A más de una década del MOP Gate y a casi tres años del caso Penta, la corrupción, una continuidad precipitada y descontrolada, ha arrastrado a la política de la postdictadura a niveles bajo cero. La crisis de representatividad parlamentaria larvada desde la década pasada envuelve a toda la institucionalidad pública junto a las grandes corporaciones privadas. Una densa capa que hunde y sepulta bajo su peso a los consensos de las elites en torno al orden neoliberal imbricado con todas las instituciones del Estado y del mercado. Un proceso de deterioro acelerado, sin vuelta atrás ni posibilidades de reparación. Es el desfonde. La crisis terminal.
No es una exageración afirmar que gran parte de las instituciones están, de alguna manera, involucradas con algún caso de corrupción. Tampoco lo es decir que son funcionales al orden del mercado desregulado. Y también es posible argumentar que el grado de deterioro de esta institucionalidad, expresada en todo tipo de antecedentes, documentaciones y sondeos, no tiene reparación ni salida. La continuidad y profundidad de las relaciones impropias o francamente ilegales y criminales entre el dinero y el poder no da tregua. No sólo el financiamiento y compra de parlamentarios y funcionarios de diversos signos por parte de grupos económicos, sino el simple y clásico asalto a las arcas del Estado, como sucede con los casos de corrupción en el Ejército, en Carabineros y en una larga lista de oficinas públicas. Un espectáculo que se extiende hacia todos los mercados, bien aceitados con el poder del dinero. Colusión de precios, carteles para acordar la producción, burla a las normas ambientales, lobby a destajo para frenar e impulsar proyectos de ley. Un compendio de abusos que ha desfondado el modelo sobre la tensión extrema de sus más inherentes contradicciones.
Decimos que las reformas o la reparación del orden neoliberal y de los consensos de la transición son una tarea extemporánea e imposible. Queda como ejemplo y señal el fracaso rotundo del programa reformista de la Nueva Mayoría, un desastre que trascendió al propio gobierno al quebrar a una coalición que gobernó por décadas. Un descalabro que si bien puede beneficiar a Chile Vamos, la eventual recuperación del gobierno será un efecto temporal, de ausencias, confusión y desesperación. Los tumbos de la administración de Mauricio Macri, o el hundimiento de Michel Temer en Brasil, ambos neoliberales tardíos y extremos, son claras señales de un orden político y económico en retirada. Pueden regresar al gobierno, pero han agotado sus ideas y propuestas. El capitalismo en su fase extrema ya agotó sus recursos ante el trabajo y la población.
La clausura y rigidez en torno a la institucionalidad neoliberal ha quedado manifestada durante los últimos dos gobiernos. El fundamentalismo mercantil durante la administración de Piñera y las apariencias de reformas durante el actual. En ambos casos, dos estrategias orientadas a un solo objetivo: la protección del núcleo del modelo, un sistema de intereses dual que fortalece a los grandes grupos económicos y a la cooptada casta política. Unos hacen las leyes y los otros reparten las ganancias.
Dos coaliciones, dos caras de la misma medalla. La derecha y la socialdemocracia neoliberal son creaciones de un espacio temporal ya agotado. Son extensiones matizadas del mismo orden al cual dependen.
Comportamientos como los que hoy observamos en la clase política podrían corresponder a una personalidad con graves trastornos, pero también a una estrategia política de alto riesgo que con trucos y trampas electorales y publicitarias transita por los bordes de la representación y la democracia. Buscar hoy liderazgos, como es el caso de Chile Vamos y el ex presidente Sebastián Piñera, hundido hasta el cuello en escándalos financieros, es intentar hallarlos al interior de un sistema corrupto que tiene sus días contados. La democracia de los acuerdos, que es lo que hoy está en el suelo, sucumbió a su encierro, a sus propias enfermedades, a sus males internos. Invocarla es también llamar a los peores fantasmas de nuestro reciente pasado.
Recurrir a la nostalgia de un período lleno de contradicciones y distorsiones es una provocación y sólo aumenta la brecha con la ciudadanía. En la transición binominal de 27 años, que sucumbió en su inercia, la clase política dejó desde un comienzo de representar a sus electores, percepción que tras los casos Penta-Soquimich ha tomado características de realidad. Una propuesta desde aquella opaca clase con lazos privilegiados con los poderes económicos, sólo constata esta separación.
La restauración o el cambio sólo podrá hacerse desde fuera del duopolio. Son otros los colectivos y referentes sociales y políticos los destinados a transformar al país y superar el modelo neoliberal, que ha mercantilizado todas las áreas de la vida económica, social y cultural. Aquello que hace años y tan sólo meses parecía un sueño, una acción imposible ante el peso del duopolio y el poder corporativo, hoy comienza a tomar forma como una posibilidad bajo el cuerpo de una candidatura del Frente Amplio.