Chile sigue atado y asfixiado por el peso de la dictadura tal como en los años 90. Tras décadas de consensos, de sometimiento a la institucionalidad heredada, el país vuelve bien andado el siglo XXI a tomar plena conciencia del limitado radio de acción que tiene el ejercicio de la política. Hoy no son necesarios los ejercicios de enlace ni las advertencias veladas del entonces innombrable Capitán General devenido entonces en senador vitalicio. La vigencia de la Constitución de 1980, junto a los maquillajes aplicados durante el gobierno de Ricardo Lagos, es garantía suficiente para la proyección histórica de la construcción de la institucionalidad dictatorial. La dupla Augusto Pinochet-Jaime Guzmán pervive en un orden instalado hace ya casi 40 años.
La Constitución de 1980 y su institución centinela, el Tribunal Constitucional, son garantías para el mantenimiento de los privilegios de las elites. Una institucionalidad útil para la consolidación de un orden neoliberal desregulado que ha conformado una de las economías y sociedades más desiguales del mundo, similar a algunas monarquías islámicas o regímenes africanos, pero también para un sometimiento social y cultural de la ciudadanía, tal como en sistemas medievales o bajo el terror teocrático. Una elite ultraconservadora ligada con la Iglesia Católica levanta la Constitución de 1980 para justificar la prohibición absoluta del aborto. Una legislación que sólo halla normas similares en escasos otros cinco estados en el mundo, todos bajo el vasallaje de elites poderosas e intolerantes.
Chile difícilmente puede extender este sometimiento impuesto por sus elites. Esta clase, profundamente católica y endógena, racista e intolerante, vive y genera una tensión límite. La misma clase que levanta las libertades económicas cual virtud divina, que coloca a la modernidad como objetivo a alcanzar, es la que condena a las mujeres ante sus propios cuerpos. La prohibición total e irrestricta del aborto es una forma de control de género por un histórico patriarcado represor. Una contradicción entre alta tecnología, depuradas estrategias de gestión empresarial y costumbres represoras hacia el género femenino sólo podría hallarse en alguna de las monarquías petroleras del Golfo Pérsico.
Este fundamentalismo católico fue sorteado por las organizaciones sociales y políticas hacia la mitad del siglo pasado, con leyes que efectivamente limitaron en algunos casos la prohibición total del aborto, pero fue recuperado en toda su magnitud durante la dictadura cívico militar. Hoy la oligarquía conservadora es tan fundamentalista, retrógrada e intolerante que hace 100 o 50 años. Su fanatismo se mantiene pero su poder ha crecido.
Los cambios quedan en el terreno de la sociedad civil, que efectivamente ha presionado durante los últimos años y décadas al poder político. El proyecto de aborto tres causales del gobierno de Michelle Bachelet es una evidente respuesta del poder político a las demandas de la ciudadanía y de todas las mujeres. Un programa limitado de interrupción voluntaria del embarazo que se ha estrellado con todos los resabios de la dictadura y las telarañas de la oligarquía más fanática y conservadora. Si no fuera suficiente el cerco del escasamente representativo y corrupto Congreso chileno, está la puerta del Tribunal Constitucional, que nos remite a la espuria constitución de 1980, engendro antidemocrático que resguarda todos los privilegios, vicios, obscenidades y obsesiones religiosas de esa nefasta oligarquía.
La sociedad chilena, las mujeres de Chile, están y avanzan del lado de la historia. Será muy difícil que pese a todos los obstáculos y barreras que levante la oligarquía, sus derechos respecto a sus propios cuerpos continúen conculcados y aplastados bajo el poder del patriarcado y de esta clase dominante. Si el Tribunal Constitucional declara que el proyecto aborto 3 causales no armoniza con el texto de Pinochet y Guzmán, la opción de movilizarse y tomarse las calles está a la mano. Una demanda compartida por prácticamente toda la sociedad chilena de manera transversal no podrá ser detenida eternamente por una elite por muy poderosa que sea. Sobre todo, en vísperas de elecciones.
Movilizarse, pero no perder de vista el verdadero obstáculo, que es la Constitución de 1980, su orden y sus instituciones. Es éste un momento para levantar nuevamente una demanda fundamental. Una nueva constitución, sí, pero a través de una Asamblea Constituyente.