A 44 años del golpe de Estado, cuando muchos de los más directos implicados en las violaciones a los derechos humanos están en prisión o ya han fallecido, cuando los familiares más directos de las víctimas están agotados en su búsqueda de justicia, no sólo aún persisten más de mil procesos sin condenados, sino que además falta gran parte de la verdad. Tras este largo periodo, los efectos del golpe y la dictadura, su interpretación y escritura, son todavía tareas en proceso.
El golpe de Estado y la posterior dictadura han dejado una gran cicatriz en la historia de Chile, grieta o corte en el tiempo que descansa sobre tragedias colectivas e individuales provocadas por las millares violaciones a los derechos humanos. Múltiples eventos que encuentran cohesión en una organización cívico militar para el crimen político, el que desde su mismo origen ha requerido de manera paralela una maquinaria para ocultarlos y, cuando no ha sido posible, justificarlos. La dictadura y sus aliados, muchos de ellos hoy como núcleo duro de las elites económicas y políticas, no son capaces de reconocer sus atrocidades. Los crímenes se tapan, se niegan, se hacen desaparecer. Y frente al tiempo, se omite, se borra, se manipula la memoria.
Sobre esta escena se ha construído esta etapa histórica mal llamada transición. Un ciclo opaco levantado sobre la forzada amnesia colectiva, sobre la hipocresía y la traición. Una construcción para el borrado de la memoria, instalada por las elites para legitimar a la dictadura como salto a la modernidad y la inclusión social. Un proceso indefinido, sin solución ni salida, bajo el cual se ha intentado comprimir el hecho más funesto de la historia de esta nación. Si los detenidos desaparecidos no prescriben como crímenes de lesa humanidad, la transición tampoco ha cortado sus lazos y continuidad con la dictadura.
La herencia de la dictadura está presente en sus objetivos: un golpe de Estado para devolver las estructuras socioeconómicas, políticas y culturales a los albores de la república. Una sociedad de oligarcas, que ha retrocedido la historia para su comodidad y pleno disfrute. Qué más claro que la presencia a lo largo del actual ciclo histórico de muchos de los actores civiles que multiplicaron sus fortunas sobre la base de la sevicia desplegada por los militares y sus agentes. Qué más evidente de esta continuidad cuando vemos que el mismo exyerno de Augusto Pinochet, multimillonario por oportunismo y nepotismo, corrompe a toda la clase política. Las ilegales maniobras de Julio Ponce Lerou son hechos documentados, pero también son la gran metáfora de esta nefasta postdictadura.
Los chilenos, en especial las nuevas generaciones, reciben esta herencia como un relato mal contado. Las elites, que controlan las grandes teclas del poder y los medios de comunicación hegemónicos, han narrado su versión reducida y tergiversada de la historia. Es esta una herencia ponzoñosa, que requiere su desmontaje y transparencia.
A partir de aquí tenemos los chilenos una doble tarea. La investigación documental de los hechos, pero con especial énfasis levantar una a una las delgadas capas que han ido apretando el pasado y el transcurso de los años durante estas cuatro décadas. La tragedia chilena está también oculta bajo esa madeja de interpretaciones y versiones que han tejido la memoria. Nuestra tarea es también la del arqueólogo, que levanta con extremo cuidado esas delgadas capas esparcidas en entrevistas de prensa, textos, opiniones de los familiares de las víctimas, láminas que ante el fondo de los hechos, ante el objeto de investigación, van cambiando su valor. Nuestra tarea es continuar el trabajo de los familiares, de sitios de memoria, de organizaciones de derechos humanos, en el borrado de la falsa escritura de las elites y en el esclarecimiento de la verdad.
Si algo se ha avanzado en justicia y en el respeto de los derechos humanos es consecuencia de la ardua labor que han realizado durante tantos años las asociaciones de familiares de víctimas de la dictadura. Porque antes de llegar a conocer el momento del crimen, borrado por las omisiones, secretos y desapariciones, tuvieron que levantar una a una aquellas capas de mentiras adheridas durante la dictadura y no pocos años de la transición.
Algo se ha conocido pese a los pactos de silencio de los criminales y a la desidia, comodidad, e incluso culposa complicidad, de los gobiernos de la transición. Algunos de los asesinos están condenados y confinados, aun cuando en una prisión especial de cinco estrellas. El fin de estos privilegios con el cierre de la cárcel de Punta Peuco no hubiera sido posible sin la presión incansable de los familiares y organizaciones.
No podemos dejar que la impunidad, la mentira y el silencio conformen la historia y sean la herencia para las nuevas generaciones. Todos los esfuerzos son necesarios para rescatar la verdad, de lo contrario la manipulación llegará a niveles de farsa, que nos trae a la memoria una de las más despreciables frases oídas durante la transición.
Durante uno de los interrogatorios que se le hicieron a Pinochet, el dictador, ya debilitado y próximo al fin de sus días, le respondió al ministro Víctor Montiglio, que llevaba el caso por la Operación Colombo: “No me acuerdo; no es cierto. Y si es cierto, no me acuerdo”.