Más allá de los hechos recientes y de que esté aún por aclararse quienes fueron los autores de los destrozos en el Liceo de Aplicación, lo cierto es que se viene observando desde hace varios años que los estudiantes que se ‘toman’ sus colegios en protestas y demandas por reformas educacionales destruyen las instalaciones, los equipamientos y las salas de clases. Se dirá que en esas acciones no intervienen todos y ni siquiera la mayoría de los que participan en esas luchas y protestas. Es cierto, pero hay que reconocer que son muchos los que incurren en tales acciones destructivas, y que otros tantos permanecen como observadores pasivos que no actúan para detenerlas.
Estos hechos son dolorosos para las famiias de los niños involucrados, para los profesores que aman su profesión, para los que aspiramos a un país mejor y ponemos esperanzas en la educación y en los movimientos estudiantiles. Por eso es importante preguntarnos: ¿Qué explica esos comportamientos destructivos, cuando es obvio que sus acciones recaerán negativamente sobre los mismos niños y jóvenes qu los ejecutan y sobre sus compañeros de clases, pues la vida escolar tendrá que continuar en esos establecimientos?
Antes de responder la pregunta debo dejar en claro, para evitar cualquier malentendido, que en lo que sigue intento dar respuesta a esa pregunta específica, y no me refiero a todo el movimiento estudiantil, ni a las movilizaciones sociales que protestan en las calles, ni mucho menos a sus dirigentes sociales y políticos, sino exclusivamente al hecho real, indiscutible y bastante extendido de las acciones destructivas que acompañan a menudo las manifestaciones de masas y las ‘tomas’ de colegios. Un hecho que sería un error minimizar o despreciar, y que en mi opinión está destinado a expandirse en ausencia de respuestas adecuadas, que por cierto no son la represión ni la descalificación, que no tienen otro efecto que el de aumentar la intensidad del fenómeno, por las razones que expongo en este análisis.
Ese comportamiento violento y destructivo al que me refiero no es muy distinto al de aquellos manifestantes que protestan en las calles o que se congregan masivamente a celebrar triunfos deportivos y que tiran piedras y destruyen de varios modos los buses de los que se sirven a diario, y que como consecuencia directa de su destrucción y daño se movilizarán en un transporte público peor, menos frecuente y más abarrotado.
Para comprender estos hechos no debemos buscar ni suponer razones, porque se trata de acciones claramente poco razonables. Diciendo esto afirmo que no estamos en presencia de alguna expresión de ideas, ideologías, razonamientos, estrategias o proyectos políticos. Son, en cambio, manifestación inequívoca de estados de ánimo y de emociones: frustraciones, malestares y sufrimientos profundos, existenciales, que permanecen contenidos, latentes y ocultos en la vida cotidiana, hasta que se expresan y explotan en momentos de intensa emocionalidad colectiva, especialmente en circunstancias en que los jóvenes se sienten anónimos e impunes por estar inmersos en aglomeraciones de masas en las que no serán reconocidos ni identificados individualmente.
Con esto no estoy diciendo que se trate de un comportamiento normal y distintivo de las masas, pues existen multitudes igualmente impersonales que se comportan y manifiestan con razonable respeto y cuidado de las personas y de los bienes. ¿Cuál es, entonces, la causa de los mencionados comportamientos destructivos?
La hipótesis que se me ocurre para el caso de los estudiantes es ésta: los que destrozan las escuelas odian las escuelas y la educación que reciben en ellas, o al menos, están muy disgustados y molestos con lo que les sucede en ellas. Si amaran a sus escuelas y apreciaran y valoraran la enseñanzas que allí reciben, no las dañarían. Pero no las aman, ni las valoran, ni las aprecian, ni las consideran suyas, sino que las desdeñan y desprecian; sienten que lo que se les enseña no les sirve, que podrían usar su tiempo de mejor modo, que pasar tantas horas sentados escuchando a profesores que ven burocratizados y desganados, y estar tantos días encerrados en los recintos escolares, y eso años tras años, no les significa crecimiento y desarrollo personal, sino más bien un daño que se les inflinge y del que no pueden liberarse. Son emociones y estados de ánimo se han ido incubando a lo largo de los años de vida escolar. Hay que reconocer que, no en todos los casos pero sí en muchos, esos muchachos tienen motivos suficientes para su disgusto, su molestia e incluso su odio a la escuela.
Es preciso asumir que esos jóvenes son hijos de esa educación y de esta sociedad. Como todos los jóvenes tienen innato un espíritu libertario, pero carecen de la formación que les permitiría encauzarlo de modos constructivos y eficaces. Como personas que necesitan dar sentido a sus vidas y a sus acciones, han asumido un fácil y simple discurso anti-sistema. Un discurso que identifica ‘el sistema’ con dos de sus rasgos más sobresalientes: el estar organizado en torno a la búsqueda de ganancias y el enriquecimiento de algunos, esto es, por el afán de lucro; y el producir y reproducir desigualdades injustas, crecientes, inevitables. Se generan, así, consignas simples pero de gran fuerza emocional: contra ‘el sistema’, contra el ‘lucro’, contra la desigualdad.
En este marco se hace presente, también, otro ingrediente no formulado ni razonado pero no por eso irrelevante, cual es el hecho de que esta sociedad (‘sistema’) en que vivimos se encuentra centrada y estructurada en torno a las cosas, no a las personas. Lo que el ‘sistema’ (o sea la organización económica, política y cultural) proporciona a la gente son cosas, objetos, bienes de consumo, de los más variados tipos y características. No les ofrece valores y bienes culturales, relacionales y espirituales, sino objetos y cosas que tienen normalmente una corta vida útil, que son desechables, y que el mismo ‘sistema’ se encarga de producir y reponer constantemente. La destrucción de automóviles, de inmuebles, de bienes públicos y de todo tipo de objetos vista mil veces repetida en la TV donde siempre aparece como sin importancia y queda impune, ejecutada innumerables veces no por los villanos sino por los héroes y los ‘guerreros’ de las series, refuerza la apreciación de que las cosas, los objetos, los bienes públicos y los de consumo valen poco y no importa que sean destruidos, pues serán repuestos por una economía que lo que mejor sabe hacer es producirlos.
Enfrentar esta realidad es urgente. No hay que olvidar que ante la frustración reiterada los muchachos y jóvenes que viven en los márgenes del ‘sistema’ tienen y encuentran fácilmente la oferta tentadora de la delincuencia y del narcotráfico, que les abre un camino mucho más fácil que el de la escuela y el estudio para acceder a aquellas cosas, objetos y bienes de consumo que parecen constituir el ‘sentido de la vida’ que esta civilización en decadencia propone y reproduce de muchos modos y también a través de su sistema educativo.
He dicho y repito que el problema es muy serio, porque no tiene otra posible respuesta que revetirlo progresivamente, y la educación es un medio muy importante para ello; pero siendo en el sistema educacional vigente que el problema se reproduce, no hay otro modo de superarlo que mediante una educación total y radicalmente diferente a la actual. Y ello enmarcado en un proceso aún más profundo y amplio cual es el tránsito hacia una nueva y mejor civilización, esto es, una nueva y mejor organización e institucionalidad de la economía, de la política y de la cultura.
Pienso que muchos dirigentes y los más lúcidos participantes en los movimientos estudiantiles saben que no hay más camino que una educación completamente nueva y distinta a la que han conocido, y que ella ha de ser parte de un proceso tendiente a poner las bases de una sociedad o civilización distinta. Es lo que de hecho vienen diciendo de distintos modos. Por eso no se quedarán conformes ni contentos con ninguna reforma que no implique un cambio radical de la educación, que vaya mucho más allá de las demandas explicitadas en términos del fin al lucro, al copago y a la selección.
Los responsables políticos, y los responsables en general que somos todos los ciudadanos, no tenemos tiempo que perder. La civilización moderna se está derrumbando sin apenas darnos cuenta, estando afectada por crisis y contradicciones profundas. Ella ha incubado las fuerzas y las tendencias que causan su progresiva destrucción, y más en general, la creciente desafección de grandes multitudes de personas con respecto al tipo de vida que ‘el sistema’ les hace llevar.
Pero en esta misma crisis han surgido y continúan emergiendo también las personas y los grupos, las organizaciones y las redes, los conocimientos, los recursos y los medios de comunicación, las escuelas y las formas de educación, que siendo portadores de nuevos modos de pensar, de sentir, de relacionarse y de actuar, van abriendo nuevos espacios y horizontes a la experiencia humana.
Luis Razeto M.
Universitas Nueva Civilización