La acusación del Ministerio Público contra los directores del grupo Penta, Carlos Alberto Délano, Carlos Eugenio Lavín, y otras 33 personas, es una medida que junto con apuntar hacia una esperada justicia, tendrá un glorioso efecto. La reactivación del proceso y su posterior juicio oral instalará a la corrupción política y al caso Penta nuevamente en el centro de la agenda pública, esta vez en un año electoral, dinámica que junto a otros escándalos, como Corpesca, Asipes o SQM, contribuirá a dar un nuevo y merecido golpe a la clase política.
Sólo en el caso Penta aparecen dos políticos activos, como el senador UDI Iván Moreira y el diputado del mismo partido Felipe de Mussy, además del ex subsecretario y el ministro de Minería del gobierno de Sebastián Piñera, Pablo Wagner, y Laurence Golborne. Junto a ellos, la red involucra a cónyuges, subalternos, ex políticos y asesores de distintas especialidades.
Esta acusación, que abarca delitos tributarios reiterados mediante la profusa emisión de boletas ideológicamente falsas para financiar campañas políticas, prácticas de cohecho y lavado de activos, es también un golpe indirecto a las pretensiones electorales de Sebastián Piñera, que suma el caso Penta como parte de su entorno empresarial y político a los casos Exalmar y Bancard.
La derecha inicia coja su carrera en las elecciones presidenciales y parlamentarias del año en curso. Los diversos escándalos de corrupción, elevados como titulares de portada en la prensa escrita y la televisión, serán un ruido destemplado que impedirá la articulación y difusión de cualquier discurso y argumento. La política partidaria y sus alianzas y pactos, y no sólo en la derecha, matiz que ni vale recordarlo en estas líneas, está ya evaluada y sancionada por la ciudadanía. Una realidad (¿posverdad?) que el caso Penta mantendrá y reforzará.
Las acusaciones contra los directores, ejecutivos, políticos (no olvidemos al condenado Jovino Novoa en este mismo trance) vinculados con el consorcio Penta, que sin duda remecieron a la opinión pública el 2015, son hoy una constatación que ha colocado no sólo a la política, sino al poder económico, como las instituciones de peor valoración. Con índices negativos expresados en grados de abstención inéditos, es altamente probable que los resultados de las presidenciales y parlamentarias reafirmen esta opinión.
Comprendemos que la corrupción política es un fenómeno que trasciende las fronteras chilenas, que se ha instalado en todas las democracias representativas de diversos signos. Gobiernos conservadores o socialdemócratas han entregado favores políticos a grandes consorcios como método de financiar campañas y perpetuarse en el poder. Pero en Chile tenemos una diferencia: no hay ningún director de empresa o político que cumpla condenas efectivas en un recinto penitenciario. El ex presidente Alberto Fujimori en Perú cumple desde el 2009 una pena de 25 años de prisión, en tanto el también ex presidente Alejandro Toledo es rastreado por sabuesos de la policía internacional por diversos delitos que merecen cárcel. En Brasil, Marcelo Odebrecht, el CEO de la mega constructora, cumple desde el año pasado una pena de 16 años tras las rejas, reclusión que también padecen diputados, ex ministros y asesores vinculados al escándalo Lava Jato.
Las investigaciones de la Fiscalía han logrado sacar de los sótanos de estas elites el manejo de la política y los dineros. Desde una actividad secreta ha pasado a ser objeto de difusión pública. Con todos los matices y espacios que aún puedan permanecer ocultos, el potencial electorado observa hoy el verdadero modo de hacer política. Lo que constituía una sospecha sostenida durante décadas, ha pasado a ser una verdad bien registrada y documentada. En poco tiempo la ciudadanía le dio la espalda no sólo a la clase dirigente, a las elites, sino a sus partidos y pudo desprenderse de viejas y falsas ideologías. El conocimiento de la verdad ha liberado de los políticos y sus maquinaciones a gran parte de la población.
Este ha sido un logro. Pero es sólo la base necesaria para la aplicación de justicia. Tras procesos que tardan largos años, las escasas condenas no van más allá de los arrestos domiciliarios o firmas mensuales. En Chile, pese a la gravedad de los casos de corrupción, no hay efectiva justicia. Hay absoluta impunidad. ¿Cómo se explica que otros países de la región apliquen severas sanciones a delitos similares? La falta de verdaderos castigos, como sucede en otros tipos de delincuencia, no conseguirá erradicar estas prácticas y delitos.
La respuesta es la lenidad de las leyes en vigencia, hechas por una elite para proteger a sus socios y pares. Sin una verdadera presión ciudadana, que puede demostrarse nuevamente en un rechazo aún mayor a los partidos tradicionales en las próximas elecciones, mantendremos el statu quo legal que pese la flagrancia de los delitos no consigue aplicar condenas.