¿Cuándo la educación no educa? Probablemente, nunca. Siempre instruye, incluso cuando la calidad conceptual es baja. Entonces, más apropiado es preguntarnos cuál debería ser el rol de la educación o, dicho de otra forma, qué necesita, concretamente, la sociedad argentina de la instrucción formal.
Agárrese un diario al azar. En números rojos aparecerán datos sobre la violencia urbana. Esto se evidencia en todos los espacios de la actividad del hombre. La agresión que sufren y ejercen los ciudadanos se constata incluso en la literatura, por ejemplo, en novelas como El oficinista[1], de Guillermo Saccomanno; Oscura monótona sangre[2], de Sergio Olguín; Kriminal Tango[3], de Álvaro Abós[4]. Ahora, dicho sin más rodeos retóricos, uno de los saberes que la educación debe darle a la comunidad tiene que ver con la adquisición de mecanismos para desarticular esa violencia.
Como petición de principio, diremos que sociedades con índices altos de desigualdad económica, a menudo, experimentan niveles elevados de violencia; la Argentina, por caso. Asimismo, es innegable que ha tenido lugar una serie de hechos y se han dado ciertas circunstancias mundiales que, de una manera u otra, propician numerosas conductas violentas registradas últimamente en América Latina, a saber: el deterioro del Estado de Bienestar y de los servicios públicos, el creciente desempleo, las políticas de ajuste, la corrupción y la impunidad delictiva, etc., todo lo cual, en conjunto, ha dado lugar —en muchos casos— a episodios de violencia individual y estatal.
En las instituciones educativas se tiene que crear, en primer lugar, un marco referencial a partir del cual se enseñen valores y actitudes que favorezcan la aceptación de las diferencias, mediante la erradicación de prejuicios y la práctica de habilidades comunicativas. El educador, como ha propuesto la pedagogía libertaria, nunca debió limitarse a aportar una información y sí, por el contrario, convendría que ayude al estudiante a que construya su propia interpretación del mundo y se muestre tan crítico como creativo. En segundo lugar, las escuelas deberían preparar a sus estudiantes para acortar las brechas de desigualdad material y simbólica, puesto que existe un factor determinante de la violencia urbana: la posesión del capital y la exclusión desprendida del afianzamiento de una macroestructura que se sustenta, precisamente, en dichas desigualdades.
Además, una enseñanza auténtica no podría darse, si se postula como solución de la violencia, de manera desarticulada. No sería útil radicalizar una orientación técnico-practicista o una orientación teoricista, porque, para responder a la necesidad social, se deben dar recursos tanto materiales, para resolver situaciones concretas, como así también recursos intelectuales, para reflexionar sobre la experiencia. En nuestra sociedad (tal vez en todas), ambos aspectos son indispensables.
Una persona violenta suele ser incapaz de empatizar con los demás y tiende a volcar en ellos situaciones que ha sufrido en su vida (abusos, humillaciones, exclusiones, frustraciones), con una evidente falta de destreza para emplear estrategias que no sean agresivas. En este sentido, a caballo entre las dos orientaciones mencionadas arriba, se hallan las facultades lingüísticas, como aspecto sobre el que es preciso hacer foco. Asimismo, es necesario que los estudiantes, en todos los niveles de su formación, asuman mayores responsabilidades y adquieran fortaleza psicológica para resolver problemas[5]. El aula, si es cierto que es una puesta en abismo de la sociedad, es el mejor lugar para enseñar esto, mediante la prueba y el error.
Un punto clave para tener en cuenta es el conformismo que subyace a expresiones cotidianas como «esto siempre fue así», o incluso, aunque opuesto en apariencia, «esto antes no pasaba». En ambos casos hay una actitud reaccionaria, producida tanto por ignorancia como por comodidad. Sea como fuera, se trata de un sentimiento que afianza la sensación de irreversibilidad de la violencia instaurada en las ciudades.
Para acercarnos al final de este punteo sobre cuestiones sociales que tienen que ser consideradas sociológicamente a la hora de reflexionar sobre la educación y la violencia urbana, agregaremos la tendencia que las relaciones interpersonales tienen hacia la pérdida del contacto físico. Cuando un sujeto no tuvo, por lo menos en la escuela, la práctica suficiente para abordar un intercambio humano real, sin mediación de tecnologías, puede surgir —y suele surgir—, una reacción violenta. Creemos que, en el fondo, lo que origina esta actitud es el miedo.
Volvemos a la literatura para ilustrar, «Ventana sobre el miedo»:
El hambre desayuna miedo. El miedo al silencio aturde las calles. El miedo amenaza.
Sí usted ama, tendrá sida.
Si fuma, tendrá cáncer.
Si respira, tendrá contaminación.
Si bebe, tendrá accidentes.
Si come, tendrá colesterol.
Si habla, tendrá desempleo.
Si camina, tendrá violencia.
Si piensa, tendrá angustia.
Si duda, tendrá locura.
Si siente, tendrá soledad (Eduardo Galeano, 2001 [Las palabras andantes], p. 120).
La violencia, en síntesis, proviene primariamente del miedo. La sociedad argentina, en las distintas provincias y, sobre todo, en las distintas ciudades, es violenta. La educación es el recurso ideal para desbaratar el miedo, pero no es autosuficiente. Puesto que dichas ideas, en cierto modo, se supieron siempre, a quien debe culparse no es a las escuelas (que pueden ser partícipes y, en efecto, muchas veces lo son), sino a quienes favorecen la reproducción del miedo, más allá de los intentos para revertirlo desde la enseñanza. En suma, una vez identificado el problema de la violencia y el problema de la funcionalidad de la violencia en el orden vigente de cosas para los intereses macroestructurales, faltaría debatir todavía sobre cómo dirigir la praxis o, dicho con una metáfora ordinaria, cómo remar contra la corriente.
[1] «El hogar es un departamento alquilado […], penumbroso, estrecho y hediondo. El clima familiar que describe en la oficina no tiene nada que ver con la verdad. Su mujer, una mole con facciones equinas, es una tipa agria y despótica, y sus hijos una cría de obesos malcriados. Le exigen electrodomésticos, ropa de moda, zapatillas astronáuticas, un auto, viajes. […] Le cuesta a veces distinguir a unos de otros. […] A menudo imagina que los liquida» (Saccomanno, 2012 [El oficinista], pp. 39-40).
[2] «El camionero mayor le dijo que no fuera boludo, que […] las pendejas muy pero muy pendejitas estaban en Amancio Alcorta e Iriarte. Vienen del barrio Zavaleta, agregó el otro. Son pendejas de la villa. Entonces son paraguayas. Son hijas de paraguayas. ¿El barrio Zavaleta? La Villa 21. Son fumonas, seguro. Le dan al paco. El conocedor hizo un gesto de duda. No todas, son muy pendejas, en serio. Bueh, si no le dan al paco le van a dar dentro de muy poco. Si pueden coger, se pueden dar con lo que sea también. ¿Pendejas de qué edad? Yo me cogí una que tenía catorce. Ah, muy pero muy pendejas. Te lo dije. Hay minitas de quince, de catorce, te digo más, debe haber hasta putas de doce o trece. Eh, son vírgenes casi. Qué van a ser vírgenes, a ésas se las cogieron el padre, los hermanos, hasta el abuelo. Y salen a la avenida, pero no muy evidente, no están como las otras trolas mostrándote las tetas. Están más bien para el lado de Iriarte. Andan por ahí, como si estuvieran de paseo. Vestidas normal, alguna pollerita corta, pero todo tranquilo. ¿Y qué hacés, le tocás bocina? No, no es necesario. Te parás cerca de donde están y se te acercan. ¿Cuánto te cobró? ¿La de quince? ¿Qué, fuiste con otras? Había ido antes pero siempre eran más grandes. La de quince te tira la goma por veinte mangos. Me estás jodiendo. No se la quise pelear porque estaba muy buena, tenía carita de santa, pero si la apurás por diez mangos le hacés lo que querés. Compran droga. Con eso qué pueden comprar. Paco, boludo, ¿cuánto creés que vale? Están muy mal las pendejas. No, nabo, están muy buenas. No sabés con qué ganas la chupaba la pendeja. ¿Y si te la querés coger bien? Pedía treinta, pero acá, en la avenida no da mucho para cogértela. Yo me la llevo atrás y listo. Vos sí, pero yo atrás tengo el acoplado lleno de bosta» (Olguín, 2012 [Oscura monótona sangre], pp. 27-28).
[3] «…un travesti le había disparado seis veces a su amante sin acertarle, pero una bala mató a un guardia de seguridad en un boliche de la Avenida del Tejar; dos maleantes de poca monta se fusilaron entre ellos en ese tramo de la calle Blanco Escalada, arbolada y oscura como boca de lobo, que es como un anticipo de la morgue; apareció muerto un jubilado que había sacado a cagar a su caniche, ¿qué le querían robar, el carné? […] siempre lo mismo…» (Abós, 2010 [Kriminal Tango], pp. 38-39).
[4] Valdría la pena no dejar pasar por alto la inquietante y sugestiva idea de que la violencia nunca ha dejado de estar «en el corazón mismo del arte», como lo propone Marc Petit en Elogio de la ficción (1999, p. 96). Valdría la pena también considerar la relación entre violencia y cultura, pero esto ya sería motivo de otra comunicación.
[5] Cfr. Weisse, C. F. (2002). «Violencia, inseguridad y subjetividad contemporánea», en Revista de Psicoanálisis 59, 2 (abr.-jun. 2002), pp. 367-389.