Por Daniel Labbé Yáñez, editor de El Ciudadano
Este 18 de diciembre se cumplen dos meses desde que el pasado 18 de octubre se produjera el histórico estallido social que ha mantenido durante 60 días a la mayoría del país movilizada. Esto, en función de un cambio estructural que termine con los abusos y la inequidad que durante los 30 años post dictadura ha padecido la población chilena.
«No son 30 pesos, son 30 años», fue el slogan que se repetía incansablemente durante los primeros días de la rebelión popular, en alusión a que el combustible que encendió el estallido estaba lejos de ser solo los $30 del alza del pasaje en el transporte público.
Hoy, lamentablemente, podemos seguir jugando con aquella frase y denunciar que ya no son solo esos 30 años de abusos, o 46 si le sumamos la dictadura cívico militar; son también 60 días. Son 30 años y 60 días. Suena como una condena.
Desde el 18 de octubre pasado, el Chile que se ha movilizado no ha logrado nada. Ni siquiera la aprobación de la Acusación Constitucional en contra del ex ministro del Interior Andrés Chadwick -que le impedirá a aquel responsable político de las aberrantes violaciones a los Derechos Humanos cometidas tras el estallido social acceder a un cargo público durante 5 años- ha sido leída por la ciudadanía como un triunfo político. Cuando no es entendida como una suerte de alivio, es interpretada como una acción mínima de decencia; jamás como Justicia.
Por el contrario. Un resumen de estos 60 días en base a datos del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), nos permite hablar de más de 20 muertos, 4 de ellos a manos de agentes del Estado; 357 personas con lesiones oculares, 23 de éstas con estallido o pérdida de ojos, 2 de ellas completamente ciegas (Gustavo Gatica y Fabiola Campillay); y 1.789 ciudadanos heridos por disparos de perdigones, balines y balas.
A esas víctimas de los atropellos a los Derechos Humanos hay que sumar a los manifestantes que denuncian haber sido violados, a los niños y adolescentes vejados sexualmente, a los miles de chilenos y extranjeros torturados física y psicológicamente, y a unos 2 mil encarcelados en el marco de las protestas.
Todos ellos fueron brutalmente violentados, principalmente por funcionarios de Carabineros de Chile. Y eso sigue ocurriendo.
Como si eso no fuera suficiente, la ciudadanía movilizada ha recibido la estocada de una clase política que, aun consciente de su deslegitimidad casi absoluta frente a la población, se atrevió a usurpar la representación de sus históricas y profundas demandas y en nombre de ellas firmar el llamado «Acuerdo Por la Paz y la Nueva Constitución» el pasado 15 de noviembre. Sin la presencia de esa gente, de madrugada en el Congreso y con los voceros del mismo gobierno que le arrancaba los ojos a la gente en la calle y terminaba con la vida de otros.
Un «acuerdo» cuyas desastrosas proyecciones comenzaron a materializarse dolorosamente este miércoles. En nombre de esa palabra empeñada, la ultraderecha logró imponerse durante la votación de la reforma que permitirá la implementación de una nueva carta magna, impidiendo que se garantice paridad de género y representación de pueblos originarios e independientes en la Convención que elaborará la Constitución.
En una negociación con un narcotraficante probablemente haya más honor comprometido que en una con la derecha.
Pero habría más. El 4 de diciembre varios de esos mismos parlamentarios legitimarían con sus votos el proyecto «antisaqueos» y «antibarricadas» con el que un gobierno con un 4,6% de aprobación buscaba criminalizar la protesta social que continuaba exigiendo «dignidad» en las calles.
Frente a ese escenario, hace mucho sentido aquella reflexión que se reitera cada vez que nuestros «representantes» se quitan las caretas: No esperábamos nada de ustedes, y aún así logran decepcionarnos.
Lejos de toda lógica y de una posible cuota de honestidad en la frase de «entendimos el mensaje» que la clase política repitió a coro durante los primeros días del estallido, lo cierto es que ha sido el desprecio por la calidad de sujetos de derechos de los ciudadanos, por su genuina condición de soberanos y por sus Derechos Humanos más esenciales, la única respuesta concreta que este país ha recibido.
Es verdad. El llamado «Acuerdo Por la Paz y la Nueva Constitución» se tradujo evidentemente en una desmovilización ciudadana. Sin embargo, donde fuego hubo, cenizas quedan. La clase política habrá logrado sortear con éxito el 18 de octubre, pero no está garantizado que salgan así de victoriosos frente a otro 18; un 18 de marzo, por ejemplo.