Ha muerto Oscar Niemayer, genio e irreductible carioca, conocido tanto por su obra arquitectónica probablemente sin par -vivió y trabajó hasta los 104 años, y realizó unos 600 proyectos, incluida la ciudad de Brasilia-, como por no haber acomodado nunca sus convicciones ideológicas y políticas a las modas, tendencias o conveniencias pragmáticas. Como el historiador británico Eric Hobsbawn, o el escritor portugués José Saramago.
El problema es que la consecuencia se vuelve virtud sólo con los muertos. Con algunos. En vida, los tres mencionados -y muchos otros, como Gladys Marín, Pablo Neruda, Karl Marx, José Manuel Balmaceda o el Ché Guevara– rara vez fueron elogiados por esta característica. Al revés, la mayor parte de su vida fueron calificados de dogmáticos, nostálgicos, megalómanos, fanáticos, utopistas, soñadores, oportunistas, aventureros, o sencillamente seniles.
En vida, para la aceptación universal hay que ser como Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards o Jorge Castañeda, no como Fidel Castro, Gabriel Salazar o Noam Chomsky. Éstos tres últimos, sólo cuando mueran, pasarán a integrar la lista de los férreos consecuentes: mientras tanto son unos viejos locos, aferrados a dogmas del pasado, que cualquier reporterito de TV se atreve a descalificar con una sonrisita canchera.
Y si esto pasa con figuras famosas, figúrese usted lo que ocurre con los de a pie; el precio que paga un «irreductible» cualquiera, sin talentos ni contactos especiales a la hora de buscar empleo, de discutir ideas, de hacer negocios.
¿Tendría casa propia Camilo Escalona, el presidente del Senado, si no hubiese adecuado sus viejos ideales revolucionarios? ¿Por dónde andaría Lautaro Carmona si hubiese mantenido el estilo de Gladys Marín? ¿En qué noticiero estaría Consuelo Saavedra de haber continuado haciendo entrevistas como las de Rock’n Pop? ¿Qué pasará con Mauro Becerra si en vez de enrabiarse cuando sus colegas de la TV mienten a viva voz, no se une a ellos?
La venganza de los irreductibles famosos es que, tras su muerte, sus vidas se agigantan con el tiempo, mientras que los winners vivientes, esos que agarran embajadas y cupos parlamentarios, y salen en la TV a vociferar contra el Perú, quedan en el olvido más patético.
Los demás, los doblemente losers, pero igualmente tercos, no tenemos venganza: pervivimos en la venganza de los Niemeyer.
Por Alvar I. Koke