La buena costumbre: a simple vista se aprecia el aumento del número de personas pedaleando en Santiago. De ser una rareza, los ciclistas lentamente han comenzado a apoderarse del paisaje santiaguino. Abundan las tiendas especializadas, la oferta de modelos y accesorios es infinitamente más rica que hace unos pocos años (la bonanza económica chilena pedalea en una Brompton), los biciestacionamientos públicos se multiplican, y algunos ya no dan abasto para satisfacer a una demanda que no para de crecer. Se anuncia un ambicioso programa de bicicletas públicas, los paseos recreativos dominicales son cosa común en varias comunas, y al parecer por fin se va a contar con una red de ciclovías decente, que realmente merezca el calificativo de “red”.
Las malas costumbres: el auge del ciclismo urbano chileno se ha hecho a costa del peatón, eterno pariente pobre de la calle. Siguiendo una arraigada tradición nacional, gran parte de los nuevos pedaleros han hecho de la acera su lugar preferente de circulación. En el Santiago de hoy es común escuchar mientras se camina el sonido de una campanilla fashion por detrás, señal de que hay que hacerse a un lado para dar paso a un nuevo ocupante preferencial. A veces ni siquiera hay campanilla de por medio: el pedalero sencillamente pasa raudo al lado de un sorprendido peatón que no alcanza a reponerse del susto cuando ya tiene a un colega del anterior embistiéndolo por el otro flanco. A veces son familias enteras las que exigen el derecho de paso donde éste sencillamente no existe. En barrios acomodados el conflicto entre ambos usuarios es mucho más frecuente. Allí las veredas generalmente son amplias, libres de obstáculos y bien mantenidas, el sitio ideal para pedalear de manera cómoda y segura de no ser por el hecho que por ahí también circulan unos lentos obstáculos a pie.
La teoría dice que peatones y ciclistas son miembros de una misma familia. En la práctica, los conflictos entre ambos parientes están a la orden del día; así, en los diarios son comunes las cartas de indignados caminantes quejándose amargamente por la irrupción de forajidos sobre dos ruedas en un espacio que antes les pertenecía por completo. Habrá que decir que los primeros tienen la razón. La acera fue pensada y construida para un solo tipo de usuario, uno que no anda a más de cuatro kilómetros por hora, que a veces se detiene a descansar, que tiene derecho a andar distraído, que asume sin problemas su lentitud, y que por lo tanto no ve en su espacio de circulación una pista de carreras. Habrá que decirlo con firmeza: peatones y ciclistas no caben en el mismo espacio, a menos que éste sea diseñado ex profeso para el uso compartido entre distintos medios, cosa que no ocurre en la gran mayoría de las veredas santiaguinas. En otras palabras, los ciclistas deben salir de la acera, pero hacer esto a la fuerza, de un día para otro, puede ser contraproducente. Sacarlos de manera abrupta de un sitio al cual están (mal) acostumbrados puede traducirse en que muchos abandonen la sana práctica del pedaleo y elijan otros medios para desplazarse en la ciudad. Mal que mal, perder un ciclista para ganar un automovilista sólo es negocio para las automotoras.
¿Qué hacer entonces? Una política gradual orientada a la modificación de los hábitos de pedaleo parece ser la mejor alternativa. Esta estrategia debe estar basada en la construcción de infraestructura para el ciclismo urbano, la adaptación de calles para el uso compartido entre distintos medios, y la implementación de campañas educativas tanto para ciclistas como para automovilistas, que finalmente son quienes han hecho de la acera el lugar más seguro y atractivo para pedalear en la ciudad. Desde ya urge construir de una vez por todas la por tantos años cacareada red de ciclovías para el Gran Santiago, hoy conformada por una serie de fragmentos mal diseñados, dispersos y desconectados. Esto no tiene sentido en las calles locales, aquellas que tienen nombres de árboles y pájaros, y que componen algo así como el 70 por ciento del total de la superficie vial de la capital. En ellas debe adaptarse el diseño vial para que puedan convivir de manera cómoda y segura ciclistas y vehículos motorizados. Masificar las áreas de velocidad restringida (Zonas 30), despejar y señalizar cruces, garantizar visibilidad a los usuarios, y ocupar texturas en el pavimento como elementos reductores de velocidad, son algunas de las herramientas que están a la mano del urbanista comprometido con el pedaleo. En algunas áreas de tráfico escaso se pueden desarrollar calles 100 por ciento compartidas –los famosos woonerven que tanto gustan a los holandeses- donde la diferenciación entre espacio para la movilidad motorizada y no motorizada sencillamente no existe. Sume a todo esto campañas de educación vial y en cuestión de meses no sólo habrá solucionado el problema, sino que de paso habrá convertido su ciudad en un paraíso ciclista.
Si después de esto siguen andando por la acera, entonces no quedará otra que recurrir al clásico recurso de “por la razón o la fuerza”, tan representativo del alma nacional.
Por Rodrigo Díaz