La conciliación de la vida laboral y familiar es una cuestión social de primer orden que aún no pasa de ser una aspiración, a pesar de los discursos políticos grandilocuentes. La prueba: los tres casos que en estos días han ocupado los titulares de los medios y que ponen de manifiesto la actitud del mercado laboral ante la maternidad de las trabajadoras. Tres situaciones que suponen una realidad cotidiana para miles de mujeres.
Primero fue la presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica Oriol, quien, en un alarde de franqueza que se le fue de las manos, criticó la regulación laboral que protege el derecho a la maternidad y establece una serie de permisos que permiten atender las responsabilidades familiares, y “advirtió” de la exclusión de las mujeres entre 25 y 45 años de la oportunidad de ser contratadas como consecuencia de esa protección.
No debería sorprendernos tanto esa crítica del empresariado a la regulación, que siempre la encuentra excesiva porque preferiría dirigir sus negocios bajo el único marco legal del “todo vale si genera más beneficios”. Y considera la maternidad, o su mera posibilidad, una perturbación inaceptable para la actividad productiva, que tiende a apropiarse cada vez más de la vida de las personas. El concepto del horario, trasnochado, ha sido sustituido por el de plena dedicación en esta deriva hacia la máxima competitividad y producción, favorecida además por unas tecnologías que han hecho desaparecer los límites de espacio y tiempo que antes tenía la jornada laboral.
Después llega, por parte de algunas de las más idolatradas empresas tecnológicas, como Facebook y Apple, una propuesta disfrazada de modernidad, de “sensibilidad” hacia el “problema” de las mujeres que quieren ser madres y desarrollar una brillante carrera profesional: para que discriminarlas, se les paga la congelación de sus óvulos y ya cuando se jubilen que tengan hijos e hijas. Llegado el caso, siempre podrían utilizar los cochecitos de bebé como andador. Es su manera de compensar el “compromiso laboral” de sus trabajadoras. Sus argumentos resultan perversos, lo presentan como un beneficio para sus empleadas, como un apoyo para que logren tener la vida que quieren, como un medio para atraer el talento femenino.
Estas empresas presuntamente sensibles, como Facebook, ofrecen servicios de comida gratis, guarderías, salas de lactancia, gimnasios, piscina, yoga, peluquería… se acercan a las japonesas, que incluso llegan a disponer de nichos donde dormir. Todas las necesidades cubiertas sin salir de la empresa, a excepción de las visitas regulares a los centros comerciales para consumir –a eso lo llaman ocio-, y así sostener este disparatado sistema.
Por último, un cargo político del Ayuntamiento de Madrid, el concejal del distrito de Hortaleza, Angel Donesteve, infringe la legalidad discriminando a una empleada que cumple perfectamente sus funciones, relevándola del puesto que ocupa porque como ha sido madre tiene otras prioridades y no está dispuesta a destinar veinticuatro horas al día a los intereses electorales del susodicho, que lo ha justificado con el argumento de que “necesita el máximo rendimiento y número de horas de trabajo”. Tampoco en el ámbito público parece que los límites de la jornada laboral estén en su mejor momento.
Estos ejemplos no son más que la punta del iceberg del rechazo del mercado de trabajo a las interferencias de la vida personal, especialmente la reproductiva, en sus objetivos económicos, en los que trabajadores y trabajadoras solo son un instrumento más.
La ventaja de hacer poco de padres
El concepto de conciliación se incorpora al lenguaje laboral en las últimas décadas del siglo XX, consecuencia de la demanda generalizada de la mano de obra femenina tras la masiva incorporación de las mujeres al empleo remunerado, sin que la sociedad haya resuelto la histórica y discriminatoria distribución de tareas entre sexos. Distribución que ha permitido a los varones delegar tranquilamente todas sus responsabilidades familiares en sus esposas o parejas. Más aún, ni siquiera se han dado por aludidos en el conflicto que éstas mantienen frente a las exigencias de dedicación de las empresas, que apenas han transitado del siglo XIX al XXI en lo que a derechos laborales se refiere. Incluso tras esta etapa de crisis, están más cerca del XIX que del XX.
El “problema” no es, por tanto, que las trabajadoras puedan ser y sean madres, sino que los trabajadores hagan poco de padres. Lo que les proporciona a estos una gran ventaja laboral: mejores puestos y mayores salarios, no por tener más capacidad o cualificación sino por tener más tiempo disponible. Mientras, las madres trabajadoras han tenido que auto-organizarse con estrategias personales que han ido desde la ya consabida doble jornada (cuatro horas diarias más de trabajo, de media) hasta la contratación de sustitutas en el hogar, pasando por el recurso al voluntariado de otras mujeres de la familia o al de las multi-actividades infantiles.
En este contexto se ponen en marcha las llamadas políticas de conciliación de la vida laboral, familiar y personal. Un conjunto de parches bienintencionados pero, por lo comprobado, no demasiado eficaces. Se podría decir que proporcionan a las mujeres algo de oxígeno, pero sin permitirles sacar la cabeza de debajo del agua.
Políticas aplicadas en parte por las masculinizadas organizaciones sindicales que, hasta ahora, han utilizado las medidas de conciliación como cromos para intercambiar por otro tipo de contrapartidas con el sector empresarial, a pesar de la presión de sus esforzadas secretarías generales de la mujer. Así al menos lo reconocen, en voz baja, algunas sindicalistas implicadas en las negociaciones colectivas.
¿Por qué son poco eficaces? Primero, porque tratan la necesidad de conciliación de la vida laboral y personal como un problema que hay que solucionar, como un obstáculo a la producción, en vez de enfocarlo como un factor de bienestar social. Apenas se cuestionan las largas jornadas laborales y se busca sólo cómo extraer de ellas el tiempo imprescindible para los cuidados. Cuando se habla de racionalización de horarios se acaba haciendo más alusión a prolongar los escolares o comerciales que a racionalizar la dedicación al trabajo. Dedicación que en España es a todas luces desmesurada, cuando puede alcanzar fácilmente las 10 o 12 horas diarias en determinadas circunstancias, empleos y/o categorías.
Segundo, porque aunque los permisos y excedencias por cuidados se establecen para trabajadoras y trabajadores, solo en torno a un 2% de estos últimos se acogen a ellos. Mientras esos permisos no sean exclusivos y equivalentes para mujeres y para hombres, y no se actúe de forma intensiva sobre el “factor cultural” que continúa atribuyendo exclusivamente y con carácter prioritario a las mujeres el rol familiar, este desequilibrio seguirá jugando en contra de la igualdad de oportunidades y condiciones para las mujeres en la inserción, permanencia y promoción laboral. Y por tanto, generando un privilegio para los hombres.
Tercero, porque el empresariado tiene un margen muy amplio, a pesar de las quejas sobre la “excesiva” regulación, en la aplicación de las medidas legales. Por ejemplo, la flexibilidad horaria y la reducción de jornada: la primera opción debe adoptarse mediante acuerdo empresa-trabajador/a, pero para muchas empresas lo fácil es impedir ese acuerdo. Eso obliga a las interesadas a tener que recurrir a la reducción de jornada, con la consecuente reducción salarial, aunque sin ninguna garantía de que esa reducción horaria vaya a ser luego respetada, o de que no van a acabar haciendo el mismo trabajo en menos horas.
Cuarto, porque el ejercicio de esos derechos de conciliación en muchas ocasiones pasan factura a quienes se acogen a ellos, y no en términos de pérdida de oportunidades, que también, sino en términos de represalias: desde modificación de las condiciones del puesto de trabajo al despido puro y duro. Y sobre el supuesto blindaje a que hacía alusión Mónica Oriol, justificar “objetivamente” un despido con la legislación actual es pan comido para las empresas, con o sin maternidad.
En estas circunstancias no es de extrañar que muchas trabajadoras acaben renunciando a ejercer sus derechos, a defenderse si hay presión o a retrasar indefinidamente la edad de la maternidad, más en una situación en la que la reforma laboral aprobada en 2012, y la altísima tasa de desempleo en nuestro país, ya han permitido podar la mayoría de los derechos y protección legal de los y las trabajadoras conquistada a lo largo del siglo XX. No hay que recurrir a muchas investigaciones para saber que, una vez más, las principales perjudicadas de este proceso van a ser las mujeres.
Las políticas de conciliación no pueden ser exclusivamente unas políticas de apoyo al empleo femenino. Entre otras cosas porque el embarazo dura nueve meses y la lactancia alguno más, pero en el resto del tiempo de crianza, bastante más largo, los padres deben tener el mismo grado de implicación. Sin prejuicios patriarcales y sin mantener la atribución a las mujeres de unas responsabilidades que deben ser compartidas al cincuenta por ciento, el empleo femenino no se vería resentido porque no hay ninguna razón objetiva para ello.
Tampoco pueden ser exclusivamente unas políticas de apoyo a la familia, puesto que se trata de defender el derecho a tener una vida privada más allá de la dedicada a producir, con un necesario equilibrio de tiempos. De la misma manera que, aunque son muy necesarios, los servicios públicos de cuidados, accesibles y de calidad, que es otra demanda para favorecer la conciliación, no pueden sustituir el tiempo compartido con los hijos e hijas.
Ni mucho menos las políticas de conciliación deben quedar al arbitrio de la voluntariedad de las empresas, por muy buenas intenciones que apliquen en sus políticas de recursos humanos, bajo el paraguas de la responsabilidad social corporativa -algo inventado por el marketing para suavizar la mala imagen de las corporaciones, que lo mismo sirve para financiar proyectos de beneficencia que para “ayudar” a las mujeres a soportar mejor “su carga”.
Someter a las mujeres a la tesitura de elegir entre su deseo de maternidad y su deseo a desarrollar una vida laboral y profesional conculca de forma flagrante sus derechos fundamentales. Es un sacrificio que se les está imponiendo desde un sistema productivo voraz con la vida de las personas trabajadoras. Aunque puedan criogenizar sus óvulos.
Defender el bienestar social
Las consecuencias son el “suicidio demográfico” -en palabras de la catedrática de sociología Mª Ángeles Durán-; la perpetuación de la discriminación laboral de las mujeres, que sigue penalizada en un mercado laboral incapaz de adaptarse a un modelo social igualitario y que sirve para forzarlas a aceptar peores condiciones de trabajo; y un gran déficit en las aspiraciones de bienestar social, que no es más que la suma del bienestar personal y familiar.
Este bienestar social, evidentemente, tiene un coste que debe ser asumido por un Estado que se configura como social y democrático de derecho, con impuestos sobre el capital y los beneficios como forma de redistribuir la riqueza y devolver a las personas trabajadoras su contribución a la generación de esa riqueza. Lo que en ningún caso puede seguir ocurriendo es que el bienestar en las familias siga recayendo sobre las espaldas de la mitad de la población, sólo porque tengan la capacidad de procrear.
Los argumentos y estrategias para que la conciliación de vida laboral y personal sea posible están todas sobre la mesa: la reducción y flexibilidad de jornadas laborales, el incremento de servicios públicos de cuidados, la racionalización de todos los horarios, la protección de la natalidad como un bien social, los permisos más amplios y exclusivos para hombres y mujeres, la corresponsabilidad real, las políticas de responsabilidad social corporativa, las de competitividad vía talento femenino… Medidas que avanzan tímida y aisladamente, pero que mientras no se produzca una acción política determinante y audaz, que defienda el bienestar social por encima de los intereses económicos, no pasarán de ser parches.
Mientras esto no ocurra, las jóvenes seguirán teniendo que responder sobre sus planes de maternidad en las entrevistas de trabajo, los hombres seguirán eligiendo libremente y sin cortapisas la edad a la que quieren ser padres… o se acabará exigiendo a las trabajadoras certificado de esterilización.
*María José Ortiz es periodista, experta en comunicación y género.
via PIKARA MAGAZINE