La irrupción de la demanda de los estudiantes por poner fin al lucro con la educación tiene ecos en diversos ámbitos de la sociedad chilena, ecos que han estado resonando fuerte estos últimos días en las salas de espera de los hospitales y frente a las cajas de cobranza de las clínicas, donde ya muchos ciudadanos y ciudadanas se preguntan si es tiempo ya de poner fin a este negocio con la salud de las personas.
En los primeros seis meses de este año las Isapres se echaron al bolsillo más de 45 mil millones de pesos; una rentabilidad que se incrementó en un 70% respecto del mismo periodo de 2010 y que representan las mayores ganancias del sistema en los últimos cinco años. También en el mismo lapso, las Isapres aumentaron el costo de cobertura a sus afiliados.
Mientras la calidad se reserva para quienes puedan pagarla, el 80% de la población está obligada a las listas de espera, pasar horas en colas haciendo trámites o aceptar que es más realista pensar en el nicho del cementerio que pronto se ocupará.
Una salud pública precarizada está obligada a competir con las clínicas; es la lógica que aplican los burócratas que hasta hace poco no se avergonzaban de decir lo mismo respecto de la educación. Pero, a diferencia de los estudiantes, es difícil para una anciana que espera hace meses que la operen de un cáncer al estómago salir a la calle a protestar. Por eso lo están haciendo las personas que laboran en el área pública de la salud.
Chile destina cerca del 7% de su Producto Interno Bruto (PIB) a la salud, lo que apenas alcanza a financiar un cuarto del costo total de los gastos. El resto es financiado en un 35% por las cotizaciones de los trabajadores (a Isapres y Fonasa) y el 40% sale directamente desde el bolsillo de las familias. En datos duros, el Estado entrega a la salud primaria 33 mil pesos al año para subsidiar a cada usuario, medicamentos, infraestructura, exámenes y personal para atención.
El gobierno de Sebastián Piñera anunció que el presupuesto destinado para salud para el 2012 sería de US$ 9 mil millones, un 18,7% de incremento respecto del año anterior. Suena bien, es mucho dinero, pero una cosa es destinar más platas a un sistema de salud en crisis y otra es inyectar recursos suficientes para que se entreguen anestésicos de mayor eficacia que el paracetamol, que la extracción no sea la única alternativa a un dolor de muelas, que los viejos no se nos mueran en las listas de espera o que las mujeres embarazadas sin contrato no estén obligadas a trabajar hasta casi el día del parto y volver a la pega lo más pronto posible.
El ministro de Salud, Jaime Mañalich, anunció una reforma al sistema de Isapres. Crear cuentas de ahorro asociadas a los planes; un 7% de la cotización que vaya a dar a un fondo solidario, y un discurso muy parecido al del defenestrado ministro Lavín en Educación, que dice aspirar a hacer más inclusivo el sistema.
Pero en el fondo es una apuesta por su perfeccionamiento. No en vano el Ministro fue gerente de una clínica privada y el superintendente de Salud, Luis Romero, ejecutivo de Colmena Golden Cross.
No se trata de condenar el sistema de salud privado, sino que entender que si aceptamos instituciones como las Isapres, concebidas como negocios, donde tiene que haber rentabilidad y cálculos de costos, entonces aceptaremos que discriminen por género, edad y estado de salud a sus usuarios. Ni hipertensos ni mujeres embarazadas ni ancianos son rentables para esta lógica mercantil.
Reformas más, reformas menos, no se puede esperar un sistema de salud que persiga el bienestar de las personas cuando sus sostenedores son tipos dedicados a hacer negocios y su elemento fundante es el lucro.
Pensar la salud como un derecho implica destinar los recursos suficientes para que los profesionales se desempeñen de manera óptima; que quienes tengan problemas de salud sean tratados adecuada y oportunamente, y que la meta no sea reducir las listas de espera, sino que dejen de existir.
Se hace necesario además revisar el poder que ha adquirido la industria farmacéutica en las últimas décadas. Un efecto de ello es que ya no tenemos enfermedades curables sino que cada vez son más las enfermedades crónicas, esas cuya terapia para toda la vida es una entrada constante de ingresos para la industria de los medicamentos. Tanto el Estado en sus políticas de patentes, las universidades en sus horizontes de investigación y los mismos médicos en sus recetas, deben hacer una revisión de sus prácticas.
Otro cambio que se demanda es en la relación entre las personas, el Estado y el estamento terapéutico. Si sólo el 2% de los afiliados a las Isapres recurrieron a la Justicia cuando a fines de marzo se subió el precio del plan base de salud, poco empoderamiento se puede esperar de los ‘beneficiarios’ frente a sus médicos.
Una reforma de salud también pasa por superar la relación médico/paciente que se ha instalado en los contactos al interior de la clínica y el pensar a las personas como usuarios, que es como los piensa la estadística estatal.
Esto implica un cambio radical en la subjetividad del paciente, modelo relacional que acepta la pérdida del control de sus cuerpos ante sus terapeutas y las instituciones de salud. Para sanar esto se requieren transformaciones profundas en la manera como concebimos la relación entre Estado y salud de la población. En este sentido, no estaría de más que quienes se desempeñan en esta vital área conocieran dos textos clásicos del pensamiento “alternativo”: ‘Némesis Médica’ (1976), del austriaco Iván Illich, y ‘Salud y Autogestión’ (1978), del chileno Luis Weinstein.
El ideal biopolítico de tener cuerpos sanos y vigorosos que cimentó nuestro sistema de salud pública, terminó dando paso a la exigencia de una adecuada resolución de nuestros problemas corporales por parte del Estado: De una subjetivación obligatoria, pasamos a exigir un derecho. Es hora ya de que sea efectivo.
Por Equipo Editor
El Ciudadano Nº111, primera quincena octubre 2011