Dejamos atrás un año miserable, un periodo que nos confirmó, de forma directa y clara, los alcances de nuestros errores como sistema político, social, económico, como sistema mundo, usando la expresión de Wallerstein. Un año, que es sólo la muestra del ingreso en una nueva y oscura etapa que se prolongará hacia el futuro.
Esta percepción no es sólo una idea nuestra, sino surge de numerosos análisis, columnas, entrevistas y comentarios a figuras de la academia y el pensamiento. Por cierto, y ello está más que claro, no es la percepción que tienen los llamados representantes políticos, más ocupados en velar por sus intereses particulares y de clase que en enfrentar la realidad o hacerse cargo de alguna verdad. Incluso si prescindimos de estas percepciones y opiniones, son los mismos hechos los que levantan una realidad abrumadora que habla por sí misma.
El año 2016 ha terminado con aquellas nociones de expectativas, esperanzas, progreso o desarrollo. Un proceso iniciado en algún momento de esta artificial transición hacia una falsa y nunca alcanzada democracia, un germen que se fue abriendo paso, enfermando todo el sistema económico y social pese a la publicidad, a los cantos de sirena crediticios y los fuegos fatuos del consumo. En este trance, perverso y narcotizante, el resultado, aun cuando siempre todo puede ser peor, como nos recuerda en una canción el viejo pero Nobel Bob Dylan, se ha ido modelando una de las sociedades más desiguales, deshilachadas y también más polarizadas del mundo. Sólo la devoción por el dinero fácil y el consumo, ambas ideas inoculadas por el marketing y la publicidad, conforman el imaginario compartido del chileno aborregado, hundido en la mediocridad de adquirir una identidad en una tienda del retail.
Chile se desarma. Cae aún con lentitud, enceguecido y ensimismado, como ha sido casi siempre. Despojado de todo sentido, dirección u horizonte que no sea la forzada obsesión por el consumo, actividad nacional por la cual sus dueños y controladores se han convertido en multimillonarios del ranking Forbes, el país ha quedado empantanado en una crisis sistémica que abarca desde el injusto y concentrador sistema económico, a las corruptas estructuras políticas y las desprestigiadas instituciones. En este engranaje pesado, en algunas de sus peligrosas piezas corroídas, aparece el ciudadano, cuya función ha sido reducida a la explotación laboral y la servidumbre mercantil.
La clase política, desesperada por seguir usufructuando del poder, venga éste de donde venga (“No quiero que me den, pero que me pongan donde haiga”), ha perdido el poco prestigio que le quedaba tras los peores escándalos de corrupción de la historia reciente. Un desprecio que ha cobrado fuerza y evidencia indesmentible con los históricos niveles de repudio captados no sólo por las periódicas encuestas de opinión, sino por los grados de abstención en las cíclicas elecciones de cargos públicos.
Esta escena, que se ha extendido bajo cuerdas por décadas y aflorado hace pocos años, se expresó en toda su magnitud, cual representación trágica, durante el 2016. Un año que se inició con la colusión de los pollos en los supermercados, prosiguió con estafas piramidales de rufianes de televisión de poca monta, sumergió en el detritus y la corrupción a gran parte de la clase política, y terminó, porque no quedaban más días en el calendario, con nuevas colusiones del puño y letra de los eternos oligarcas.
Ese es el pantano, que en su otra orilla tiene a los controladores ganando millones a manos llenas. Desde la minería, el retail, la banca usurera, a las autopistas concesionadas a precio de oro para el paso del adormilado ganado motorizado. En este ciclo de 365 días de impunidad, que huele a la putrefacción de Corpesca bajo los escaños parlamentarios, una clase política ambiciosa de poder pacta, una vez más, con la avaricia insondable de los controladores de los mercados y la economía. El resultado es otro giro en torno al mismo orden político y económico instalado desde los albores de esta falsa transición. Una espuria apuesta política, que incluso ha eliminado de sus limitados vocablos las referencias al desarrollo, la inclusión, la equidad para ser reemplazados por la básica e interesada estadística del crecimiento.
Ese es nuestro presente, que se extiende y anula todo futuro. Chile está empantanado y desamparado en su representación política. Con un regreso de la derecha más neoliberal en el horizonte, o con nuevos muñecos que repiten la desgastada e inútil monserga socialdemócrata, con un panorama regional e internacional tormentoso, la única posibilidad, y esta vez con características de drama isabelino, está abajo, en las bases. Ese es el único hálito de esperanza para quienes hemos estado años a merced de la desesperanza.