“Ya me gritaron mil veces que me regrese a mi tierra por que aquí no quepo yo, quiero recordarle al gringo yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó. América nació libre, el hombre la dividió” (Los Tigres del Norte – Somos más americanos”)
Resulta extraño que un problema de tan larga data no tenga aún soluciones creativas o, si nos ponemos menos exigentes, soluciones a secas. ¿Cómo es que tras 134 años aún persistan los bolivianos en su demanda de acceso al mar? O ¿Cómo es que todavía los chilenos hemos sido tan insensibles de no dar una salida? Sin duda, la pregunta cambia dependiendo de dónde veamos salir el sol, si entre el Illimani o por el Aconcagua.
Y es que está demás decir que para pelear una Guerra, se necesitan dos por lo menos. Así que eso de “la sangre derramada de los chilenos”, bien podría usarse para decir “la sangre derramada de los bolivianos” y así seguiríamos en una falacia interminable, pisándonos la cola, sin reconocer los intereses en juego y empapados de una vocinglería sentimentalista que es, por lo bajo, infructífera.
No valdría la pena remontarse a los hechos históricos, de heroísmos y valentías regadas en los campos de batalla. Una solución al tema en este 2013, pasa por dejar de lado los patrioterismos de ambos lados y ponerse a pensar desde las personas, desde los “pueblos que aman sus patrias, pero son tan mal correspondidos”, desde las visiones actuales de la integración, que bastante ya han superado las miradas reduccionistas de las fronteras.
Lo primero es asumir que existe un problema y reconocerlo, porque la actitud negacionista que se instauró como política de Estado, desde el gobierno de Aylwin, sólo nos condujo a un nuevo litigio ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya (CIJH) a pocos meses del diferendo con Perú. ¿Y qué pasó? El problema aún persiste, con una Bolivia envalentonada y dispuesta a seguir adelante con una demanda que logró alinear a todos los sectores políticos, en lo que ha sido considerado en La Paz, como la estrategia más sólida hasta el momento en cuanto a la demanda marítima.
Y es que bajo la lógica del “no-tene-mos-nada-pendiente”, se ha dilatado en reiteradas ocasiones la discusión de la demanda. Cabe recordar que recién hasta la agenda de los 13 puntos con Bachelet, cuando se incorporó la palabra “mar” en las tratativas diplomática entre ambos países, sólo se habían formulado expectativas de que se discutiría el tema con miras a una solución, pero nunca se llegó a un acuerdo.
En esta pasada, Bolivia demanda el cumplimiento de aquellos “derechos expectaticios”, ilusiones creadas en aquellas ocasiones en que Chile reconoció la existencia de una cuestión territorial pendiente: Tratado de 1895, los compromisos formulados por el Canciller de Chile en 1950 y la negociación Bánzer-Pinochet de 1975.
En el actual escenario político social que se vive en América Latina, hay dos modelos posibles. Uno es el “relacionamiento para el conflicto”, que se funda en la militarización, el saqueo de recursos con modelos nefastos y otros elementos, que sólo han llevado a la existencia de pobreza, subdesarrollo y la enemistad entre pueblos hermanos. La otra alternativa es la “integración para el desarrollo”, en que los países son socios y se ven como mutuos beneficiarios de las políticas que emprenden en materia económica, social, cultural y política y que, además, es decidida soberanamente por sus pueblos. Chile debe decidir dónde ubicarse.
Bolivia ya lo decidió, al igual que otros países de la región, que han visto en la cooperación los mecanismos y políticas efectivas para salir adelante. Muestra de aquello son las colaboraciones entre Cuba y Venezuela, la creación de Unasur y la reciente Celac.
Para los bolivianos, que ratificaron la recuperación de un acceso soberano al mar -en la recientemente aprobada Constitución del Estado Plurinacional- como un mandato ineludible, la soberanía no es sólo una demarcación limítrofe, sino el ejercicio real de la puesta a disposición de los recursos naturales, al servicio de las mayorías. Es desde esa visión de ejercicio de soberanía que se han nacionalizado los hidrocarburos o las empresas de servicios; y así mismo es como se reconocen derechos a la Pachamama y a los pueblos indígenas.
¿Y Chile? Enajenando recursos naturales, aguas dulces privatizadas, aguas saladas concesionadas a siete familias, recursos minerales entregados a transnacionales, educación en cómodas cuotas, salud que cuesta un ojo de la cara, bienes nacionales rematados al mejor postor y así, un largo etcétera de “soberanías” entregadas al arbitrio del mercado. Rasgar, ahora, vestiduras frente a un problema de límites, parece ser el chivo expiatorio de otros derechos desatendidos durante los últimos 40 años.
El prisma para la resolución del conflicto debiera abordar dos visiones: el beneficio y el proyecto político. Claramente los gobiernos de la Concertación y el reciente de la derecha no comulgan con un proyecto político, pero sí debieran hacerlo por los beneficios económicos e intangibles de una reintegración al Pacífico de Bolivia, buscando fórmulas win-win. No es necesario inventar la pólvora, porque existen ejemplos de problemas similares y soluciones con diversos enfoques.
Muchos lo han dicho, tanto de la izquierda, como de la derecha, señalando que Chile debería potenciar los nexos naturales que existen entre las regiones nortinas con nuestros vecinos de Bolivia, Perú e incluso Argentina. Y es que bien valdría recordar que los estados sólo tienen 200 años, mientras que las culturas andinas que vivieron y poblaron ese territorio lo hicieron desde mucho antes y por más tiempo, acumulando patrones culturales que evidencian una cosmovisión y formas de vida que dan cuerpo a la idiosincrasia de la zona, por lo que ese tránsito es una cuestión casi de inercia.
Finalmente, sumado a la acumulación de voluntades políticas, tanto formales como informales, que piensen y decidan la solución, se requiere una reestructuración de los lugares comunes, creados por la educación (o mala educación) respecto al conflicto. Está bien dejar en claro que fue una guerra fraticida en beneficio de intereses foráneos, pero la izquierda tendría que asumir un rol más proactivo con miras al futuro, más que solamente limitarse a la denuncia y diagnóstico del hecho histórico.
Una historia plagada de clichés y relatos heroicos supernaturales, que ocultan el carácter humano del conflicto. Una historia en base a los Grau, los Prat, los Abaroa o los Sotomayor, poco y nada puede ayudar a solucionar un problema tan profundo y complejo como este. ¿No sería necesario dar cuenta de las relaciones interpersonales que se destruyeron, de los intereses económicos que forzaron la guerra, de la visión y el lamento de los perdedores, de la arrogancia de los ganadores?
Sólo entendiendo la grandeza, pero también lo peor de la condición humana que desata las guerras, podremos avanzar en vernos como pueblos hermanos y crear las condiciones subjetivas que permitan dar mar a Bolivia, sin por ello sentirnos menoscabados. Un acto de tal altura moral, debiera ser el que relaten las páginas de los textos escolares que lean nuestros niños chilenos y bolivianos en los próximos años.
Actos de ese tipo son los que debieran inflar el pecho de la identidad nacional antes que afrontas belicistas como “Por la razón o la fuerza”. Profesores, enseñemos también a nuestros niños los lemas patrios de Bolivia “La unión es la fuerza” y del Perú “Firme y feliz por la unión” a ver qué enseñanzas nos dan los futuros constructores del país.
Editorial
El Ciudadano Nº142, mayo 2013