Opinión de Daniel Labbé Yáñez
Jaime José Mañalich Muxi es médico cirujano. Mañalich no da puntada sin hilo. A no equivocarse con su supuesta improvisación: cada frase indolente e hiriente que ha salido desde esa boca a partir del primer gobierno del Presidente Sebastián Piñera ha sido estudiada, calculada y llevada a cabo prolijamente, como si se tratara de una cirugía. Mientras sus colegas la mayor parte del tiempo provocan mejorías, él simplemente provoca.
El ministro comprende y maneja a su antojo aquella capacidad del ser humano de violentar brutalmente al otro a través del lenguaje y la semántica, haciendo ver una agresión o amenaza como algo completamente inofensivo. Es de la misma escuela pandillera de sujetos como José Antonio Kast, quien -siendo un reconocido homófobo, racista y fanático de Pinochet- no tiene ningún problema en exigir al resto «condenar sin matices la violencia» con una calma sacerdotal.
Una performance difícil de desenmascarar en un país que se ha educado respecto a la violencia a través de matinales y noticiarios de televisión que llevan décadas reduciendo lo violento al «lanzazo», al «robo con sorpresa», al «portonazo» y al encapuchado tirándole una piedra a un policía. La violencia estructural, la del modelo, la de la desigualdad y el abuso permanente del poder, son simplemente irregularidades, faltas, excesos o ambiciones que se sanan con clases de ética.
Mañalich no necesita levantar la voz para apuñalarte con la lengua sonriendo y mirándote a los ojos sin parpadear. «Conmigo no se tontea; o sea, la protección que tengo es tan fuerte…», le recitó hace algunos años a un periodista de El Mercurio en plena calle, cuando sabía que estaba siendo grabado y que el mensaje sería retransmitido a todos los que se atrevieran a olerlo muy de cerca.
El secretario de Estado es un provocador compulsivo. Busca permanentemente tocarle la oreja a sus retractores y, en general, a todos quienes se planteen de forma crítica frente a su accionar. Como devoto de la privatización de la salud quiere ver fuera de sus casillas a quienes defienden la pública, porque sabe que el poder político y comunicacional en ese ámbito lo tiene él.
Es el ministro de Salud en un país en donde los pacientes se mueren en el piso de hospitales en los que se opera con la luz de los teléfonos celulares, pero puede asegurar, con la tranquilidad con la que se le dice te quiero a una madre, que «nuestro sistema de salud es uno de los mejores y más eficientes del planeta». Cuando hay un incendio, Mañalich es el que se ofrece para apagar el fuego.
En Chile ese insulto al sentido común y a los miles de ciudadanos que padecen sistemáticamente el abandono del Estado hacia los hospitales y consultorios públicos, jamás será considerado más violento que una funa en su contra por parte de los trabajadores de esos mismos recintos precarizados. «Esa no es la forma».
Mañalich se sabe el bufón del rey y por eso lo venera en público. Le hace una reverencia frente a las cámaras de televisión a un Presidente en un momento en que no solo está siendo indicado como el responsable político de asesinatos, violaciones y mutilaciones, sino que también del peor manejo que se podría haber hecho de una crisis epidemiológica que generará más muertes y colapsos de las que debiera. Mañalich se está dando un festín.
Por eso camina firme y sonriendo hacia los periodistas que lo esperan en La Moneda con una botella de alcohol gel y les exige abrir «la manito» para vaciarles un poco del líquido, en un momento en donde la ciudadanía se comienza a angustiar y espera otra cosa muy distinta: respuestas y acciones concretas.
Mucho menos entonces será entendida como una acción cargada de violencia de su parte el sostener públicamente que una pandemia que está matando a miles de personas alrededor del mundo, y que tiene atemorizada a gran parte de la población chilena, puede mutar y transformarse en un virus «buena persona».
El problema es que esa provocación hacia el otro, ese desprecio hacia esos otros que somos todos nosotros, los que estamos afuera de la pandilla, se ha traducido en los últimos días en algo mucho más profundo, y que tiene que ver ahora con vidas.
Porque naturalmente existe algo muy distinto a provocar ira: provocar muertes. El asunto es que el bufón, acostumbrado a vomitar fuego por la boca, pareciera estar a punto de quemarse.