El periodista español, nacido en Venezuela, reflexiona sobre el medio urbano y la soledad en ‘Las ciudades evanescentes’.
El libro llevaba flotando tres años y la pandemia lo ha posado en el suelo. A Ramón Lobo, la reflexión sobre el entorno urbano y su dimensión alrededor del carácter humano le sacudió en Nueva York. Una de sus urbes favoritas y donde, según dice, se juntan todos los averiados como él. Allí se vio las costuras. También vio que no se las había provocado la urbe estadounidense sino que las traía roídas de Madrid. Porque todos arrastramos nuestros zurcidos —más o menos maltrechos— independientemente de dónde estemos. Y surgió Las ciudades evanescentes. Miedos, soledades y pandemias en un mundo globalizado, publicado recientemente en España por la editorial Península.
«De repente, me atropelló. Era la ciudad del futuro. A dónde íbamos. Y no me gustó», explica Lobo desde su domicilio en Madrid. Le empujó a reflexionar sobre las ciudades que estaban despareciendo. A divagar sobre la soledad en los núcleos urbanos. Y, en cierto momento, se quedó en un punto muerto. «Entonces llegó la pandemia. Y el libro acababa de cobrar sentido. Me tocó reescribirlo, pero sabiendo que el tema no era la pandemia, sino las soledad y las ciudades. La pandemia es una gran oportunidad para repensar el mundo que queremos», comenta este hijo de español y británica que nació en Venezuela hace 65 años.
La epidemia que nos sorprendió a principios de año fue la raíz que aposentó lo que le rondaba en la cabeza. «Sirvió para observar ese mundo prepandémico, analizarlo y ver qué se podría hacer. Lo que provocó fue que me detuviera y pensara. Necesitaba hablar de la pérdida de contacto humano, de esa sociedad en la que todo va a mucha velocidad, del ritmo de los coches, de la falta de cariño…», enumera el periodista, que divide el libro en capítulos sobre los diferentes tipos de soledad (la de afectos, la de viejo, la de calle) y de ciudades, integrando en cada uno la mirada sociológica con la crónica periodística.
Habla Ramón Lobo del aplauso que se impuso como cita diaria para agradecer a los sanitarios y demás trabajos esenciales. De ese despertar de las redes ciudadanas y de cómo nos forjamos una rutina en un domingo perpetuo. «Se ha hecho comunidad con quienes veías unos minutos. Nos hemos sentido algo más importantes que nosotros mismos cuando estábamos recluidos con nosotros mismos. Y para mucha gente ha sido fundamental. Igual que ha habido comercios de barrio que se han prestado a llevar la compra o mercados que han ideado fórmulas para seguir funcionando», detalla el autor de Isla África o Cuadernos de Kabul.
Habitual colaborador en programas de radio y columnista en periódicos como El País o InfoLibre, Lobo aprovecha para criticar la venta de espacios públicos a sectores como el turismo, que en ocasiones (como la actual) son inútiles para los residentes. «Todos somos culpables porque fuimos, o seremos, turistas que se desplazan a países más o menos lejanos y exóticos, o a ciudades cercanas en busca de un prodigio que desactivara por unos días una vida burocrática de privación y lucha», apunta, cuestionando si también esto se modificará.
Porque esa búsqueda de la liberación momentánea se enmarca en la concepción de vida rápida, de visitar sin ver. Una existencia líquida, tirando de la concepción de Zygmunt Bauman, que se ha volteado contra nosotros y nos ha espetado: ¿Adónde vas? «Cada uno se ha examinado con su soledad, y ha visto si le era soportable. Ha sido una pausa que nos permite ver la película de nuestra vida, qué es lo que llevas filmado y qué es o no importante. Lo malo es que pasada la crisis le das al play y te olvidas», arguye.
Además, el autor arremete contra esa carencia de imágenes que hemos tenido de la crisis sanitaria. «La única certeza que tenemos es que nos vamos a morir. Y la gente vive como si no existiera. Ahora nos la han puesto delante. Aunque no la hayamos visto», defiende, arremetiendo por esa estrategia de ocultar lo que pasaba: «Creo que no ha sido correcta. Lo más duro que he visto yo han sido imágenes de los rostros de los médicos después de un turno», lamenta. «Hemos cambiado lo importante y lo trascendente por lo llamativo», escribe, arremetiendo —como suele hacer— contra la dirección sin rumbo hacia donde se mueven los medios de comunicación y la gente.
«Nos guiamos por cómo sopla el viento, que es algo que cambia cada minuto y nos puede tener dando vueltas en la misma baldosa. Y cada uno tiene que elegir hacia dónde quiere ir», incide.
De esas ciudades laberinto, en ruinas, silenciadas, escapadas o pospandémicas a las que se refiere sustrae un relato desolador y, a ratos, esperanzador. Es triste ver cómo se pierden los locales ancestrales de los cascos históricos en pos de tiendas clónicas que embriagan al visitante, pero es ilusionante ver que ha aflorado una pizca de magia en la ayuda vecinal, en los saludos a la hora del paseo, en elegir un bar donde estar cómodo, seguro, familiar. Unos hábitos que generan el anclaje perdido del ciudadano-náufrago y lo depositan sano en tierra firme.
Lobo, que nació en Lagunillas, una localidad venezolana pegada al lago Maracaibo, asegura que él nunca se ha sentido de ningún lado y que la palabra patria le incomoda, pero también anhela un amarre. Y ese se lo dan amigos cercanos a los que no podía ver. «Del confinamiento salimos con tanta necesidad de compañía que nos volvimos más vulnerables a su ausencia», anota, considerando que «un segundo confinamiento sería peor».
«En el primero no sabíamos a dónde íbamos. Y sabíamos que había un virus que te jugabas la vida si salías cinco minutos. Ahora te crees que no te toca. Y estamos viendo que no, que la segunda ola sigue complicada y si nos fijamos en la peste de 1918, la segunda fue peor», plantea.
Al final, arguye, algunos aprenderán cosas y otros no. El cambio, en cualquier caso, proviene de unos pocos. «Es como cuando sujetas la puerta al de detrás y se crea una cadena. El humor de la ciudad depende de la cantidad de gente que es capaz de decir ‘buenos días’ cada mañana», esgrime.
Sobre este anonimato urbano y la huida al mundo rural, fenómeno que parece producirse en cada crisis, Lobo cree que quizás responde a que los barrios antes «eran pueblos, funcionaban como tal». Al haber perdido ese espíritu, «vivimos en el espejismo de salir de la ciudad, creyéndonos que será mejor estar cultivando tomates en el campo que aquí». Y en realidad, los que viven allí, sostiene, quieren estar en un sitio con servicios. Ese espejismo también es el que nos ha pillado con el pie del revés: creíamos que la amenaza era una guerra lejana y no un virus microscópico. Dedicamos, por tanto, más dinero a tanques que a camillas de UCI. «Nos imponen unos fantasmas para generar miedo y que todo siga igual», asevera.
«Creo que la pandemia genera cambios que no son perceptibles al principio. Pero que se notan en dos o tres años», expone, «por lo menos, esta nos ha hecho ver que todo está en el aire y que todo es inmediato». De nuevo, regresamos a la única certeza que repite el autor: la del fin. Morir. «Eso nos hace ver que a lo mejor lo que pensábamos que estaba bien, como un casoplón o un coche gigante, no lo era. Le dábamos importancia a las cosas sin importancia. Y ahora es una oportunidad para revisar todo eso. No solo como sociedad en conjunto, también cada uno de nosotros. Pero no tenemos una planificación a medio plazo y no sé si lo aprovecharemos», sentencia.
Cortesía de Alberto García Palomo Sputnik