“Mi madre grita mientras retira, con manos frenéticas, los trozos de yeso y de cemento que han caído sobre mí. Llenos de pánico, sus ojos buscan algún indicio de vida en mi cuerpo de ocho años. Acaba de caer una bomba en casa. […] Sólo después de verme fuera de allí, y de comprobar que aún respiro, a mi madre la abandonan sus fuerzas. Entonces empieza a temblar descontroladamente y a repetir mi nombre, como si jamás pudiera parar: ‘Nadia, Nadia, Nadia’. Será la última vez que mi madre me llamará Nadia en nuestra casa de Kabul. Cuando volvamos a tener una, yo seré el hombre de la familia.”
Así empieza la historia de Nadia Ghulam. Un relato que habla de miedo, supervivencia y superación, pero también de lucha, valentía y resiliencia. Muchos componentes teñidos siempre y por encima de todo, de un común denominador: la esperanza y el amor por un país: Afganistán.
Podría ser una película de ficción, pero las experiencias que vivió esta joven afgana no tienen nada de inventado. Todo lo que explica fue sufrido y sentido en su propia piel. La piel de una niña de ocho años que un maldito día quedó totalmente impactada y quemada por una bomba que la alcanzó de pleno en el Kabul de 1993.
En aquel entonces, la capital de Afganistán resistía una guerra civil heredera de la Guerra Fría y que acechó profundamente este país del Medio Oriente.
Desde el año 1978, los norteamericanos buscaban derrotar el gobierno de Afganistán y sus postulados comunistas en un conflicto que enfrentó, por una parte, a las tropas afganas –apoyadas por los soviéticos– y, por la otra, a los muyahidines, combatientes islamistas, estratégicamente utilizados por Estados Unidos para derrocar al socialismo, y a quienes los norteamericanos respaldaron logística y militarmente.
Tras más de diez años de conflicto, en 1989, las tropas soviéticas se retiraron. Sin embargo, la paz nunca llegó a Afganistán. El enfrentamiento se dilató y se transformó en una disputa entre facciones muyahidines, que combatían por el control del país.
“Antes del enfrentamiento civil, nadie cuestionaba cómo una se vestía, si llevaba minifalda, o pañuelo. Eso terminó cuando los muyahidines entraron a Kabul y empezaron a advertir que las mujeres tenían que taparse más por su seguridad, pero nunca imaginamos que tendríamos todas la limitaciones que después llegaron”, explica Nadia invocando el recuerdo de un país que nunca más volvió.
Huyendo de la guerra
Leía los comics de su hermano cuando “todo estalló”. Su casa fue impactada por uno de los explosivos que se intercambiaron los islamistas y, a ella, le tocó la peor parte. La bomba la abatió de pleno y, junto con su casa y su cuerpo, se llevó por delante los mejores años de su niñez.
Así inició el largo recorrido por el que Nadia, aún niña, transitó hacia su adolescencia y juventud, durante un período que abarcó casi quince años de su vida. Aquella desdichada explosión sólo fue el preludio de todo lo que vendría después.
Dos años de hospitalización, 14 operaciones y un rostro deformado por las quemaduras fue el saldo que el artefacto le cobró a la hija mayor de los Ghulam: “El día que desperté en el hospital, que para mi madre fue uno de los más felices de su vida, entré en el infierno. Mi cuerpo ágil de niña se convirtió en una carcasa. Tardaría casi veinte años, ya no a quererlo, sino simplemente a poder mirarlo sin tener ganas de llorar”, recuerda en el libro. Nadia dice que resucitó “contra todo pronóstico” gracias a sus ganas de vivir y a su promesa consigo misma de “no mirar nunca a los lados, ni atrás, ni abajo, para no sentir vértigo: sólo adelante”.
Apenas recuperada, abandonó el hospital para refugiarse junto con los suyos del conflicto que los grupos islamistas habían intensificado y que acechaba día tras día a la población afgana. El nomadismo pasó a ser su forma de vida: “Cambiábamos de casa y de barrio cada dos o tres noches porque de repente llegaban los bombardeos. Ya no existía tu casa, tu calle. Nos escondíamos todo el día de las bombas pero, aún así, perdimos amigos y familiares”, rememora con una profunda tristeza que su rostro no esconde. Nadia piensa en su hermano, Zelmai, otra víctima que se cobró la guerra y que, a diferencia de ella, no pudo salvar su vida.
Tras meses deambulando de una parte a otra, la familia se instaló en un campo de refugiados, donde permaneció casi hasta la llegada de los talibanes, en 1996: “La vida en el campo fue muy dura. Era un desierto prácticamente sin agua, con lo que era imposible construir vida allá dentro. Quedaba dividido por una autopista y recuerdo que cuando Naciones Unidas traía la comida, todo el mundo corría sin mirar ni siquiera a los autos que pasaban. Así ví morir a muchos niños”, lamenta.
Lejos de traer ilusión y optimismo, el nuevo régimen de los talibanes fue otro robo de las esperanzas de Nadia: “Dicen que es obligatorio que las mujeres lleven burka y los hombres barba larga; dicen que está prohibido que las mujeres hagan ruido cuando caminan y que no pueden reír en público; dicen que se prohíbe la música, el baile y las películas”. Rumores que los vecinos y conocidos reproducían en las calles y que alertaban del cambio que se preparaba en el país.
Fiel a su promesa de no mirar atrás, sintió pánico cuando se percató que su familia corría el riesgo de caer en la más absoluta precariedad. Sin hermano y con el padre enfermo y profundamente trastornado por la muerte del único hijo, las posibilidades de sobrevivir se reducían considerablemente si, además, las mujeres de la casa tenían estrictamente prohibido salir solas a la calle o trabajar. Había hambre, miedo y escasez de recursos. Una mezcla atroz que activó en ella todos los mecanismos de su imaginación para buscar una salida al complejo panorama. Y la encontró.
Vivir como un hombre
A sus once años, Nadia tomó la determinación que marcaría su vida para siempre: se haría pasar por hombre y encarnaría la identidad de su difunto hermano, Zelmai. “Fue una decisión tomada fruto de la desesperación. Las mujeres no podían trabajar y yo buscaba desesperadamente alternativas para sobrevivir. Ésta fue la única que se me ocurrió. Me veía capaz de trabajar pero no podía sólo porque soy una mujer”, exclama con indignación. “Lo más difícil para mí no fue tomar la decisión sino ser capaz de sostenerla hasta el final”, agrega convencida.
“Me despegué de las faldas de mi madre y aprendí a enfrentar el mundo sola. Creé una carcasa, tan dura como pude, y suprimí mis rasgos femeninos. No tenía voz de chico, pero la falseé y le di un tono un poco más grave y más imperativo, que pareciera más masculino. Con el tiempo aprendí a desenvolverme con brusquedad y rudeza”, narra en la novela.
Capas y capas de ropas viejas escondían su cuerpo, pero de todas ellas la que resultó imprescindible fue el turbante marrón que le entregó su madre: “El primer día sólo pensaba en aprender a ponerme bien el turbante para que nunca se me cayera”, recuerda. Bajo de él se escondía su pelo largo y oscuro, que decidió no cortar para preservar por lo menos un símbolo de feminidad en su rostro y disfrutarlo en sus momentos de soledad.
Cuando su nueva imagen estuvo lista, se decidió a enfrentar al mundo. Como campesino, ganadero, excavador de pozos, o recogedor de excrementos humanos para utilizarlos como abono. Nadia se desempeñó en muchos trabajos diferentes gracias a los que logró sacar adelante a su familia, única cómplice de su secreto. Pero no sólo eso. Ser un niño le otorgó privilegios que no tenían las mujeres y niñas afganas: salir sola de la casa, ir en bicicleta o relacionarse con sus compañeros de trabajo y amigos. Algo que si no se hubiera convertido en hombre, nunca hubiera experimentado.
Sin embargo, el pánico a ser descubierta era tan grande que en su vida se instaló un permanente estado de alerta. Si hubieran sospechado que bajo la tela marrón que envolvía su cabeza se escondía una mujer, el castigo podría haber sido terrible: “Aprendí a vivir con el miedo y eso me convirtió en una persona despierta y con las antenas enchufadas para que nadie descubriera mi secreto. Eso es el resultado de la Nadia de ahora. La percepción e intuición que entrené entonces me han ayudado mucho”, asegura con certeza.
Nadia cuidó todos y cada uno de los detalles para que su verdadera persona nunca fuera descubierta pero, en este enorme desafío, el tiempo se convirtió en su peor enemigo: “Cuando a los chicos de mi edad les crecieron la barba y los bigotes, empecé a pintarme con hollín una sombra bajo la nariz para simular una especie de pelo consistente; pero los pechos no eran tan fáciles de disimular, porque crecían a pesar de mis ruegos y del terrible ayuno”, cuenta en su libro. “Lo único que podía hacer era enfajarlos con una tela que los apretara. Era doloroso y no me solucionaba del todo el problema, porque por más que los aplastara, no desaparecían”, continúa.
Nadia vivió diez años en un cuerpo aparentemente de hombre. Sin embargo, sentía, soñaba, amaba y crecía como una mujer. “Todo lo vivido bajo la apariencia de Zelmai forma parte de mí. Muchas veces me han preguntado si aquella forma de vida no era una pesadilla, pero en un momento en el que las mujeres no podían salir a la calle, yo tenía mis propios amigos; en un contexto en que las mujeres no podían ni siquiera opinar, yo estaba en una comunidad de hombres dando consejos a los mayores del barrio. Fui la primera mujer afgana que vivió en plena libertad en un país donde ninguna mujer podía hacerlo”, se reafirma.
Una doble vida
El 11 de septiembre de 2001 llegó otro punto de inflexión. Todas las miradas se concentraron en las Torres Gemelas de Nueva York abatidas por dos aviones. Para los afganos, sin embargo, aquellas imágenes no tenían nada de novedoso pues ellos llevaban décadas inmersos en el caos y la destrucción de la guerra: “Los talibanes, que acogieron al autor del atentado, eran los malos de la historia y tenían que irse porque los norteamericanos querían cumplir su venganza para que nosotros, decían, pudiéramos vivir más felices”, escribe la autora.
Fue así como empezaron los bombardeos en la capital. Unos ataques que Nadia recuerda como “horribles, porque a diferencia de las batallas de la época muyahidín, se perpetraban desde el aire y no sabíamos dónde caerían las bombas”, expone en su obra.
El fin del régimen talibán fue “de un día para otro”, pero los cambios fueron lentos y tímidos y no sentía mucha confianza en el cambio político del país.
Se acostumbró a su identidad masculina y a las normas rígidas de los talibanes. Creció con las consignas del universo talibán y abandonarlas para revelar quién era verdaderamente implicaba quebrar todas sus relaciones, perder el trabajo y, junto con eso, el mundo que había conseguido crearse.
La escuela y el instituto femenino fueron los primeros espacios donde la joven afgana confesó su verdadera identidad. Antepuso el deseo de aprender y su insaciable curiosidad por encima de las dificultades que le suponía desvelar a las profesoras su gran secreto que, a pesar de todo, siguió manteniendo. Así unos espacios eran reservados para Nadia, y otros para Zelmai: “Si no hubiera sido por los estudios, no habría llevado esta doble vida, pero me interesaba mucho aprender”, explica en sus páginas.
Nueva etapa
Los estudios y la llegada al país de corresponsales y ONGs hambrientos de historias de guerra le abrieron nuevas puertas. A pesar de sentir que en ocasiones los reporteros se aprovechaban de su historia, los contactos y las redes con gente extranjera brindaron a Nadia nuevas oportunidades como trabajar en ONGs, viajar o ingresar a la universidad.
Estas fueron las últimas experiencias que la joven vivió en Afganistán antes de trasladarse a Europa. La ocasión se le presentó a través de una organización que le aseguró una visita médica y la posibilidad de someterse a otra intervención quirúrgica. Su destino: Barcelona. En la capital catalana le esperaban una nueva familia, una nueva realidad y una libertad que, hasta el momento, nunca había conocido.
“Cuando llegué estaba muy perdida. Al principio no confiaba en nadie, pensaba que todos querían hacerme daño. Tuve que volver a recuperar la confianza en las personas, empezar de cero y construir de nuevo una vida con mucha tristeza porque extrañaba mucho a mi familia, sobretodo a mi madre”, confiesa.
Algo sorprendente es que todavía hoy, más de diez años después, muchos de sus amigos y conocidos desconocen su verdadera identidad: “Hay amigos que han visto mi foto de perfil y no se creen que soy una mujer. Están enterándose ahora de quién soy y no saben cómo hablarme o cómo saludarme si me encuentran”, revela. Y añade: “Sin embargo, mientras estuve en Afganistán no podía explicarles quién era porque la presión social era demasiado fuerte y no quería que les pasara nada”.
Romper los tópicos
Desde su llegada a Europa, Nadia se dedica a estudiar y a buscar las mil y una fórmulas para explicar al mundo cómo es su país. Quiere terminar con los tópicos y estereotipos que los medios alimentan sobre su tierra: la guerra, el miedo, la miseria. En su lugar, Nadia dibuja un Afganistán “hospitalario, de pasión y amistad”, humano e íntimo. Un país “de mujeres valientes que luchan para tener una vida mejor”. Para ello, aprovecha cada oportunidad para desmontar esa imagen preconcebida: da charlas, escribe libros, se sube a los escenarios y concede miles de entrevistas.
En su discurso, siempre una referencia imprescindible: el dolor de la guerra. Y frente a eso, espeta: “Una parte importante de la población de Occidente no es consciente de cómo funcionan las políticas de sus gobiernos, cuántas armas producen que terminan utilizándose en conflictos como el de Afganistán”, critica con determinación. “Son gobiernos que siempre han encontrado algún motivo para hacer que las fábricas de armas no dejen de funcionar. Si tú produces patata y nadie te la compra, se pudre. Si producen armas y nadie las compra, no ganan. Necesitan alimentar la guerra para sacarle beneficios y, para taparlo, ponen como excusa la religión”, añade indignada.
Convencida de que un día volverá a su país porque “no es una refugiada”, confía que las generaciones futuras de afganos y afganas tendrán claro los errores cometidos en el pasado para que no se repitan. “Eso me da mucha esperanza”, asegura con optimismo.
Nadia confiesa que tiene dos sueños por cumplir. El primero, devolver la sonrisa a su madre, “una herida” que le quedó pendiente. “A veces pienso que aunque mi cuerpo esté en Barcelona, mi espíritu sigue en Afganistán luchando por mi familia”, reflexiona.
El segundo: la paz. Y en eso se reafirma: “Cuando hay paz puedes buscar tu libertad, pero si ésta no existe, entonces hay que encontrar como sea la manera de ser libre”.
Por Meritxell Freixas