Estamos en la nulidad de la política, que es también su destrucción. Aquel deterioro iniciado hace una década, estimulado hace un lustro, desde hace un par de años ingresó en un nuevo ritmo que lo impulsa a una velocidad sin posibilidades de retorno ni freno. La política, como sistema, institución, como tablero y estructura, entró en la fase enloquecida de un error sistémico. La suma de yerros que observamos no dan tregua y presionan a toda la clase y actividad política en una caída desordenada y estruendosa.
Lo que observamos desde hace unos años es el inicio del quiebre final entre la sociedad civil, cada vez más organizada y reforzada, y sus espurios representantes, ligado éstos, a su vez, a todas las elites y esferas del concentrado poder. Dos realidades, si no enfrentadas aún, sí coexistentes en espacios separados y discontinuos.
La ciudadanía y sus organizaciones ha expresado con palmaria claridad sus molestias y demandas en marchas con una asistencia y frecuencia creciente. Millones se han manifestado en el país por cambios que van desde la educación a la salud, por un nuevo trato hacia las mujeres en una sociedad machista y discriminadora o por el desmantelamiento del sistema de AFP, sin lograr una respuesta contundente y satisfactoria de parte de las elites. Como reacción, la sociedad civil observa una clase dirigente y controladora aún más cristalizada y encapsulada, incapaz de desprenderse de sus privilegios, entendidos éstos por ellas como si fueran parte de una naturaleza social y económica.
La reacción ciudadana, expresada desde hace ya más de una década en frecuentes y masivas protestas, ha tomado curso también en un rechazo, un desprecio directo, hacia todo el sistema político institucional, hacia todo el sistema de partidos y de gobernanza. Lo dicen con evidencia palmaria todos los sondeos de opinión y los altísimos niveles de abstención electoral.
En este trance, en esta crisis terminal, el sistema político buscó, de forma interna y sin consultas reales a la sociedad civil, abrir un proceso de reformas, con algunos cambios al sistema de partidos, aumento de exigencia en probidad y transparencia en el financiamiento de campañas. Estas y otras recomendaciones del Consejo Anticorrupción, liderado por el economista Eduardo Engel, sentaron las bases para nuevas leyes aprobadas por el Parlamento que otorgaron nuevas facultades al Servicio Electoral (Servel). Una de éstas ha sido la exigencia del Servicio a los partidos de registrar el número real de militantes, solicitud que los ha transparentado como organizaciones vacías sin representación. Ante la mínima exigencia de inscribir a 18.500 militantes, los partidos han sido incapaces de dar respuesta, incapacidad que expresa, por esta otra vía, del profundo desprecio ciudadano en sus supuestos representantes políticos. Se trata de una nueva expresión del fin de un sistema sumergido hasta el cuello en diversos escándalos de corrupción.
A este nuevo oprobio se han sumado durante los últimos días más casos de financiamiento de campañas por parte de empresas. En esta oportunidad, han sido, otra vez, las pesqueras ya acusadas de comprar políticos para la aprobación de la infame ley de pesca cual traje a la medida para la rentabilidad corporativa. Sebastián Piñera, Raúl Súnico (ex subsecretario de Pesca, Jacqueline van Rysselberghe, presidenta de la UDI y el factótum del PS Camilo Escalona aparecen en esta oscura lista.
Suma, y sigue. Durante el verano aparecieron filtraciones en la revista brasileña Veja sobre supuestos vínculos, la arista chilena, entre el caso Lava Jato y la campaña electoral de Michelle Bachelet. Decimos la arista chilena, ya que los financiamientos de empresas brasileñas a políticos han involucrado a doce países países latinoamericanos y algunos africanos. A diferencia de Perú, Brasil, Colombia o Argentina, con políticos que le vendieron servicios a la mega constructora Odebrecht, en Chile las sondas van por la constructora OAS, con inversiones en el futuro puente Chacao, y la campaña de la Nueva Mayoría y el PRO de Marco Enriquez Omimani.
Hablamos de una catástrofe política nacional, pero también regional. Porque si en Chile la clase política chapotea en la alcantarilla, la magnitud del escándalo Odebrecht apunta a convertirse en la lápida final que sepultará a los últimos gobiernos latinoamericanos, desde conservadores, neoliberales a socialdemócratas de múltiples matices. Si ya el descrédito de las democracias de la región toca sus niveles máximos, expresado ya sea por altos niveles de abstención, por sondeos de opinión pública o por medios directos como una frecuente y persistente movilización social, el mega escándalo de corrupción simplemente aparece como una constatación y confirmación de todas las hipótesis. Con Odebrecht los políticos tradicionales latinoamericanos alcanzan un grado de confianza cero. Con OAS, la corrupción podría llegar en Chile hasta el mismo corazón del presente gobierno.
Todos estos casos, y cada uno de ellos, son una muestra más de un sistema destrozado por sí mismo e incapaz de restauración. Las democracias representativas sólo responden al poder de las corporaciones y de las elites ancladas en el poder. La ciudadanía organizada, hasta el momento bastante huérfana de representantes políticos, ha de buscar sus propias y nuevas vías de representación política. Para ello será necesario la demolición. Haciendo uso de una expresión algo manida, poner en marcha la retroexcavadora.