Mi editor me pidió que cubriera las reacciones que provoca la declaración conjunta de los parlamentarios de la Comisión de Educación frente a la negativa de los profesores de bajar el paro que ya lleva 26 días de extensión. Von Baer, Allamand, Rossi, Quintana y Walker esta vez se alinean y piden que los profes dejen la movilización, que retomen las clases, que el parlamento siga con la tramitación del discutido proyecto de Carrera Docente, todo esto porque no hay que perder de vista «a los millones de niños y jóvenes, cuyas oportunidades futuras dependen en parte de este proyecto».
Mi editor me pide que dé cuenta de las reacciones que provoca este movimiento de los legisladores y de este elefante blanco, monolítico y pesado como lo es el Gobierno, en dirigentes del magisterio, pero mi corazón de profe que devino en periodista empieza a gritarme desde un pasado no tan lejano en donde me movía entre jumpers y estuches. Porque hice clases desde Conce hasta Isla de Pascua; porque desde la guata del mundo llegué a salas en Quilicura, Providencia, Maipú y Ñuñoa; porque trabajé con sostenedores correctos, dignos, que veían sus pequeñas escuelas de pasaje no como PYMES sino como esas responsabilidades que nacen desde no sé dónde y que buscan apuntalar desde lo microscópico a un ideario de sociedad más justo y menos competitivo; porque fui empleado de monjas que -muchas veces disociadas del verdadero pulso de cómo se articula una sociedad enrabiada y conectada como la nuestra- intentaban llevar a cabo sus misiones y visiones y sus buenas intenciones y que en muchas ocasiones, por el grosor de sus hábitos, se les dificultaba conocer los verdaderos materiales y las verdaderas problemáticas que padecían sus cabros, sus infiernos y los deseos que llevaban desordenados en sus mochilas.
Ahora hablan mis kilómetros dentro de salas atiborradas de gritos, de aromas a adolescencia. Porque no es necesario acercarse a un dirigente o a un representante para saber qué se siente ser profesor este 2015. Tras muchos años de inercia, ver que las avenidas de la capital y de las ciudades se llenan de carteles y de profes ojerosos interpelando a los del gobierno -a esta altura, a los de cualquier gobierno- y a los parlamentarios -quienes en su comodidad les endosan la «romántica» responsabilidad de ser los puntales de la formación de nuestro país y que por eso es un DEBER estar cumpliendo con el calendario que sus tecnócratas de oficina idearon para quienes se destruyen el lomo en las salas de cualquier parte- solo me queda arengar la decisión final de la Asamblea y sentir que en esta resistencia se está intentado recobrar la dignidad perdida hace tanto tiempo.
Porque es indignante oír con tanta vehemencia, los alineamientos de los legisladores quienes desde sus tibios espacios de poder deciden qué es lo juicioso, qué es lo correcto y cómo debiesen hacer su trabajo los profesionales de la educación, esos que le miran la cara a la injusticia a diario y que no son tratados a la altura que se debería.
El proyecto de Carrera Docente, finalmente se traduce en una iniciativa destemplada y continuista de un modelo terrible, de un modelo que es el que termina embruteciendo a los padres y madres de nuestros estudiantes con jornadas de pega enormes, con salarios huidizos, con políticas laborales injustas, con formas de transporte carajas. Porque este modelo que se perpetúa con esta iniciativa gubernamental dista profundamente del verdadero ejercicio que se vive en el aula cuando se es profesor: la educación como un acto social, como un acto colaborativo, cariñoso, fundado en el pulso de las necesidades particulares de cada universo que significa un estudiante o un curso. Porque este proyecto insiste torpemente en que las confianzas profe-alumno y el criterio de un docente son certificables y se olvida que no hay papel que resista las gruesas redes de fidelidad que se articulan entre los cabros y cabras, sus familias y los profesores de una escuela o colegio.
Insisto en mi perorata, desmarcándome de la orden de mi editor y eso es porque el dato, el hecho, sobrevive al paso del tiempo cuando vive y habita alguna posición, cuando se abriga con alguna discursividad, cuando apunta crítico a alguna injusticia, a algún vicio del mundo y es por eso que insisto en esta parcialidad, más aun cuando los materiales con los que está hecha esta noticia han sido parte del universo habitual de uno por tantos años.
Concluyo este juicio con la idea que escuché de un viejo profesor en una de estas marchas: no existe prueba alguna que logre saber de qué verdaderamente estamos hechos cuando hacemos una clase; podrán grabarnos en video, podrán pedirnos portafolios hechos con pulso de joyero en donde no existe ni un segundo que no sea planificado, podrán pedirnos que preparemos a nuestros cabros para que se sepan las mañas de cualquier obtusa prueba estandarizada, pero ninguna de esas probatorias va a ser capaz de medir el contacto profundo, el gesto humano, el verdadero pulso que significa el quehacer educativo dentro de una sala o en el patio de una escuela. Porque la verdadera educación desdeña al éxito y se acerca a la justicia, a la confianza, a la colaboración, al amor.
Profes, que la dignidad vuelva a ser una costumbre.