El gobierno envió al Congreso su último, y por cierto, el más emblemático, de sus proyectos de ley. La reforma a la educación superior, que establece gratuidad para los estudiantes de los primeros seis deciles de aquí al 2018, la penalización del lucro, el financiamiento de instituciones que cumplan con ciertos requisitos y la fijación de aranceles, entre otras propuestas, ingresó no sólo tardíamente al Legislativo sino generando fuertes reacciones entre prácticamente todas instancias relacionadas con la educación. Sin un apoyo claro, incluso entre las filas de la Nueva Mayoría, este proyecto tiene grandes probabilidades de seguir el mismo camino que las dos grandes reformas anteriores, las que sufrieron importantes y sustantivas modificaciones durante su paso por la Cámara y especialmente por el Senado.
La reforma a la educación superior reproduce las características de todos los gobiernos de la postdictadura. Reproduce por un lado la distancia entre gobernantes y las demandas de la sociedad civil, en tanto en su otra cara el enorme peso sobre las instituciones políticas de los intereses económicos que controlan los mercados. Un sello que está presente en la baja intensidad de los cambios y, básicamente, en la mantención del modelo de mercado sobre el que se basa la educación. Aun cuando el gobierno ha dicho que instalará un sistema mixto, incluso que reforzará y ampliará la educación pública estatal, la reforma es superficial y mantiene aspectos de tal intensidad mercantil como el financiamiento público a la educación privada, la mantención de capitales especulativos en este sector y los créditos con aval del Estado durante el periodo que ha llamado de transición. La gratuidad universal, en tanto, es un horizonte escurridizo que hoy se liga al crecimiento de la participación del Fisco en el PIB, meta que ya se escapa a un futuro cada vez más incierto no sólo en el tiempo, sino a través de próximos gobiernos.
El envío del proyecto a la Cámara instala un nuevo escenario político y social que prevemos de mayor tensión. Representa la última de las cartas programáticas del gobierno, el que se halla en un momento incierto, y amplía y hace públicas desde ahora las presiones y el lobby de los poderes en la opacidad. No sólo el proyecto de reforma que ha evacuado el Ejecutivo acota los cambios al modelo de educación superior actual, sino que se instala como piso sobre el cual la discusión, impulsada por estos sectores con intereses económicos en el sector, apuntará hacia el mantenimiento de sus privilegios.
El ingreso en la discusión de estos grupos de presión ha elevado y redireccionado el debate nacional, el que tiende a alejarse de sus orígenes, que son los estudiantes y sus endeudadas familias. Tal como sucedió el 2006 y posteriormente el 2011, las demandas de cambios en la educación, que aparecen en las aulas, establecimientos y siguen en las calles, son capturadas por los poderes opacos, partidos y gobernantes para reducirlas y silenciarlas.
La separación del debate entre gobierno y grupos de presión puede tomar vías similares a la reforma laboral, la que aun cuando terminó desmantelada en el Tribunal Constitucional, reprodujo en buena parte los consensos entre el poder económico y la clase política y gobernante. Una discusión en que los intereses de los trabajadores fueron amortiguados por las dirigencias sindicales de la CUT.
Sería lamentable que este escenario vuelva a levantarse, el que tendería a repetir una vez más un ciclo propio de los últimos veinte años entre los movimientos sociales y los representantes políticos. En todos estos casos, los gobiernos, bajo la presión de grupos de interés, han puesto todos sus esfuerzos en frenar, fragmentar o desarmar los movimientos de la sociedad civil.
Los estudiantes y otras organizaciones sociales no pueden mantener las movilizaciones activas durante un tiempo indefinido. El desgaste es parte natural de esta dinámica, como lo hemos observado en los numerosos episodios de los últimos años. Es sin duda fundamental mantener las demandas en la agenda, pero es aún más importante cerrar la brecha que separa a la sociedad civil organizada con la representación política. La ciudadanía y los movimientos sociales deberán usar todos los mecanismos posibles para canalizar sus demandas al terreno político.