Por Daniel Hidalgo
Esto pasa en una sala de clases. Es pequeña y acogedora. Es en ella donde un grupo de adolescentes se dispone a hacer una tarea. El profesor da las instrucciones. Una de ellos, tal vez la más inquieta, lo interrumpe y lanza la interpelación a pito de nada, imposible seguir conteniéndola:
—¿Por qué no reclaman por el alza del Metro?— dispara, enojada.
—¿Quiénes?— le contra pregunta, genuinamente, el profesor.
—Ustedes, los adultos.
—No lo sé.
Su respuesta es en parte una mentira, el profesor, con un par de décadas sobre el planeta, tiene algunas sospechas. Meses antes le habían consultado algo similar. Si bien, este es un colegio particular, ubicado en un sector privilegiado de la ciudad, fue imposible que los estudiantes no se enteraran de lo de los profesores del sistema público. Que habían parado, que salían a manifestarse en busca de condiciones laborales dignas, que hacían virales emocionantes, que eran denostados mediáticamente por la ministra de Educación, que los amedrentaba, que los amenazaba con descuentos y despidos, que ponía en duda su vocación, los ridiculizaba, que se masificaba el #RenunciaMinistra en redes sociales, pero que la ministra displicente no renunciaba, que los profesores tras casi dos meses de paralización, deponían impotentes su huelga sin haber conseguido mucho, casi nada.
—¿Pero por qué los tratan así, profe?
Los muchachos también sabían lo de sus pares de los liceos públicos emblemáticos. Que el municipio de Santiago le había declarado una guerra al Instituto Nacional. Que en vez de clases, en el Instituto tenían combates. Que el establecimiento se había convertido en un campo de batalla. Que la televisión los criminalizaba. Que los carabineros los gaseaban con lacrimógena todos los días. Que eran niños violentados, golpeados, encarcelados y hasta torturados. Que el alcalde los amenazaba con cerrarles el liceo, acusándolos de violentistas organizados. A ellos.
Lo mismo corrió para el Liceo nº 1 de Niñas, cuyas estudiantes fueron acusadas por televisión, mediante un montaje perpetrado por la televisión y por un falso y cobarde periodista, de estar siendo adoctrinadas por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez para llevar a cabo actos extremistas de desestabilización social. En el reportaje, el ministro del Interior decía estar en conocimiento del tema y mostraban imágenes de las niñas, encapuchadas, con los pañuelos del FPMR, posando con actitudes desafiantes. Las estudiantes tuvieron que defenderse frente a la infamia mediante un comunicado: la base del reportaje eran selfies que las niñas habían compartido por sus redes sociales, fotos que se tomaron para un trabajo de caracterización para la asignatura de Historia. Se las había usado como parte de un montaje, con fines de desprestigiarlas a nivel nacional, para instalar paranoia, justo en días en que se discutía la ley Aula Segura, que volvía a legalizar la discriminación y segregación para alumnos de establecimientos públicos. Al develarse la farsa, políticos hicieron eco, recriminaron públicamente la nota. La estación televisiva guardó silencio, al igual que el Ministerio del Interior. El periodista lame botas aún hoy sigue en pantalla.
—Profe, ¿vio la noticia?
Fue apenas unos días después. Había comenzado aquello que los estudiantes llamaban evasiones masivas. Se trataba de una marea de adolescentes en uniforme o con polerones negros, saltando los torniquetes del Metro para evitar su pago, como jugando a una guerra medieval, a una ocupación transitoria. Como jóvenes de su tiempo, apelaban al viral. A los likes. A compartirlo de forma inmediata, evitando el cerco comunicacional de los grandes grupos económicos. La prensa se había convertido en el enemigo, insultaban a personajes de la TV basura. Estos muchachos, se fueron ganando el odio de los medios, a la par que la admiración y empatía de sus pares, colegios particulares como este.
—¿Son sus compañeros del otro curso?
—Sí.
Por sus traumas propios, al Gobierno no le bastó con criminalizar la educación pública tempranamente, a través de su polémico e incendiario plan Aula Segura, para evitarse un nuevo movimiento estudiantil como el de 2011. Con Aula Segura, se podía perseguir temprana e ideológicamente a adolescentes, pero algo fallaría: las ideologías ya no estaban presentes de las formas que conocíamos, sí la rabia que articula todo.
Antes de esto, los ministros habían ido por sus padres. Dispararon las indolentes frases, con actitudes de gerentes déspotas, una tras otra: cuando los insumos básicos subían de precio, los mandaban a comprar flores, si a los liceos había que hacerles reparaciones, los mandaban a hacer bingos, si las esperas para atención en el sistema público de salud eran eternas, lo atribuían a que eran un espacio de reunión social, si bajaban el iva al libro, tendrían que bajarlo después a los medicamentos. La rabia fue creciendo como la espuma, en un país que ya venía cuestionándose el tema de los privilegios, que si no pagaban sus deudas se iban presos, pero los millonarios casos de corrupción política y económica, quedaban impunes, con clases de ética, como mucho.
Y entonces el Metro ardió.
Y luego todo el país ardió.
Fue durante toda la semana. La insurrección pop se había tornado viral y se debatía sobre ella en algunos programas noticiosos del cable. En uno de ellos, un poco lúcido ex director de Metro, increpó, cual patrón ofuscado, a los estudiantes revoltosos: cabros, esto no prendió, al ser consultado por las imágenes de los virales. En ellas eran cientos: niñas y niños de liceos públicos, de particulares subvencionados –que aún existen– y de colegios particulares, de clases medias y altas. Se habían unido para validar la evasión en masa del pasaje del Metro, y como declara su grito, en otra forma de luchar. Una forma, por supuesto, nueva. De épica digital. Un espectáculo de desobediencia civil en un Chile que aún enfrenta el miedo a su herida historia democrática: la dictadura. Una forma que, asamblea tras asamblea, protesta tras protesta, habían identificado como un llamado de atención seguro, atacar donde al modelo económico nacional podía dolerle más. La maquinaria que recientemente había castigado a sus padres y madres, trabajadores, con una nueva alza. Esa empresa subterránea que tan metafóricamente representaba el Chile de las empresas subsidiadas por el Estado que diseñó la Constitución de 1980 y consolidaron todos los gobiernos posdictadura.
El profesor, pese a duplicar la edad de sus estudiantes, se sintió también profundamente convocado por el llamado. Su sala estaba vacía ese jueves, los estudiantes no habían asistido, habían decidido sumarse al espectáculo de la evasión. Al terminar la jornada, este profesor se dirigió al Metro para descubrir que había sido tomado por las fuerzas policiales, que golpeaban a niños y niñas como si fueran criminales armados y no adolescentes desarmados. Esa noche las redes sociales estaban llenas de videos de brutalidad policial. De niños que acusaban torturas, golpes, detenciones ilegales. Ese brazo armado que apuntaba a sus hijos como en sus peores recuerdos, hizo arder la llama en los corazones de los padres trabajadores, endeudados, explotados, abusados por el modelo económico, y acudieron coléricos al día siguiente al subsuelo a exigir respuestas, justicia y dignidad y solo recibieron golpes de vuelta, por los mismos uniformados de siempre. Y, entonces, al borde de las llamas de las entradas de las estaciones de Metro, estallaron las protestas y los cacerolazos espontáneos, las barricadas más populares que se hayan visto, no solo en las zonas periféricas sino en los barrios altos y de esa ficción a la que nos acostumbraron a llamar clase media, es decir: los endeudados. Los cantos, los gritos. Se encontraron en las calles, otra vez, clamando no más violencia. No más excesos.
Fueron acumulando demandas, eran diversas pero unidas en un mismo punto: todos sentían sobre sí los excesos del sistema, la pésima distribución de la riqueza y la sensación de estar esclavizados.
Y otro profesor, pero que podría perfectamente haber sido este del que hablamos, o cualquier otro trabajador indignado, destruye un torniquete del Metro a los ojos de todos, recibiendo los aplausos de esos estudiantes revoltosos cada vez más rodeados de adultos. Y Chile se fractura. La estructura se quiebra, quedando profundamente dañada. Y todos claman por lo mismo: basta. Basta de todo. Basta de nada.
Esa noche Santiago arde y el Presidente habla por la televisión y abre la herida más grande de nuestra historia, y los militares vuelven a estar a cargo del país. Y entonces todos sienten rabia y pena. Los militares y las policías se comportan con esos jóvenes igual como en las pesadillas que aún recurren a sus padres. Y los apalean, los secuestran, los torturan, les arrancan los ojos a balines a 160 de ellos, violan. Y las marchas crecen y todos acuden a las plazas y el Presidente le declara la guerra a su país. Y comienza a tropezarse y a caer, y a ofrecer bonos truchos y a tratar de sacar algún provecho de esto y los políticos callan porque no saben qué decir. Y es la semana más violenta en un Chile al que todo ha sido impuesto con violencia. Y estamos en una microdictadura. Que deja miles de heridos. Una veintena de muertos. Y los políticos empiezan a hablar. A hacer circo. A medirlo todo en términos de votos. Y las calles no se cansan y son millones en ellas y claman la renuncia del Presidente al que consideran ilegítimo por inmoral. Y se organizan, en cabildos populares, en manifestaciones de toda índole. No tienen historial de acción política y por eso van inventando los gritos de batalla día a día, intuyen que Chile despertó de ese oasis impuesto a punta de tarjetas de crédito, los malos salarios y la privatización de todo lo que necesitan. Es un movimiento transversal, cada quien con sus demandas, pero que apuntan a lo mismo. Rescatan canciones de Víctor Jara, de Los Prisioneros, de Quilapayún, de Violeta Parra: exigen memoria y la cultura que les fue arrebatada. Quieren reinventar el país, refundarlo. Nueva Constitución, Asamblea Constituyente y plebiscito, exigirán después.
No volver jamás a esa realidad tan charcha a la que impusieron como normalidad, como democracia, como modelo.
Pronto las clases volverían, pero las calles seguirían haciendo las marchas más grandes que nuestra historia reciente conociera, y el profesor y esos estudiantes se verían las caras. Se vieron los ojos y poco después se abrazaron.
Todo había cambiado para siempre.