber sido implantado por el brutal golpe contra revolucionario de Pinochet, azuzado por la canalla dorada rezumando odio revanchista hacia el pueblo y el Estado. Por lo mismo esta última se convirtió en la devota más temprana, ferviente y fiel ¡del Neoliberalismo! Para rematarla, lo mezclaron en un cócktail envenenado con su adhesión semi-clandestina a las sectas católicas más fundamentalistas, especialmente un par de ellas que suelen irse a las manos por donaciones más donaciones menos en roscas que salen a la luz pública de tanto en tanto.
La insuficiente democratización durante un proceso de transición que ha durado más que la dictadura que vino a reemplazar, les ha permitido mantener su hegemonía en lo fundamental y con ello los trazos gruesos del modelo Neoliberal. Ello resultó en un retraso de décadas en el desarrollo de la verdadera gallina de los huevos de oro del capitalismo: una fuerza de trabajo altamente calificada, sana y bien integrada en una sociedad constituida más o menos armónicamente. Paralelamente, desmanteló los grandes servicios públicos y el Estado en general, incluidos sus mecanismos de regulación de las finanzas y recursos naturales y promoción de la industria.
Los resultados están a la vista, como lo ha comprobado el estudio de CENDA antes citado. Entre el peak de 1971 y el 2006, el Producto Interno Bruto (PIB) se multiplicó nuevamente poco menos de cuatro veces; creció 3,7 veces, casi exactamente lo mismo que en el período desarrollista. La población total creció ahora en un 80% y la población urbana sólo se duplicó, lo que muestra que la migración campesina se completó en lo fundamental en el período anterior, como detallan las cifras presentadas más arriba. En parte por lo mismo, esta vez, el crecimiento del PIB se debió principalmente al incremento de la fuerza de trabajo en su conjunto más que a su transformación. La misma creció dos y media veces debido a la masiva irrupción de las mujeres trabajadoras, las que aumentaron casi cuatro veces. La productividad promedio por trabajador, en cambio, de hecho disminuyó hasta el fin de la dictadura y creció muy poco en el período en su conjunto, mucho menos que durante el desarrollismo. En otras palabras, la mayor parte del crecimiento del PIB se explica por el aporte de las mujeres trabajadoras. ¡Valiente milagro!
El salario real promedio se redujo a la mitad tras el golpe y se mantuvo muy reducido hasta el fin de la dictadura y a pesar de su recuperación posterior, en 2006 solo era todavía sólo un 20% superior al nivel alcanzado antes del golpe. El ingreso de los trabajadores en su conjunto – calculado como el aumento del salario por el incremento de la fuerza de trabajo – se multiplicó menos de tres veces mientras el PIB crecía casi cuatro. Es decir, la participación de los trabajadores en el PIB se redujo fuertemente en el curso del período en su conjunto, a pesar del fuerte aumento del número de trabajadores. Consecuentemente, la distribución del ingreso se deterioró extraordinariamente.
Esto desmiente tajantemente la teoría actualmente en boga – fue difundida por un reciente estudio del Banco Mundial, para variar – que afirma que la desigualdad es un problema secular y que ha variado muy poco. La verdad es que en Chile ha fluctuado fuertemente: mejoró extraordinariamente durante el período desarrollista, retrocedió violentamente tras el golpe de 1973 y continuó deteriorándose más lentamente hasta 1997. Sólo en el ciclo 1997-2006 muestra una casi imperceptible recuperación.
Se desmantelaron los sistemas públicos nacionales de educación, salud y previsión. El gasto público en educación creció la mitad que el PIB en el período y el de salud asimismo menos, es decir, ambos se redujeron sustancialmente en relación al tamaño de la economía. Lo más afectado fue la educación y especialmente el nivel superior donde el gasto público por alumno era la mitad el 2006 de lo que había sido antes del golpe, expresado en la misma moneda. Al finalizar la dictadura, solo 25 de cada 100 chilenos de todas las edades estaban estudiando en el sistema nacional en su conjunto, considerando tanto la educación privada como pública. El 2006 esta proporción era de 27 por ciento. La última tenía un millón de alumnos menos en básica y media al tiempo que la Universidad de Chile había reducido los suyos desde más de 60.000 a menos de 25.000 (ver CENDA «Resultados de las estrategias del Estado a lo largo de un Siglo: Cuadros Anexos).
Paralelamente disminuyó la proporcion de niños y jóvenes en la población total, lo que permitió aumentar la cobertura aún disminuyendo el esfuerzo educacional en su conjunto. Sin embargo, el país se ha retrasado severamente en la cobertura superior, nivel en el cual no se alcanza todavía la mitad del grupo de edad correspondiente, muy por debajo de Argentina y Uruguay. Si se hubiesen mantenido las tasas de crecimiento del desarrollismo estaríamos hoy con cobertura completa al igual que Corea.
A ello hay que agregar otras distorsiones muy graves del modelo. La más grave en el caso de Chile fue la re-privatización sin cobro de los recursos naturales en general, incluida el agua. El caso más dañino ha sido ciertamente el cobre, donde la privatización basada en un resquicio anticonstitucional ha significado entregar a manos privadas el 70% del mineral en explotación, practicamente sin cobro alguno por el recurso. Para más remate, las grandes mineras han hecho trampas descaradas para eludir el pago de impuestos. Casi todo se entregó durante los gobiernos democráticos.
Ello redundó inicialmente en una sobreinversión que entre 1995 y 2003 deprimió fuertemente el precio mundial con gravísimo perjuicio para CODELCO y el Fisco. Luego, durante la burbuja especulativa que afectó a las materias primas entre el 2005 y 2008, entregó a un puñado de empresas privadas el equivalente de dos tercios del presupuesto anual del Estado a lo largo de cuatro años seguidos. En cada uno de esos ejercicios, la mineras recuperaron toda la inversión privada en minería desde 1974 hasta el 2006, con lo cual sus ganancias en esos pocos años fueron equivalentes a cuatro veces todo lo que invirtieron desde el golpe de Estado en adelante.
Otra distorsión económica mayor fue la destrucción en medida importante de la base industrial del país, derivada de la indiscriminada apertura al extranjero impulsada por los banqueros y especuladores y sus portavoces académicos los Neoliberales, todos ellos empujados por las llamadas Instituciones de Bretton Woods. Adicionalmente, esta política antinacional ha marginado al país en buena medida del proceso de integración regional, jugando todas sus cartas al supuesto de la expansión indefinida del comercio y la apertura global. Derribad hoy esa utopía por la crisis, Chile ha quedado desguarnecido en una medida peligrosa en extremo.
Lo más grave de todo, sin embargo, puesto que constituye la raíz de todos las demás distorsiones, es el recrudecimiento del sistema chileno de Apartheid. El pueblo ha sido aplastado y todas sus manifestaciones han desaparecido de la escena pública a lo largo de tres décadas. Apenas se le permite mostrar la cara en breves chispazos bajo un foco de luz que la distorsiona hasta lo grotesco en las páginas policiales, así como durante las inundaciones, terremotos, erupciones, incendios y otras catástrofes. Como se ha mencionado, su poder de negociación a nivel de la empresa está severamente coartado.
Se lo ha excluido casi por completo del sistema político. Algunos de los partidos que históricamente lo han representado han sido marginados a lo largo de tres décadas, lo cual no ocurría desde antes de los años 1920 como muestra Luis Corvalán en su libro «Los Comunistas y la Democracia.» Otros han formado parte de la coalición gobernante durante la transición, sin embargo, se han visto reducidos a un rol de administración del Estado y el modelo con las riendas bien cortas. Al mismo tiempo, sus cuadros han sido penetrados de modo muy efectivo por lobbistas y tecnócratas que son decididos partidarios del modelo vigente.
EL GIRO ESTRATÉGICO NECESARIO
Todo ello desmanteló en parte significativa la obra nacional de medio siglo y acentuó la debilidad del capitalismo chileno derivada de la secular carencia de una población numerosa y con un tejido social milenario sobre su territorio. Lo que es más grave, volvió a imponer la segregación social y la ha agravado en muchos aspectos. Retrasó seriamente la elevación del nivel educativo del pueblo y la calificación de la fuerza de trabajo, y aplastó su cultura. Desmanteló las instituciones y regulaciones del Estado. Retrotrajo los bien espectaculares avances en todos estos aspectos logrados por el desarrollismo.
Sólo unos pocos países que sufrieron desmembramientos y guerras civiles experimentaron un daño similar durante la transición del desarrollismo al «Consenso de Washington.» En todos los demás dicho tránsito se produjo de modo más o menos fluido, y en las mejores experiencias fue conducido por la misma alianza desarrollista, la que asumió oportunamente un necesario giro hacia el mercado.
De este modo paradojal, la herencia progresista del desarrollismo asentó las bases sobre las cuales se produjo el llamado «milagro económico capitalista chileno.» Inversamente, las distorsiones del extremista modelo impuesto a sangre y fuego por la dictadura con al aplauso de la elite revanchista redundaron en un severo retraso relativo del emergente capitalismo chileno. Las insuficiencias del proceso democratizador iniciado en 1990 permitieron que se mantuvieran en lo fundamental sus bases más distorsionadas, las que si bien se moderaron en algunos aspectos se acentuaron en otros como es el caso de la privatización de recursos naturales.
La crisis mundial ha impuesto de golpe y porrazo en la mente de todos una visión más realista del mundo y la economía en su estado actual de desarrollo. De este modo, ha quedado clara una vez más la unidad indestructible entre mercados y estados modernos, que nacieron juntos y se han venido desarrollando al unísono desde hace dos siglos. Asimismo, la ligazón y dependencia del ciclo del capital dinero con los del capital productivo y comercial, que los banqueros y Neoliberales consideraron siempre a lo más como molestos intermediarios.
Los industriales y productores en general siempre han sabido que las fronteras continúan siendo muy importantes y que el sueño del librecambio es posible por el momento sólo al interior de los Estados. Éstos se construyeron precísamente para derribar las viejas aduanas de feudos, burgos, principados y provincias. Asimismo, han ido aumentando de tamaño mediante uniones aduaneras y la creciente integración de bloques regionales, para poder competir con las dimensiones adecuadas a la potencia dominante en cada momento. La crisis ha puesto esta realidad de manifiesto una vez más, derribando las utopías anarquistas burguesas de los Neoliberales, alimentadas por la voracidad internacional de los especuladores. Hoy se habla sin tapujos de una posible guerra comercial ad portas entre las grandes potencias mundiales.
La única opción de libre comercio realista para Chile hoy consiste en integrarse de manera decidida a la construcción de un espacio de soberanía compartida en América Latina, cuyo camino pasa en primer lugar por el fortalecimiento del Mercosur y las otras instituciones de integración de América del Sur y América Latina en su conjunto. Por otra parte, la nueva realidad de la contracción y crecientes dificultades del comercio mundial crea las condiciones para que el proceso de integración regional alcance un nuevo nivel de desarrollo, si es que logra anteponerse a las tendencias centrífugas que la misma crisis hace crecer en cada uno de los países.
Del mismo modo, la crisis exige una enérgica y masiva intervención del Estado en todos los ámbitos, lo cual crea las condiciones para reconstruir los sistemas públicos, empezando por educación, salud, previsión y transporte, así como el restablecimiento y elevación del sistema público de subsidio de cesantía. Por otra parte, permite recuperar la renta de los recursos naturales y restablecer las regulaciones en todos los mercados, especialmente de los flujos financieros. Al mismo tiempo, hace posible nivelar las condiciones de la negociación colectiva, de un modo que permita a los trabajadores recuperar graduamente su poder adquisitivo perdido y restablecer la distribución del ingreso al menos en los niveles logrados al término del período desarrollista, donde los trabajadores obtenían alrededor de dos tercios del ingreso nacional, algo similar a las economías desarrolladas y a las emergentes verdaderamente potentes.
En otras palabras, la crisis hace imperioso y crea las condiciones para dar el giro decidido en la estrategia de desarrollo que se ha venido siguiendo desde el golpe militar en adelante. Ello ciertamente requiere de grandes cambios políticos democratizadores y una nueva constitución política. La casta elitaria no va a concederlos de buena gana, puesto que continuamente antepone sus estrechos intereses de grupo a los del país en su conjunto. Por ello resulta indispensable construir una nueva alianza política y social que tenga la fuerza y convicción requeridas para imponer los cambios indispensables, apoyada en la abrumadora mayoría del país.
Los militares, que jugaron un rol clave en el período desarrollista el cual ellos mismos iniciaron en 1924 y apoyaron hasta 1973, fueron la pieza clave que desbalanceó el cuadro político a partior del golpe militar. El mando de las instituciones fue usurpado por una camarilla criminal y corrupta encabezada por Pinochet, quiénes las utilizaron para aplastar al pueblo y las abanderizaron con el sector más reaccionario de la sociedad. Hoy la justicia ha demostrado que su puño criminal no sólo terminó con la vida de dos ex-Presidentes sino asimismo con la de los dos anteriores Comandantes en Jefe del Ejército, aparte de los miles de otros crímenes por los cuales han sido juzgados y condenados. Felizmente, uno de los logros más significativos que ha tenido lugar durante el proceso de transición ha sido el cambio producido el interior de las fuerzas armadas y especialmente en el ejército, que ha permitido rescatar las instituciones del control de esta camarilla. Sin embargo, éste sólo empezó tras la detención del ex dictador en Londres y fue impulsado principalmente por los juicios posteriores en Chile contra los responsables de crímenes contra la humanidad y se ha consolidado tras la muerte de Pinochet el 2006.
A pesar de sus evidentes insuficiencias, dicha transformación abre una perspectiva interesante en cuanto a la reconformación de la alianza desarrollista, en la cual la burocracia civil y militar siempre jugó un papel importante. Por ejemplo, hoy día los estados mayores de las FF.AA. comprenden mucho mejor que los políticos civiles y ciertamente mucho más que la elite empresarial, la urgente necesidad que Chile se integre decididamente al proceso de integración latinoamericana y que éste avance lo más rápido posible. Ellos han evaluado que ese es el único escenario posible en el cual el país pueda lograr un grado mínimo de independencia y soberanía compartidas en el siglo que se inicia.
Por otra parte, no cabe ninguna duda que Chile debe proponerse concurrir siempre a la unidad regional con una capacidad militar contundente, que contribuya de modo significativo a imponer en la región el respeto de todos a la autodeterminación democrática de cada uno de los países concurrentes al proceso. Asimismo, garantizar la integridad territorial de cada uno de ellos, la que está siendo y será amenazada reiteradamente por tendencias separatistas promovidas las más de las veces desde fuera de la región. Éstas parecen bases muy claras sobre las cuales se puede convocar a los militares a contribuir nuevamente desde su importante espacio específico a la nueva alianza desarrollista.
Sin embargo, la experiencia histórica de los países más desarrollados, al igual que la más reciente de los países emergentes más potentes en Asia y otros lugares e incluso en América Latina, muestra que en la nueva alianza desarrollista el rol clave lo han jugado los partidos de base obrera modernos. Éstos representan en lo principal a las multitudinarias masas urbanas asalariadas con empleos formales bastante precarios y breves los que por lo general alternan frecuentemente con contratos informales y empleos por cuenta propia, pero que son cada vez más calificados en promedio y crecientemente orientados a los servicios. Ellos constituyen el grueso de lo que la sociología contemporánea considera sectores, capas o «clases» medias. Ciertamente, los pobres hace poco llegados a la ciudad y aquellos que todavía permanecen en el campo – que en Chile felizmente constituyen ya una minoría pero el caso de América Latina en su conjunto son todavía cerca de la mitad de la población – están llamados asimismo a formar parte de la base social de la nueva alianza desarrollista.
Otro componente importante de la misma debería ser desde luego el emergente empresariado, especialmente sus fracciones más ligadas a la producción. Muy particularmente, el nuevo proyecto desarrollista debería convocar a aquellos que desde hace un par de décadas vienen realizado agresivas y cada vez más cuantiosas inversiones directas en el extranjero, las cuales desde luego concentran mayoritariamente en los países inmediatamente vecinos y casi toda ella en América del Sur. En las últimas décadas ha habido algunos cambios significativos en la composición del empresariado y la elite tradicional más segregacionista una vez más se ha visto forzada a abrirse a la realidad del surgimiento de nuevas fracciones burguesas. Éstas emergen contínuamente a un ritmo cada vez más incontrolable para ellos y que inevitablemente conducirá despúes con el tiempo a una revoltura mucho mayor en esta clase social y al término inevitable del Apartheid a la chilena.
A principios del siglo 20, en círculos revolucionarios se debatía acerca de la posibilidad de la vía «junker» hacia la sociedad burguesa, es decir, la transformación gradual de las viejas oligarquías feudales en burguesías modernas sin mediar una revolución, conducidas «desde arriba» por las fracciones más ilustradas o visionarias de la propia oligarquía. Los ejemplos clásicos de tal desarrollo fueron desde luego Prusia y el Japón de los Meiji. De modo análogo, puede argumentarse hoy que con el tiempo resultará inevitable que cerrada y reaccionaria conformación actual de la elite empresarial, anclada en la vieja casta Boer a la chilena, se transforme en una clase burguesa madura, abierta y bien consecuentemente democrática como la que existe en la generalidad de los países más desarrollados. Es decir, en una burguesía del corte de los llamados «Liberals» estadounidenses y sus equivalentes con matices en el Reino Unido y con otros rasgos en Francia, Alemania y otros países de Europa, así como en los países Nórdicos.
En efecto, el desarrollo capitalista derriba todo lo establecido, incluidos desde luego los resabios de todos los viejos modos de producción, pero asimismo todas las viejas clases, castas, capas y corporaciones y hasta la mismísima familia, así como todas las religiones, mitos, tabúes y viejas costumbres, en fin, cuanto se le ponga por delante. Como resultado de su avance arrollador «todo lo sólido se desvanece en el aire,» como escribieron Marx y Engels en la edición inglesa de El Manifiesto Comunista. Del mismo modo, el «destape» en todo sentido de la elite chilena resulta completamente inevitable con el tiempo y no es extraño que el mismo de hecho se haya venido desatando poco a poco, de modo muy gradual y contenido. No cabe duda, por ejemplo, que algo se ha avanzado desde el Chile que en los años 1990 se escandalizó y terminó agrediendo físicamente a la muchacha que habitaba la «casa de vidrio» donde transparentaba sus intimidades domésticas a la vista y presencia de los transeúntes del centro de Santiago. Nada menos que El Mercurio promovió poco después a lo largo de todo el país la exposición de «cuerpos pintados» y en un par de años sus páginas publicaron más desnudos en todas las poses posibles que durante los cien anteriores.
Sin embargo, en la vieja polémica, Lenin argumentaba en el «Que Hacer» que la vía «Junker» resultaría muy lenta para Rusia y promovía en cambio que el partido obrero bolchevique se pusiera a la cabeza de la revolución campesina en curso, llevando a cabo ellos mismos las impostergables tareas de la revolución burguesa. Al final, fue exactamente eso lo que hicieron en Rusia, ni más ni menos, como se comprobó en 1989. Del mismo modo, como se ha mencionado antes, fue el Estado desarrollista chileno empujado siempre por el movimiento popular y especialmente su culminación en las avanzadas reformas de Frei Montalva y los cambios revolucionarios realizados por el gobierno del Presidente Allende, los que realizaron en Chile las tareas de la auténtica revolución burguesa. La mismas incluyeron la completa eliminación de la vieja elite oligárquica y forzaron su brusca mutación en núcleo de la agresiva y revanchista burguesía actual, fervientemente Neoliberal y religiosa fundamentalista, todo al mismo tiempo. Sin embargo, como se ha venido argumentando a lo largo de estas notas, su pecado original de haber sido prohijada por la dictadura contra revolucionaria de Pinochet retrotrajo en buena medida los grandes avances logrados por el desarrollismo y constituye la causa pricipal de la relativa debilidad del emergente capitalismo chileno.
De este modo, la analogía con el debate de 1905 hoy parece plenamente vigente, ciertamente ajustada a la realidad de los cambios requeridos en el momento presente. Los partidos de base proletaria, entendida ésta en el amplio sentido de lo que hoy se denominan sectores medios asalariados, en alianza con los sectores más pobres del pueblo y los sectores burgueses más democráticos y avanzados, parecen los llamados a imponer la indispensable democratización de la sociedad. La burocracia estatal, ciertamente incluidos los militares, parecen llamados a jugar un rol importante en la nueva alianza desarrolista como lo jugaron en el desarrollismo clásico del siglo 20. Necesariamente debe barrerse con todos los vestigios del Apartheid a la chilena e imponer la completa transformación y revoltura de su reaccionaria elite burguesa. La causa principal de los problemas de Chile hoy es que ellos no quieren «soltar la teta,» como les espetó uno de sus propios dirigentes más preclaros. No la van a soltar si no se les obliga a hacerlo, y tomaría demasiado tiempo esperar que se maduren por el propio avance del desarrollo capitalista. Hay que destetarlos, por la razón o la fuerza.
Para lograrlo, los partidos obreros chilenos – en el amplio sentido señalado – tienen que asumir con absoluta decisión el programa que exige el giro estratégico que hoy se requiere para el destrabamiento del desarrollo capitalista chileno en el marco de la construcción de un espacio mayor de soberanía compartida en Amércia Latina. Este planteamiento no constituye ninguna novedad. de hecho así ocurrió durante el siglo 20 en Europa Occidental y del Norte y en los propios EE.UU. aparte de las demás «colonias blancas.» Así está ocurriendo también en estos precisos momentos en los más potentes países emergentes del mundo.
Es el momento de hacerlo en Chile para enfrentar de mejor manera el futuro. El pueblo berá imponer al capitalismo chileno la expiación su pecado original si el país pretende superar sus graves debilidades actuales.
Manuel Riesco
Casablanca, Chile, Febrero 2009