*Editorial realizada por El Ciudadano con colaboración del historiador Gabriel Salazar.
Pues el Covid-19 –que tiene a los líderes del mundo al borde de una ataque de nervios– no es la única pandemia que está infectando a la civilización post-moderna. Así, de un lado, estrechamente contagiada con ella, se expande día a día una letal pandemia económica que, a simple vista, es y será peor que la crisis “sub-prime” de 2008-2009 (que fue superada por una coordinada intervención de Bancos Centrales y la inyección de cuantiosos “estímulos fiscales”), peor que la “crisis asiática” de 1997 (salvada por los Bancos Internacionales), e incluso, tal vez, que la crisis mundial de 1930 (salvada por las planificaciones centrales del Estado Social-Benefactor, o Welfare State). Y de otro lado, también –al momento traspapelada debajo de las anteriores– avanza, a paso telúrico, la pandemia climática del calentamiento global.
Y en algunos países –es el caso de Chile– todo el catastrofismo anterior está, además, minado en lo profundo por una pandemia constitucional que se arrastra desde el siglo XIX (desde 1829, para ser precisos). Atacados como estamos (en Chile) por cuatro monstruos apocalípticos a la vez, se configura un tiempo histórico inédito, tipo final de mundo. Estamos, pues, en una época de alta excepción…
¿Qué se debe hacer en un trance como ése? ¿A quién o a qué recurrir para resistir y superar ese ataque combinado y sobrevivir del mejor modo –humano– posible? ¿Qué herramientas utilizar, qué acuerdos, qué actitudes?
Parece lógico que, a problemas de excepción, solo cabe aplicar razones y poderes de excepción.
¿Es el gobierno de turno –en este caso, el de Sebastián Piñera– el instrumento ideal y exclusivo que corresponde aplicar en esta situación? ¿Está hecho constitucionalmente para operar en ‘épocas de excepción’? ¿Está también constituido humanamente –es decir: con total voluntad solidaria y asertividad intelectual superior– para actuar con legitimidad y eficacia frente al enorme desafío histórico que enfrenta hoy la totalidad del pueblo chileno? ¿Está capacitada la Constitución Neoliberal de 1980, y las leyes sociales y laborales que se desprenden de ella, para habilitar y obligar al Gobierno vigente a actuar con justicia, eficiencia y creatividad frente a las cuatro pandemias que acosan al país?
Es ya de consenso común que la Constitución Neoliberal de 1980 y las leyes orgánicas que la complementan no fueron diseñadas para amarrar solidariamente el poder estatal a las necesidades de todos los chilenos sino, en lo esencial, para asegurar la fusión librecambista del mercado de capitales interno (AFPs, ISAPRES, retail, gran minería, bancos, aeronavegación, etc.) con las corporaciones internacionales (¡viva la globalización!, ¡larga vida a la O.C.D.E.!). Y para que el Plan Laboral satisfaga las necesidades de corto y largo plazo de todas las empresas grandes y medianas, no de todos los trabajadores. Y, además, para que todas las demás instituciones (colegios, universidades, hospitales, municipios, proyectos culturales, etc.) se alineen detrás, más legal y financieramente que en pleno espíritu, de la globalizada moda neoliberal.
¿Podemos decir que la cuádruple catástrofe que nos rodea va a ser superada, en la gran perspectiva histórica, por este gobierno y esas leyes? ¿De esa manera?
Es evidente a todo ciudadano o cabildo ciudadano, si deliberan concienzudamente, que ni el mercado ni el Estado neoliberales fueron diseñados para ser solidarios de verdad con todos los chilenos. Y menos en una situación de cuádruple pandemia. Y la época de excepción que se vive no admite exigir tampoco responsabilidad social extrema a un modelo económico-político que nació putativa y violentamente del mercado, y no, con legitimidad, de la sociedad civil… Lo que esta época está exigiendo con urgencia es la entrada en acción de nuestra propia responsabilidad histórica, como comunidad civil y como ciudadanía soberana. En tanto humanidad amenazada…
Que ello debería ser así, lo prueba el pobre espectáculo que está ofreciendo el actual gobierno desde octubre de 2019 (pandemia constitucional) a marzo-abril de 2020 (pandemias sanitaria y económica). De una parte (después de intentar declarar sin éxito la guerra neoliberal contra el pueblo insurreccionado), realizando aparatosos intentos por demostrar capacidad para gobernar ‘esta’ crisis, y así incrementar algunos puntos su agónico 6% de aprobación ciudadana. Por otro, improvisando medidas que ha debido rectificar casi de inmediato (prohibición de reuniones de más de 500 personas, etc.). O tratando de ser original respecto a las medidas sanitarias adoptadas en otros países. U oponiéndose a las medidas exigidas por las comunidades locales. O echando mano firme a leyes policiales de emergencia (militares en la calle y coqueteos con el autoritarismo “de excepción”). U obligando militarmente a la ciudadanía a circular por ‘su’ ciudad con salvoconductos. O creando aglomeraciones de 200 o más personas que deben hacer colas burocráticas para obtener permisos, o controlar esos permisos, u obtener bonos de cesantía. O decretando que los empresarios no pueden ni deben pagar el salario de los trabajadores, pero sí finiquitar sus contratos por “razones de empresa” (no por razones “humanas”). O proclamando a voz en cuello que se lanzará el “estímulo fiscal” más grande de la historia de Chile (12.000 millones de dólares) para “proteger a los trabajadores”, mediante el artilugio de salvar, primero, al sistema empresarial, etc… De modo que Chile está hoy bajo cuarentena ‘sanitaria’, pero al mismo tiempo, bajo una apenas disimulada cuarentena policíaco-militar… Es decir: bajo una política de gobierno que cuadra punto por punto con la que, desde el siglo XIX, ha tratado de aplicar la oligarquía mercantil de este país.
¿Es ésa la política y las decisiones que necesitamos para afrontar el tipo de desafío que nos presenta esta época de alta excepción?
Está claro, sin embargo –si hacemos un análisis medianamente serio– que no es el momento para jugar a derribar gobiernos. Por más grotescos y neoliberales que sean. Pues resulta más responsable y pertinente que nos unamos y congreguemos, como pueblo soberano, a deliberar cómo haremos frente a la cuádruple pandemia a la que estamos enfrentados. Con respecto a la cual el gobierno actual es una célula política pretenciosa en extinción espontánea. Por eso, la miniaturización y des-funcionalidad histórica crecientes de los gobiernos constituidos por la Constitución de 1980 es un problema irrelevante comparado con la responsabilidad que la ciudadanía tiene, como comunidad, de remontar por sí misma los desafíos históricos que se le vienen y se le vendrán encima. En esta ‘época de excepción’, el modelo neoliberal chileno –con su tripulación política de ocasión medrando dentro de él– caerá por su propio peso. Es cuestión de tiempo. Lo que realmente importa es cómo sortear la marejada mayor –en la que ya naufraga ese modelo– que amenaza con tragarnos a todos.
Porque la crisis sanitaria podrá ser superada, tal vez, en un año o dos, dependiendo de los plazos científicos y los sistemas de salud. Pero su impacto en el sistema económico neoliberal y las transformaciones que desencadenará en la cultura social y en el modo de vida de la sociedad global (y nacional) son y serán, según se está ya barruntando, de efectos a largo plazo en la vida histórica futura de la humanidad.
Es preciso tener en cuenta que ya en este momento la crisis está divorciando y desgajando la economía esencial de la vida (alimentación básica, salud, supervivencia de niños y viejos, transporte indispensable, núcleo familiar, comunidad local, etc.), de la dictatorial economía del mercado en sí y para sí (hiper-consumismo individual, macro-utilidades especulativas, burbujas financieras, masificación infinita del crédito usurero-plástico-electrónico, imposición virtual y brutal de la propaganda mercantil, competitividad como forma de vida, contaminación urbana, la lujuria circulante del automóvil, los cruceros de placer, los aeropuertos y restoranes del mundo, etc.).
Es evidente que, más temprano que tarde, producto de ese ‘divorcio’, el hemisferio superfluo de la economía neoliberal (la artificialidad de lo no-vital) se derrumbará, o deteriorará sustantivamente.
Porque las pandemias están provocando, de rebote, que se valorice lo que se protege en el corazón de la cuarentena sanitaria: la vida humana esencial. Y la economía mundial y nacional tendrán que adaptarse, quiérase o no, a esa valoración esencial. Porque ni la pandemia climática dejará de llegar, ni las pandemias sanitarias dejarán de visitarnos. El tiempo histórico de las pandemias universales solo está comenzando. Algunos economistas plantean que la crisis sanitaria durará tres o cuatro meses… Pero los economistas, como se sabe, deletrean la historia a través de cuadros estadísticos miopes, de corto plazo (o sea: siguiendo el vaivén mercantil de la ganancia inmediata), pretendiendo orientar la ruta de los grandes cetáceos del capital, no de los pececillos humildes que crean y reproducen la vida natural.
Por eso la Historia enseña, socarronamente, que nunca los economistas han previsto ni resuelto las pandemias de la humanidad. Y que, por eso, ante cada crisis pandémica, no ha sido ni el mercado ni la estadística los que han realizado el salvataje de los cetáceos de la economía, sino los bancos centrales, echando mano a los “fondos soberanos”. Es decir: a los fondos de reserva acumulados día a día por el duro trabajo cotidiano –bajo la expoliación obligada de los impuestos, a nivel nacional– de los millones de pececillos del océano de la vida. Este robo es el que salva a los mercados…
Éste no es el tiempo, pues, ni de la Ley, ni del Banco Central ni del gobierno de turno, sino de la solidaridad ciudadana consigo misma.
Pues los ataques pandémicos se combaten intensificando al máximo la solidaridad social-comunitaria, a todo nivel y en todo lugar. Dentro del hogar, entre los viejos y los jóvenes, entre los adultos y los niños, entre hombres y mujeres, etc. En el barrio, en el edificio de departamentos, con vecinos comunicándose, cuidándose y ayudándose entre sí. En la empresa y en el lugar de trabajo, compartiendo y repartiéndose comunitariamente los déficits, las pérdidas, los recursos, la tareas y las posibilidades. En los supermercados, respetando las personas, su lugar en la fila, sus derechos, su palabra, su abastecimiento. En la calle y en el espacio público, para que allí todos, militares, policías y ciudadanos, se exijan y se den mutuamente la solidaridad, el respeto y las conductas necesarias que protegen y a la vez favorecen a todos, etc.
Ante situaciones de emergencia y excepcionalidad, cuando la crisis está agudizada al máximo, más que la ley y la autoridad constitucionales, valen más el buen sentido y la conducta social que brotan de la percepción colectiva de los peligros comunes a todos. Activando el desarrollo libre de ese buen sentido ha sido cómo, en la Historia, las pandemias que han amenazado la vida han sido resueltas por la misma comunidad, no por los ‘sistemas’ en sí.
Es ésa una opción estratégica que, al mismo tiempo, desarrolla y consolida la capacidad deliberativa y de acción que, en su momento, la comunidad total podrá utilizar para construir, soberanamente, entre todos, el nuevo orden social y la nueva Constitución Política que necesitamos para el futuro. Sin la liberación y el empoderamiento de la voluntad solidaria de la comunidad, ningún gobierno ni ninguna sociedad civil han podido ni podrán superar las crisis históricas de excepción que, de tiempo en tiempo, necesitan enfrentar.