Testimonio de un No creyente que fue a la Misa del Papa Francisco

"El significado de la visita del Papa Francisco a Chile no es único, ni sujeto a generalizaciones, más bien, se tomará desde el lugar espiritual en el que cada cual se encuentre, así como también desde la propia consciencia". Por Víctor Manuel Guerra

Testimonio de un No creyente que fue a la Misa del Papa Francisco

Autor: Director

 

 

 

Qué difícil es escribir sobre la visita del Papa a Chile. ¿Qué podía decir sobre alguien tan amado como odiado? ¿Alguien que despierta las más enfebrecidas pasiones de sus fieles y el más profundo desprecio de sus incrédulos? Así que se me ocurrió, que lo mejor para poder hacerme una propia de S.S. era conocerlo. Como los miles de feligreses que irían a verlo.

Lo primero era conseguirme una entrada. No estuvo tan difícil la empresa. Todo bien, hasta que leí y corroboré y volví a mirar en el ticket que me consiguió mi hermano mayor en su parroquia la hora de ingreso obligatoria, inamovible. 02:00 am. A esa hora tendría que estar a la puerta P1 – Tupper para ubicarme en la zona A5. ¡Dios! La misa del Santo Padre es a las 10:00 am, lo que significaba una espera de ocho horas, lo que significaba pasar de largo hasta las 00:30 de la mañana, para la correspondiente ducha, para el correspondiente desayuno, para tomar la correspondiente micro e irme. ¿Micro a esas horas?, no, más bien, Uber. Luego miré el clima de ese día, el martes 16 de enero. La aplicación de Yahoo! me decía que habría una máxima de 29 grados y la predeterminada del celular corroboraba el pronóstico. Abundancia de sol y 29 grados. Si bien la temperatura máxima sería apreciada más tarde como es costumbre, entre las 14:00 y 16:00 eso no quitaba que habría un inmenso sol calentándonos durante su misa. A esas alturas ya comenzaba a vislumbrar que la idea me significaría madrugar, que me costaría más del dinero que tenía presupuestado y que saldría de ahí con un bonito bronceado. Costos asociados, pensé.

Habían ya declarado ese martes como feriado en Santiago; podría perfectamente haberlo aprovechado para terminar de ver alguna serie, avanzar en algún libro, ver unas películas, echarme en la cama como una vaca en el pasto y sólo dedicarme a tragar comida y espantar moscas, pero aun así insistí en que quería ir. No soy católico, no soy cristiano, no soy creyente, pero, de todas maneras, iría, quería saber qué era aquello que movía a tantas personas para tan solo verlo y escucharlo, y si no podía conseguir entender nada de eso, me bastaría con haber ido, quizás tan solo para decir, sí, yo estuve ahí y ya.

 

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Según la encuesta (Cadem) que se publicó a una semana de su llegada, solo un 23% de los chilenos considera que la visita del Papa es “importante”, un 50% asegura que es poco o nada importante y sólo un 26% estima que es algo importante. O sea, a la mayoría de los chilenos les vale una hostia su visita, pero, como se hace generalmente en estos casos, la democracia no pregunta a los ciudadanos si quieren o no que venga el Papa: solo lo trae. Por algo derivamos la responsabilidad de elegir, de opinar y decidir a nuestros candidatos favoritos cada cuatro años.

Le pregunté a mi madre, católica:

–Me gustaba más el Papa Juan Pablo II –y agregó– a él sí me hubiese gustado ir a ver, pero este…

–Qué inconsecuente –le dije.

O sea, al igual que con los políticos mi madre elige en base a caracho, jamás por alguna postura ideológica (o en este caso religiosa). Me preguntó el porqué me había dado por ir a verlo, siendo que es conocida en mi familia mi posición respecto a la iglesia. Le dije que iría a verlo sólo porque quería ir y ya.

–Entonces tú eres más inconsecuente que yo.

Qué le iba a responder. Tenía razón.

 

***

 

Día martes 16 de enero. 03:50. Llegó el día. Me despierta el ring ton del celular mientras aun soñaba que acompañaba al Papa Francisco en una caminata por Valparaíso y en el peregrinaje lo insultaban, le tiraban cosas y hasta querían pegarle, pero yo lo acompañaba en buen espíritu y hasta –en el sueño– lo encontraba un tipo la raja. Aunque nunca dejé de mirarlo como un ser humano con cara de bonachón, sin esa estela sacra que le reviste. Ese sueño fue muy importante para no apagar la alarma y seguir durmiendo, sino que, de una, meterme a la ducha a esas horas. Quizás, hasta era una señal. Y me levanté a esas horas porque conseguí cambiar mi ticket de ingreso por uno que ofrecían en internet en la página oficial de su visita, y que me dio la oportunidad de entrar a las 05:00, esta vez por la puerta 5 de Rondizzoni, al sector D2. Unas horitas menos de espera que para mí, valían el cambio. Preparé unos panes con jamón y puse una botella de litro de agua en el congelador mientras esperábamos al Uber.

En el recorrido desde Quilicura a Santiago Centro no vi mucho movimiento en las calles más que algunos trabajadores que esperaban micro, jóvenes volviendo de algún after, flaites con cara de angustia en algunos paraderos y uno que otro mendigo bailando en oscuridad de sus malditas vidas. Pero todo cambió cuando el chofer nos dejó en el metro Cal y Canto. Adentro todo era una fiesta. Eran las 05:03 y parecía de día. La estación estaba llena: adultos mayores, señoras con carteras llenas de menjunjes para la espera (maldición, había olvidado mi botella de agua en el congelador), adultos, niños. Y no vi caras de sueño, parecían todos animados, con talante optimista, para nada enfebrecidos, pero sí advertí en sus miradas una alegría que me pareció envidiable. Y cuando cruzaba miradas, sentía que ellos buscaban contagiarme con ese júbilo honesto, pero no les resultaba. Había un mundo de diferencia. Ellos iban a ver al máximo representante de la creencia que sostenía sus vidas, que las moldeaban, las regían, las normaban y les ofrecía una esperanza.

Yo sólo iba a ver al Papa y ya.

 

 

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Desde que asumió su mandato, Jorge Mario Bergoglio se ha esmerado en abrir la Iglesia y hacer llegar su mensaje utilizando todos los recursos existentes. Twitter, charlas TED, viajes, entrevistas, una actitud mucho más abierta y moderna que sorprendió a muchos, acostumbrados al cerco entre El Vaticano y los demás mortales. Francisco se ha preocupado mucho de hacer notar esa renovación y es por eso que ha publicado más de 100 documentos que incluyen encíclicas, constituciones apostólicas, exhortaciones apostólicas, cartas apostólicas y motu proprios (leyes papales). Todo eso para reagrupar a sus ovejas, reencauzarlas y crear esa “Iglesia en salida” de la que habla en su ya propio y original lenguaje –que ha merecido tener un propio diccionario “Diccionario de Bergoglismos”–.

Ya en el primer viaje de su pontificado el 2013 –a la Isla de Lampedusa, al sur de Sicilia– el Papa Francisco condenó “la globalización de la indiferencia”, haciendo referencia a la insensibilidad de las personas ante el dolor y desconsuelo de otros. Y no dejó de ser potente el mensaje: el nuevo Papa ofrecía su primer discurso en una isla que recibe decenas de inmigrantes cada día provenientes desde el norte de el África, lo hacía utilizando un altar apoyado en una barca que representaba las naves que usaban los inmigrantes para cruzar el mar Mediterráneo y vestía ornamentos morados, propios del ruego de perdón por los pecados. Y ahí mismo, al frente de la mencionada isla, unos meses después de aquel discurso, una barcaza que había partido del norte de África en dirección a las costas europeas, se hundió con al menos 518 inmigrantes africanos y dejó 366 muertos, 155 supervivientes y un número indeterminado de desaparecidos.

¿Qué hacer cuando los mensajes y señales de Dios no bastan?

Porque el Papa, con toda la autoridad que le inviste, por más mensaje inclusivo y directo, sencillo; por más propuestas como la de la Cultura del Encuentro para frenar la Cultura del Descarte no ha podido detener la barbarie del mundo que parece hacer oídos sordos a sus tan aclamadas súplicas. Por más querer devolver la autoridad a una Iglesia en decaída más que en salida, que suma más reprobación que apoyo, que insiste en ser ella esa necesaria voz contra el poder, no deja de ser el poder que durante milenos ha silenciado las voces de a quienes el poder destruye, y, de hecho, ser el mismo poder, bendiciendo a los poderosos.

¿Podrá bastar con las buenas intenciones de un Papa que ha intentado por todos los medios mostrar una cara humana de su Iglesia? ¿Cuál es la utilidad de la Iglesia en el siglo XXI?

 

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Si el metro a esas horas parecía lleno entonces lo que había al salir de él en estación Rondizzoni era desbordante. Ambulantes, voluntarios gritándote al oído, fieles, gentes, gentes, gentes. Miles de ellas caminando con sillas replegables en sus manos, jockeys con el rostro del Papa, rosarios a la vista, haciendo filas interminables, mirando en celular, tomando café, fumando, riendo, cantando, orando, sentados, durmiendo, preguntando, tomándose fotos, sintiéndose parte de algo grande que solo ellos, en su fe, podían dimensionar y que uno, desde lejos, sólo podía mirar. Al final, la fiesta era para ellos.

Nos ubicamos al final de la fila que correspondía a nuestra entrada y no tuvimos que esperar más que unos 30 minutos hasta pasar la apresurada revisión de carabineros, el control del ticket de ingreso y el arribo hasta nuestro sector. Y ahí fue donde ocurrió mi decepción.

No veríamos al Papa.

O sea, lo veríamos, pero en una pantalla. Nuestra zona estaba justo detrás de la piscina temperada de Santiago y su gran y engreído techo blanco impedía siquiera verlo en miniatura. Y la intención de todos nosotros –ya en ese momento me había sumado a la voluntad de todos los demás fieles– era verlo. No mirarlo desde una pantalla. Verlo. Comprobar que es real, que está ahí y que podríamos abrazarlo o escupirlo si lo deseáramos. Pero tal parecía ser que, como buen cristiano, solo había que resignarse y esperar el milagro.

Estaba oscuro, hacía frío y sólo la esperanza depositada en la aplicación del clima justificaba el haber ido con pantalones cortos. Buscamos la mejor ubicación para mirar la pantalla. Mi hermano tendió una manta y se echó a dormir en un trecho donde no había mucha gente. Yo me fui a dar vueltas por el sector, para fumar, para mirar, quizás para reflexionar. Aunque más que nada, para buscar un café.

 

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Creo que no se puede juzgar, así como así a todos los creyentes católicos. Bastante buenas excepciones han existido en la historia de hombres y mujeres que han visto en el cristianismo una oportunidad para salvar las vidas –más que preocuparse de salvar solo las almas– de aquellos a quienes Jesús quiso tanto ayudar según nos relata la Biblia. En Chile se los vio en las oscuras décadas de la Dictadura Militar. Ahí estaban Pierre Dubois, Raúl Silva Henríquez, José Aldunate, Blanca Rengifo, Alfonso Baeza, Alberto Hurtado, Mariano Puga, entre otros, los llamados “curas rojos”, esos que defendieron al desvalido y al perseguido con más pasión que muchos autoconvencidos de izquierda. Y otros muchos pagaron en vida sus convicciones, como el cura colombiano Camilo Torres, André Jarlán, Antonio Llidó, Juan Alsina (“mátame de frente, porque quiero verte para darte el perdón”), y así, otros tantos en Chile y por el mundo.

¿Se puede ser cristiano y hacer algo más por el que sufre? Al parecer estos curas tienen la respuesta, pero no tienen los medios ni los recursos que tiene el Papa para hacer llegar a más fieles sus llamados. Es más, el mismo Mariano Puga salió a criticar la forma en que han desarrollado la visita del Papa, diciendo que lo han hecho a espaldas del pueblo, que no les han preguntado y más aún, que no han sabido cómo mostrarlo. Porque claro, lo primero que uno escucha en el vox populi es la polémica por el montón de dinero que costará para las arcas del Estado (se supone que solo cuando nos sacan plata nos acordamos que tenemos al Estado, el resto del tiempo nos da lo mismo) y ahí Mariano Puga les responde: “¿Usted sabe quién es el Papa? No. ¿Usted sabe que el Papa no vive en el Vaticano? No. ¿Usted sabe que el Papa ha dicho que quiere una Iglesia pobre? No. ¿Usted sabe que el Papa celebra su cumpleaños con mendigos de Roma? No”. Quizás sería interesante saber qué les responden los demás, aunque podríamos hacer un pequeño ejercicio adivinatorio y ver que insistirían en aquello de que con eso dinero se podrían construir mil hospitales, crear miles de colegios o solucionar el problema del SENAME. Claro, pero no levantamos mucho la voz sobre la Ley Reservada del Cobre, sobre las estafas multimillonarias del Ejército y Carabineros, el robo de las AFP, etc., y que, con tan solo ese dinero, bien invertido se acabarían muchos de esos problemas. La solución la tenemos acá hace rato, no hace falta reclamársela al Papa. Pero bueno, siempre nos van a parecer peores los problemas que vienen desde afuera. Así también pasa cada vez que alguien como Bush o el Bus de la Libertad o cualquier personalidad en quien veamos un conflicto con nuestras ideas viene al país: olas furibundas de protestas violentas. Parece ser que siempre los criminales ajenos nos parecen más importantes que los propios.

Si apenas los agentes infalibles del cambio han dejado de llorar por sus derrotas y caminan como ciegos buscando las ideas que los saquen del ostracismo relegado por sus errores y su falta de autocrítica ¿cómo se les puede decir a ese mismo pueblo que ya no toma en cuenta sus políticas poco prácticas para sus intereses inmediatos que la visita del Papa es un crimen? Me parece que mientras más se pretende hablar por ellos, por los más desamparados, menos se les conoce. Ellos mismos saben muy bien lo que necesitan y lo que esperan de este suceso. No se les puede intentar dar lecciones, menos aquellos que no saben cómo cumplir todas esas promesas que, de tan maravillosas, no distan mucho de prometer el paraíso o el mismísimo cielo.

A su vez, parece ser que hay algo más allá en todo esto y es que la venida del Papa a Chile nos toca algo más allá que nuestro bolsillo: nuestra espiritualidad. O la falta de esta. Y ese es un terreno en el que todos parecen tener la razón y nadie tenerla. ¿Cómo se puede hacer un enfoque objetivo entonces? Difícil. Pero a lo sumo lo que podríamos intentar hacer es comprender más aquello que genera la visita del Papa Francisco en estos lados de la Región. Y, por sobre todo, partir por aquellos que anhelan verlo y para quienes su existencia es cosa seria.

 

***

 

Nunca había visto tanta cantidad de gente en el Parque O´Higgins y no ver una sola lata de cerveza tirada en el suelo. Eso de por sí ya era algo impresionante. Comenzaba a aclarar y se podía apreciar mejor las dimensiones del espectáculo. Por la pantalla pasaban a un cura animador bastante jovial y una señora que se le notaba en cada frase su cuna bendecida, algunos músicos de relleno, unos vídeos testimoniales y la insípida canción de Américo que prendía sólo a quienes buscaban excusa para mantener el ánimo que algún interés genuino de apreciar una obra musical. El lugar donde estábamos con mi hermano comenzaba a llenarse de más personas y nos tocó estar casi rodeado de venezolanos, aunque luego los argentinos llegaron a reclamar la bandera del Papa. Nos pusimos a conversar con dos chicas argentinas. Florencia, profesora de biología y Kiara, profesora de religión. Andaban de vacaciones y se encontraron con la posibilidad de ver a un Papa que ha renunciado a la oportunidad de ir a la patria que le dio abrigo cuando su padre llegó escapando de la empobrecida Europa entre guerras.

“El Papa no es argentino, shá es de todos”, me decía a modo de consuelo Florencia, no católica practicante, pero a quien le interesaba mucho madrugar para venir a verlo. “Más que nada, para estar acá y shá”. Me cayó bien, al final, yo iba por lo mismo.

Esperábamos ver al Papa aunque todos ya comenzábamos a asumir que eso no pasaría. Aun así, la gente mantenía el fervor y los animadores hacían lo posible para mantener al público (más de 400.000 personas) con el ánimo en alto. Por todos lados se respiraba bondad. Tantas miles de personas amables, contentas, agradecidas, con miradas nobles, atentas, serviciales, colaboradoras, ¿dónde están esas personas el resto del año?

Después de la eucaristía le mostré a Florencia el ticket que mi hermano me había conseguido en su parroquia. Lo miré antes de dárselo: Horario de ingreso: 02:00. Sector: A5.

Mierda.

Era el sector que estaba al frente del altar. Lo hubiésemos visto ahí, más cerca del abrazo o del escupo. Pero la cagada ya estaba hecha. Mi hermano, como buen católico, se resignó y no me criticó el hecho de que lo haya convencido de que de todas maneras era mejor ir a las 05:00 que a las 02:00 sin habernos fijado en las ubicaciones.

Las chicas argentinas nos consolaron regalándonos galletas. Aunque me hubiese venido mejor unos exquisitos alfajores mendocinos.

 

***

 

El pobre chileno es en su mayoría creyente. Son ellos quienes levantan el espectacular cuasimodo, mantienen viva la Fiesta de la virgen Del Carmen de la Tirana, muestran su devoción y fe en la demoledora peregrinación a Lo Vásquez, caminan en masa 27 kilómetros para visitar la tumba donde descansan los restos de la primera santa de Chile, Sor Teresa de Los Andes. Son ellos, los más humildes quienes profesan una fe a prueba de su misma miseria. Con la misma estoicidad de Job, el incólume, que, a pesar de todos los agravios que recibió de su Dios, jamás renegó de él.

Así hoy día mismo, hay muchos que han sido víctimas de los representantes más cercanos de Dios en la tierra y aun así esperan que él, el Sumo Pontífice, haga algo más por limpiar el templo de mercaderes, lujuriosos y poderosos; aquel templo sagrado donde los creyentes honestos depositan su fe, su esperanza y el descanso de sus aflicciones. Son ellos a quienes el mensaje les pegará más, porque son ellos los sedientos de una Iglesia más humana y protectora de los oprimidos, como hubiese querido aquel que la Biblia señala como el redentor de los que sufren y que sacrificó su vida por los que menos tenían.

El significado de la visita del Papa Francisco a Chile no es único, ni sujeto a generalizaciones, más bien, se tomará desde el lugar espiritual en el que cada cual se encuentre, así como también desde la propia consciencia. Y como todo en estos planos, será una buena oportunidad para mirarnos y ver si, aquellos creyentes, reflexionan sobre los reales alcances y soluciones que ofrece al prójimo su institución regidora, o aquellos que no, si el discurso reprobatorio que han hecho ante su visita tiene consonancia con sus acciones para con el prójimo que sufre y que con tanto esmero dicen defender. Pero eso ya es cosa de cada uno y ese cada uno es una incógnita bien difícil de conocer.

El Papa habrá venido, su mensaje habrá sido expuesto a los chilenos, nos guste o no. ¿Cuál entonces será la enseñanza de su visita? Que cada cual saque sus conclusiones.

No por nada los caminos del señor son inescrutables.

 

***

 

Por la pantalla veíamos que el Papa ya salía de la Nunciatura Apostólica en Providencia y seguía hasta La Moneda en donde fue recibido por la presidenta. Me sorprendió ver la poca cantidad de gente que le hacía corte en la Plaza y lo saludaba en su recorrido. O quizás eso me devolvía a la realidad. Había dejado de leer prensa respecto a la visita del Papa desde hacía una semana, porque no quería contaminarme con información, sino más bien tener una experiencia personal in situ. Sólo al llegar a casa me enteraría de los atentados y las protestas, que bueno, se puede leer profusamente en la misma prensa. La cosa es que el Papa ya se acercaba y esto era anunciado fervientemente por los animadores y la gente comenzó a agolparse a las vallas papales que daban a una de las calles interiores del Parque, la línea divisoria entre nosotros y la pantalla gigante, porque por ahí corrió la voz de que Francisco recorrería en su Papa Móvil todos los lugares en donde hubiese fieles para saludarlos.

Yo me quedé a esperar en donde estaba. Mejor, así podría fumar sin tener que alejarme de las personas porque ahora ellas se alejaban.

El Sol ya había salido cuando lo vi llegar mientras el calor comenzaba a disputarle el protagonismo. La gente no podía en sí de la expectación y fervor. Me subí a la silla replegable que llevó mi hermano y lo vi. Tiene que haber sido a unos 40 metros de distancia. Vi su cabeza blanca cubierta por su solideo blanco. Su cara de tipo bonachón tal como lo había visto en el sueño, aunque esta vez no había nadie alrededor maldiciéndolo y denostándolo, sino que oleadas de personas con celulares en mano intentando estar lo más cerca posible de ese hombre mayor, vestido de blanco, levantando su mano y bendiciendo a todo el mundo, con el poder que esa misma gente le ha heredado desde siglos atrás, cuando un apóstol del Jesucristo de la Biblia, un tal Pedro el pescador, creyó que era una buena idea fundar una Iglesia.

Lo vi, pude comprobar que existía. Sentí algo cuando lo vi. No sé si fruto de la misma euforia de la gente, si quizás, causa de alguna sugestión masiva, pero me conmoví al verlo, su sonrisa, su rostro de ser tan espiritual y a la vez tan humano. Me sentí conforme y encendí un cigarrillo mientras él ya se alejaba para iniciar la santa misa.

Volvía Florencia. También lo había visto.

–¿Lo pudiste ver?

–Sí.

–¿Y?

–Bueno, lo vi y shá.

Yo también lo había visto. Y ya.


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