Adorno retoma un tema propio de la dialéctica marxista: la necesidad de seguir escribiendo filosóficamente, una vez que el tiempo de la revolución pasó. Seguir pensando, seguir educando.
En este sentido, el teórico retoma el planteamiento de la cultura como proceso de civilización, frente a la interpretación antropológica de la cultura como costumbre. En el caso de la cultura entendida del último modo, se subraya lo folclórico de cada sociedad. Así se paralizan, en gran medida, los aspectos referidos al cambio social y sus variaciones estructurales. Este significado es el que actualmente prevalece en la nueva fase del capitalismo de la globalización, y el que se impone, a través del proceso tan posmoderno e ideológico del «multiculturalismo», representativo, por lo demás, de la reciente dinámica geopolítica internacional. Frente a la definición antropológica de cultura, Adorno defenderá el entendimiento de la cultura como civilización.
De hecho, la cultura solo cobra sentido cuando posibilita la regeneración de las sociedades y de los individuos, en un progreso de las conciencias y del bien común. Por consiguiente, la cultura racional humanista heredada desde nuestros orígenes grecolatinos se convierte en el hilo conductor del pensamiento crítico. Sería, pues, en este proyecto en donde se enmarca el significado de la cultura; es decir, lo propio de la definición humanista-racional de cultura proviene de la posibilidad autorreflexiva con la que una sociedad y sus sujetos son educados para pensarse a sí mismos como sujetos dotados de racionalidad, y desarrollar un modelo de comunidad en el que todos, por igual, tengan acceso al desarrollo de sus facultades y posibilidades humanas. De esta forma, para Adorno, la cultura pasa a ser el motor de la razón y del progreso colectivo. Por ello, se hace apremiante el análisis cultural en el pensamiento del autor de Fráncfort, puesto que, en último término, Historia y Cultura son sinónimos del mismo concepto de desarrollo de lo humano en sus poliédricas y complejas posibilidades.
La barbarie
Adorno piensa la barbarie, por un lado, como una recaída en la Historia de la Humanidad hacia formas de violencia física primitivas; recaída, paradójicamente, en un momento en el que el estado de civilización técnica altamente desarrollado deja atrás los esfuerzos físicos: los hombres están «poseídos por una voluntad de agresión primitiva, por un odio primitivo, por un impulso destructivo». Por el otro lado, Adorno se pregunta si «una persona equilibrada en todos los sentidos, moderada, ilustrada, liberada de agresiones e incapaz ya, por tanto, de barbarie, como consecuencia de su propio sistema de motivaciones, representa en sí misma un producto deseable de la sociedad». La respuesta es negativa, porque en tal caso, se estaría cediendo ante una de las presiones sociohistóricas contra la emancipación más comunes: el gregarismo. Ante el imperativo burgués de tranquilidad, no obstante, el mero hecho de que la cuestión de la barbarie sea discutida puede dar lugar ya a una transformación.
Influido por el psicoanálisis, el pensador cree en posibilidad de sublimar los instintos de agresión, de modo que acaben siendo llevados hacia inclinaciones productivas. Pero como todos nos encontramos en el contexto de culpa del propio sistema, nadie estará enteramente libre de rasgos bárbaros. Así, la discusión sobre la enseñanza para la emancipación se retrotrae hacia la infancia de los hombres.
Concretamente, Adorno dice: «Mi sospecha es que existe siempre barbarie allí donde se produce una recaída en la fuerza física primitiva, sin que tal fuerza esté en relación transparente con fines racionales de la sociedad», pero «Las reflexiones y la racionalidad no constituyen, por sí mismas, prueba alguna contra la barbarie». Es decir, la barbarie suele tomar la forma de objetivo dirigido racionalmente. Aquí Adorno precisa: «estas reflexiones tienen que ser ellas mismas transparentes en su finalidad humana».
Entonces hay que abandonar un buen número de representaciones que gozan de aprecio. Entre ellas, la tesis pedagógica general, según la cual la competencia entre los niños es una facultad que hay que fomentar al máximo. La competencia es uno de los estímulos más bárbaros que recibe el niño; y es, en el fondo, un principio opuesto a una educación humana. Equivocadamente, esta idea es asumida por la mayoría de los profesores como un medio para aumentar el rendimiento, como si todos debiéramos ser deportistas en busca del rendimiento récord o la brillantez. En realidad, hay que preparar a las personas para desconfiar de la idea de la «sana» voluntad de éxito.
El fracaso vuelto violencia
Las personas, de acuerdo con la teoría freudiana, experimentamos ininterrumpidamente fracasos mediante la cultura; desarrollamos, bajo ella, sentimientos de culpa y estos mutan en agresiones posteriores. La cultura lo promete todo y no lo da todo. Este incumplimiento de la promesa constituye «el fracaso de la cultura».
Es más: la cultura divide a los seres humanos. La más importante de estas divisiones es la efectuada entre el «trabajo corporal» y el «trabajo espiritual». Con ello, ha hecho que las personas pierdan la confianza en ellas mismas. El odio que produce se dirige contra sí, y no contra la falsa promesa que late en ella, de un estado de plenitud y paz. Genera, pues, agitación —cuyo extremo opuesto, el sometimiento corderil, es igualmente violento—. El resultado último es un estado de darwinismo social pleno.
Según Adorno, las personas deben empaparse en un sistema educativo de vergüenza contra todas las formas de violencia social. Para logarlo, hay que iniciar el cambio educativo en las primeras etapas de escolaridad, puesto que allí se producen las adaptaciones sociales decisivas y adaptaciones de la disposición anímica, no menos decisivas.
El principio de autoridad
La barbarie se vale del principio de autoridad (entendida como falacia, principio no «esclarecido», no «transparente»). Y sucede que la educación también está regida por el principio de autoridad. Por lo tanto, la educación está barbarizada. Aquel hunde sus raíces en lo más profundo de la sociedad, en consecuencia, también los padres de los alumnos son bárbaros. Recuérdese, por ejemplo, la creencia en el derecho al castigo.
Existen, sin embargo, «ciertos fenómenos de autoridad que asumen, desde luego, un significado muy distinto en la medida en que ya no son ciegos, no se derivan del principio de la violencia, sino que son conscientes, y sobre todo: que tienen un momento de transparencia también para el propio niño». El niño, como se sabe psicoanalíticamente, no debe ser sometido a la violencia de la autoridad ni encontrarse privado de toda seguridad por falta de directrices. La clave conceptual está en la no deformación de la autoridad en autoritarismo.
Subversión de la violencia
Los niños a los que se les suministró, en una etapa temprana de su desarrollo personal, la posibilidad de una sublimación de la agresión, gozarán probablemente como adultos o púberes de una mayor inmunidad relativa frente a las agresiones bárbaras. Para ello, hay que superar, en el ámbito de la educación, el tabú sobre la diferencia, de modo que se consiga diferenciar a las personas en el proceso educativo y hacerlas tan delicadas que se apodere efectivamente de ellas la vergüenza ante la barbarie.
Democracia y minoría de edad
La exigencia de la emancipación es un requisito de la democracia. A partir de esta afirmación, Adorno remite a Kant: Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? [1784]. Ahí se define la «minoría de edad» (y con ella, también la emancipación), al decir que esta minoría de edad es autoculpable, cuando sus causas no radican en la falta de entendimiento, sino en la falla del valor y de la decisión necesarios para disponer de uno mismo sin la dirección de otro. «La emancipación es la salida del hombre de su minoría de edad autoculpable».
De acuerdo con esta idea kantiana, la democracia descansa sobre la formación de la voluntad de cada individuo particular, tal como se sintetiza en la institución de la elección representativa. Pero, para que esto resulte lícito y no un sinrazón, hay que dar por supuestos el valor y la capacidad de cada uno de servirse de su entendimiento.
Este valor y esta capacidad no vienen prefigurados en las personas. Por el contrario, dependen de su desarrollo social. De esta manera, es posible «hacer capaz» a alguien, se puede despertar en cualquiera la posibilidad de «aprender motivadamente». Y esto no solo es posible, sino obligatorio en un sistema social que se pretenda democrático.
Si no se supera el falso concepto de dotación intelectual, no se avanzará hacia el horizonte de la emancipación. El fetiche de la capacidad está estrechamente relacionado con la vieja idea romántica del «genio». Mientras se perpetúe el estado actual, seguirán preparándose personas domesticadas, capaces de mantenerse en su minoría de edad toda su vida. «La capacidad —insiste Adorno—, es una proporción muy importante», pero «función de las condiciones sociales». Además, como si fuera poco lo anterior, todos estamos sometidos al control omnipresente que se llama universidad.
Autonomía
Situación ideal: «Solo mediante el pensamiento se puede realizar algo así como una determinación de lo que es justo y adecuado, de una praxis correcta. Un pensamiento, además, insistente y decidido a impedir que perturben su caminar». Situación real: «el rendimiento en adaptación», que vale como «el éxito mayor de la educación infantil».
Falacias que atentan contra la autonomía: por un lado, la idea darwiniana-romántica del individuo fuerte; por otro, la idea de adaptación. Y a veces, al mismo tiempo, la autonomía que es concebida como un proceso anárquico, en el cual un ser se convierte en ser autónomo mediante la rebelión contra todo tipo de autoridad. Hacerse con una identidad fuerte, muy lejos de aquello, consiste en el encuentro con la autoridad. En este sentido, el maestro como figura de autoridad en el aula, debe tener en claro que su tarea es convertirse en superfluo.
Identificación y papel social (o rol)
En consonancia con este concepto tomado del teatro, se prolonga la no identidad del hombre consigo mismo. En la búsqueda de identificación con modelos impuestos a priori, el individuo se perpetúa en su no identidad. La consecuencia es un amaestramiento. Además, se busca que hoy las personas se adecuen a situaciones en constante cambio, en lugar de procurar que construyan un yo firme y constante, se busca una formación inmediata y se deja de lado el horizonte de orientación.
Liberación a través de la educación democratizada
Una de las tareas más importantes de la reforma escolar es acabar por fin con la formación organizada de acuerdo con un canon fijo, y sustituir este canon por una oferta variada: el propio alumno, tanto individualmente como en grupo, debe influir y participar en la determinación de su plan de estudios y en la elección de materias, pasando así a verse más motivado; acostumbrándose, a la vez, a que lo que ocurre en la escuela es consecuencia también de sus disposiciones y no solo de decisiones tomadas de antemano. Mediante «juegos emancipatorios» el alumno toma conciencia del poder individual y colectivo, y de este en relación con su propia libertad, como metáfora del sistema extraeducativo.
Y si conviene que la educación sea coherente con la realidad y no darle las espaldas a esta, como si viviéramos —como se dice tan bellamente— en un «mundo sano», se debe educar para la contradicción y la resistencia. «Intentos, en fin, de ir despertando, cuanto menos, la conciencia del hecho de que los hombres son siempre engañados, porque el mecanismo de la inmadurez y de la minoría de edad es hoy el del mundus vilt decipi (el mundo quiere ser engañado) elevado a escala planetaria». Habría que pensar una educación capaz de llevar al descrédito.