Nuestra estructura de medios, entregado a los grandes consorcios empresariales ligados a los intereses de la derecha, tiene una doble, y triple, falencia democrática. La primera, que es la mencionada, está dada por la mercantilización y concentración de los mensajes. La otra gran carencia democrática es que funcionan como amplificadores de nuestro statu-quo político-institucional, el que impide, como bien sabemos, la representación no sólo de las minorías, sino también de las mayorías. En este sentido, podemos decir que estos medios no sólo excluyen a muchos y expresan una sobrerrepresentación de determinadas cúpulas de intereses, sino que también obstaculizan el cambio y la posibilidad de alcanzar mayores niveles de democracia y participación. Una tercera falencia democrática que puede agregarse es la prescindencia del Estado como canalizador de las voces y necesidades de los grupos sin representación en la prensa empresarial.
Los medios de comunicación, ya bien lo sabemos y lo sufrimos, devienen en un arma estratégica de primera línea para el mantenimiento y la reproducción del statu quo. Como servicios, no siempre rentables pero sí muy apreciado, los medios están allí para reforzar comportamientos, acaso modelarlos y por cierto controlarlos cuando fuere necesario.
Es la prensa escrita, que es la gran prensa política, la que tiene hoy la solvencia comercial y técnica para desarrollar y articular este relato, el que posteriormente circula de forma más opaca y tosca por los medios audiovisuales. Porque la televisión y la radio -con la excepción de algunas emisoras informativas- lo que hace es reproducir en su propio estilo los principales criterios, políticos, económicos, sociales, culturales, éticos, emplazados por la prensa escrita. Salvo algunas excepciones más o menos valiosas y vistosas, los medios masivos, como la televisión abierta, reciclan los contenidos producidos por la prensa hegemónica.
Resguardar esta institucionalidad es también acotar, ordenar. Pero es básicamente controlar. Y qué ejemplo más palmario que el abierto y sumiso apoyo que prestan los medios hegemónicos al Estado chileno para reprimir, por múltiples vías, al pueblo mapuche. El último episodio en este largo e infame proceso ha sido la denominada Operación Huracán, que mantuvo en prisión preventiva por 26 días a siete activistas mapuches, campaña canalizada por la Fiscalía que, una vez más, se cae por sus inconsistencias quedando a la luz pública como un impúdico montaje. Sobre la base de pruebas muy frágiles, acaso distorsionadas por no calificar con anticipación como falsas, el aparato represivo del Estado consigue no sólo controlar y amedrentar, sino alimentar, con el apoyo incondicional de la prensa hegemónica, la cultura represiva y discriminatoria que promueven aquellos sectores vinculados a los intereses corporativos que usufructúan de los recursos naturales del territorio mapuche. Un montaje más que nos recuerda a los levantados por el tristemente célebre exfiscal Alejandro Peña en su persecución de jóvenes anarquistas.
El Gobierno al levantar este nuevo montaje refuerza la campaña para asimilar a las justas demandas del pueblo mapuche con terrorismo, bien aceitada bajo la aplicación de la execrable ley homónima que data de la dictadura. Una estrategia que además de ejercer control por distintos medios, desde los económicos y financieros a los militarizados, refuerza la falsa visión de violencia atribuida injustamente al asediado pueblo mapuche. En esta fase de control estatal los medios afines a los intereses corporativos y a la institucionalidad neoliberal cumplen un rol fundamental y perverso.
La mantención del statu quo es la exclusión, descalificación y represión de todos los discursos ajenos a la institucionalidad. “Anarquistas”, “mapuches”, “tribus urbanas”, “okupas”, “encapuchados” y otros diversos grupos y denominaciones quedan al margen del relato oficial, de aquel sujeto nacional de consenso idealizado por aquella prensa. A todos estos grupos, individualidades e identidades, se les despoja de su discurso político y social y se aíslan y trastornan sus actos. Una operación cuyo objetivo es desnudar sus acciones, amordazarlas, desreglamentarlas, instalarlas fuera de la ley y del orden. Descalificar sus identidades. Desde ese borde, se les empuja al amplio territorio exterior, a la exclusión. Instalados en los bordes, aislados, silenciados e identificados, son vigilados por los sistemas de seguridad del Estado.