La política educativa del Estado Chileno se ha venido sosteniendo persistentemente durante la presente década. Asegurada la cobertura educativa, el acceso, se hace necesaria asegurar la calidad de modo transversal a la población. La “Calidad” es un termino concordante al contexto mercantil que ha adoptado la educación desde el inicio de la desregulación de la administración en los ochenta. Cuando éste discurso asume un carácter oficial en un estado democrático parece demostrar cierto consenso en la ciudadanía. No obstante, el efecto de una democracia representativa, como la chilena, es que las políticas y las orientaciones básicas de lo público son resultado de la acción exclusiva de técnicos, políticos (representativos, pero no representantes) y lobistas, y muy rara vez, de la ciudadanía común (Opech, 2008). En consecuencia, aquello que expresa la política del Estado chileno en materia educativa, y con esto no descubro nada, es la opinión de unos pocos, y no de la mayoría. Un aspecto más a recoger si se pretende entender la desigualdad educativa social y educativa en el país, en el plano de la pertinencia de lo que se enseña.
La educación como mecanismo funcional a la economía
En el 2004, en un discurso ante un grupo de empresarios, el Ministro de Educación de aquellos, Sergio Bitar, ex ministro de Allende, expuso: “Hemos afirmado -y se ha transformado en lema del Ministerio de Educación- que “La Educación es Nuestra Riqueza”. También en términos de rentabilidad…. para mantener la competitividad de las empresas (chilenas), tenemos que alcanzar una Educación competitiva a nivel mundial. Para eso necesitamos el compromiso de las empresas… Ampliar la relación entre educación y trabajo para hacer más significativo el aprendizaje de los estudiantes… Potenciar las habilidades para la globalización, hemos destacado en este tema… el manejo del idioma inglés y la alfabetización digital. La suerte de la empresa está vinculada a la del país y, concretamente, a la calidad de nuestra educación”. Estas frases evidencian un alto compromiso de los organismos oficialistas, encargados de resguardar el bien común, con el empresario. Ante esto, es difícil no creer en el viraje de la educación pública hacia la mercantilización. La relación expuesta entre educación y trabajo trae como consecuencia una idea de vivir para producir, ignorándose la formación de sujetos hacia la integridad, o lo que es peor, crear un sentido de que es importante solo aquello que es rentable. Por otro lado, cuando el ex ministro se refiere al manejo de habilidades para la globalización menciona a la lengua inglesa, mostrando una opción de “globalización” es un sentido parcial, pues persiste la hegemonía de la cultura occidental disfrazada en una aparente “mundialización”.
Frente a estas elocuentes frases oficialistas, es difícil creer que el empresariado chileno no desee invertir en educación, influyendo en las políticas, sobretodo cuando de modo oficial se asume una asociación entre ésta, productividad y competencia… y por cierto, invertir no es regalar, dar ni donar, pues hay un genuino interés en obtener beneficios de retribución. Esta opinión no es solo nuestra, según un informe de la OCDE (Organización para la cooperación y Desarrollo Económico): “La educación chilena está influenciada por una ideología que da una importancia indebida a los mecanismos de mercado para mejorar la enseñanza y el aprendizaje” (OCDE, 2004).
El profesorado como responsable único de los resultados
Por otro lado, para los docentes chilenos del sistema público se han creado algunos dispositivos de “aseguramiento” de la calidad. No obstante, doce años de reforma y múltiples programas para mejorar al profesorado, la opinión del oficialismo es pesimista. La actual Ministra de Educación, Mónica Jiménez, ha declarado a Radio Cooperativa: «Hoy día estamos muy lejos de tener a la mejor gente en educación, yo creo que tendríamos que tratar de volver a que el profesor fuera tan digno, tan respetable y tuviera tan buenas condiciones de trabajo que todos nosotros dijéramos a nuestros hijos ‘estudia educación’ (…) nos falta avanza en algunos aspectos que son cruciales, como la calidad del profesorado”. Entonces, los paupérrimos resultados son responsabilidad de la precariedad en el ejercicio docente. Hablamos de una mala “calidad” de su formación como de su desarrollo.
José Pablo Arellano, ex Ministro de Educación en la década de los noventa, expresaba en el 2005: “En los datos provenientes del Timms destaca que nuestros docentes se sienten inseguros en las materias que enseñan. Los datos de las evaluaciones docentes realizadas en los últimos dos años confirman esa misma situación y muestran que la dimensión más débil de la preparación de nuestros docentes es la disciplinaria. Incluso entre ciertos profesores existe fatalismo y desesperanza respecto de lo que pueden lograr. Imaginemos que pasaría si los médicos fueran fatalistas respecto de la posibilidad de mejorar a sus pacientes” (Arellano, 2005:5). La Ministra de Educación, Mónica Jiménez, ha hecho oficial la responsabilidad única del profesorado en los resultados, y su desenfadada correlación: “A mejores profesores en forma constante, mejores los resultados» (Jiménez, 2008). Contrariamente, durante el mismo año 2005 en que Arellano formula su declaración, una encuesta aplicada a docentes chilenos por la Universidad de Chile y el Mineduc sobre sus condiciones profesionales, muestra que, transversalmente a la dependencia de desempeño, más del 90% del profesorado tiene seguridad para interpretar el currículo nacional y diseñar evaluaciones, mostrando un alto grado de auto-confianza. Estas dos informaciones, de un ex ministro de educación y del cuerpo de profesores (unido a lo que se extrae del Marco para la buena enseñanza), evidencian una gran tensión entre lo que la clase política y la opinión publica creen respecto al desempeño de los profesores, y la auto percepción de éstos. La posición de la opinión publica en general sobre sus profesores se configura a partir de los malos resultados en las pruebas nacionales (SIMCE, PSU) e internacionales (TIMMS, PISA), ignorando que en los resultados también intervienen aspectos contextuales (por ejemplo, la masividad del aula, disposición del mobiliario, el poco tiempo para la preparación de las clases, un currículo especialmente técnico, etc.), de los estudiantes (un bajo capital cultural, problemas de alimentación, depositario de bajas expectativas, etc.) o la situación pasiva de los propios padres/madres y apoderados, que descansan su potencial educativo en la escuela, asumiendo una posición de cliente que lleva a la fabrica (escuela) una materia prima (hijo/alumno) y espera pacientemente su producto (aprendizajes, notas). Se encubre la responsabilidad de éstos actores (Gobierno, padres/madres, Estado, comunidad, etc.) en su traspaso a los profesores. De hecho, Jiménez manifiesta el rol fiscalizador externo de las madres/padres y apoderados en la educación de sus hijos, como agentes que exigen, pero que rara vez se les induce a participar: “Es clave que sean los padres y apoderados quienes exijan a los profesores de sus hijos que aumenten sus parámetros de excelencia… somos los padres los que tenemos que pedirlo. Tenemos que pedir que los profesores sean evaluados” (Revista Capital, 2008). Culpar en exclusiva al profesorado de los malos resultados en las mediciones, es tan ridículo como culpar a los médicos de las enfermedades de la gente o de la precariedad de su salud.
La calidad de la educación situada solo en quienes enseñan
Entre los mecanismos para el aseguramiento de la calidad, hallamos a los incentivos (como la Asignación de Excelencia Pedagógica), perfeccionamientos y los instrumentos reglamentario/orientadores. Dos de éste último son, el documento orientativo denominado “Marco para la buena enseñanza”, y la Evaluación Docente. Dicha evaluación utiliza como indicadores los criterios extraídos del “Marco para la buena Enseñanza”, transformando a éste documento en un mecanismo normativo más que orientador de las prácticas pedagógicas de calidad.
El documento dirigido a establecer los criterios nacionales de “calidad educativa” se presenta de la siguiente forma: “El profesionalismo de los docentes chilenos es parte de una tradición educacional que hay que consolidar y renovar. Es también un sentido que los profesores y profesoras de hoy deben compartir, para proyectar en la sociedad una imagen concordante con dicha tradición. El Marco para la Buena Enseñanza debe constituir un aporte en todas esas direcciones” (Marco para la Buena Enseñanza, Pág. 40). Al hacer una interpretación a estas palabras podemos distinguir lo siguiente: el Estado (o en el fondo, quienes lo dirigen) reconoce el profesionalismo del profesor chileno, sin embargo, el docente común no lo sabe, ni se valora profesionalmente, por eso, se dice hay que consolidarlo. La opinión pública tampoco lo cree, por eso es necesario que se proyecte en la sociedad una imagen concordante con el profesionalismo docente. Así, actuar bajo los lineamientos del MBE sería un camino para que el profesorado gane credibilidad en la opinión pública. El efecto de esto es que el profesionalismo es medido en función de los dominios, criterios y descriptores del documento, quedando no reconocidas por el Estado ni la opinión publica las omisiones del mismo, como por ejemplo, la capacidad del docente para contextos de colaboración pedagógica de la comunidad (madres/padres/apoderados) en participación igualitaria, o la habilidad de planificar actividades junto a otros, docentes y no docentes. Al quedar excluido como indicador de calidad, se le ignora y se le deja fuera de status como competencia profesional, perpetuando el desarrollo profesional alejado de los inexpertos.
El resultado: la soledad docente
Todo lo anterior, tiene como resultado que la política educativa chilena considera como no pertinente la participación activa de otros agentes educativos, y mantiene a la soledad docente como expresión de la labor de enseñanza y de aprendizaje en las salas de clase.
El estado del discurso oficial chileno para la política educativa se ha dirigido más a la exaltación de lo profesional, que a modificar los paradigmas técnico-utilitaristas que le subyacen desde hace más de treinta años. Además, la idea de precariedad humana y profesional del cuerpo docente nacional en la oficialidad y en la opinión pública es un hecho que se encuentra fuertemente arraigado. Prueba de ello es que a partir, desde la dictadura hasta el gobierno de Bachelet, no más de cinco Ministros de Educación han sido profesores.
Cristián Venegas Traverso
Profesor en Educación General Básica
Estudiante de Magíster en Ciencias de la Educación