Supongamos que lo que voy a contar ahora es mi historia. Supongamos que cuando era pequeña tuve una época excepcional de investigación y descubrimientos, y que solía tocar todo lo que encontraba en el suelo; que me lo solía guardar en los bolsillos, y que después, su trabajo les costaba a los de casa quitar los chicles, los clips, los caracoles y las piedras de los bolsillos. Supongamos que solía andar de un lado a otro del barrio y que solía acercarme a las casas del vecindario en busca de rica merienda. Supongamos que en mi familia lo aceptaban todo, que les solía hacer “gracia” y que podía continuar haciéndolo tranquilamente cada día. Pero supongamos, que en esta fase de descubrimientos y búsqueda del auto placer comencé a tocarme el clítoris y la vagina, y que me gustó mucho. Que me di cuenta de que era una fuente de placer, y era mía, y que así descubrí la masturbación, con un cojín, con los brazos del sofá, en la cama, con la mano,… Supongamos que todo fue estupendamente hasta que una persona adulta me dijo “¡Saca esa mano de ahí, es sucio!” Supongamos, que ese día aprendí que mi coño era algo sucio (¡incluso más que los chicles del suelo!) y que dejé de masturbarme.
Supongamos, que unos años más tarde, cuando estaba en el instituto, empecé a ligar con chicos. Que todas mis amigas y amigos tenían relaciones, y que me estaba quedando atrás, por lo que estaba deseando buscar mis primeros besos. Pero que tampoco podía mostrar mucho mis ganas de ligar, que no podía esperar mucho más que esos primeros besos, que no podía andar probando hoy con uno y mañana con otro (y ni pensar con otra!), … Que tenía que ser sexualmente activa (si no sería una monja) pero sin serlo demasiado, que no podía ser una puta. Ahí estaba mi línea. Supongamos que tenía miedo de atravesar esa línea, de atravesar la línea entre la mujer buena y la mujer mala. Esa raya estaba marcada en la sexualidad, en el conocimiento de mi cuerpo y en la gestión del placer. Por lo tanto, supongamos, que todas las personas de clase nos reímos cuando los y las jóvenes que vinieron a trabajar con nosotras la educación sexual, nos dijeron que debíamos masturbarnos, mirarnos el clítoris, tocarnos y querernos.
Supongamos, que unos años más tarde, en la universidad, comencé a militar en el movimiento feminista y que en mi pueblo, organizamos una exposición para sacar a la luz a las mujeres de la historia del mismo. Supongamos, que recopilamos fotos de las mujeres de una fábrica, y que aprendimos, que esas mujeres trabajaron en las fábricas durante el franquismo, mientras muchas de ellas criaban solas a sus hijas e hijos, y que además se sindicaron y lucharon a favor de sus derechos. Supongamos, que mientras estábamos mostrando estas fotos se me acercó una mujer mayor, y que me dijo que se decía en el pueblo que esas mujeres trabajadoras eran putas. Digamos, que ese día me di cuenta de que el estigma de ser puta, más allá de la sexualidad, se ha utilizado como estigma para mantener un sistema entero; que dentro de la familia heterosexual, ha servido para poder hacer un reparto de trabajos y de roles concreto, para mantener a las mujeres en casa, para que no sean económicamente activas, para mantenerlas bajo relaciones de poder.
Supongamos que todo esto me ha pasado a mí, o a ti. Dentro de un sistema heteronormativo, seguro que a ti también te ha podido pasar. A todas las mujeres nos han educado con el miedo a “lo otro”, a lo malo, insertadas en lo que no debemos ser. Han dirigido toda nuestra educación con el fin de que no seamos denominadas putas. Esto, además, ha supuesto la estigmatización de un colectivo concreto. Mujeres de mala vida, controladas y de oficio de mal camino. ¿Cuántas veces hemos oído estas palabras al hablar sobre las trabajadoras sexuales? Para enfrentar esta victimización se han llevado a cabo diferentes estrategias. Por un lado, las políticas asistencialistas cada vez más punitivas que han adquirido algunas instituciones. Éstas, más que en la solución, tienen su base en la victimización, en la estigmatización y en el castigo. Por otro lado, está el camino de la organización y la articulación de alianzas. En los últimos años, mediante la alianza de diversas organizaciones de trabajadoras sexuales y de gente que trabaja con ellas, se han creado sindicatos de trabajadoras sexuales, organizaciones feministas, etc. Así se ha conseguido que se deje de hablar por ellas, y hablen con voz propia. En Euskal Herria, la creación de la organización “Gu Gaitun” (Somos Nosotras) ha fomentado la coordinación entre diversos grupos que trabajan con trabajadoras sexuales, y ¡les deseamos un largo camino! Es grande el trabajo que pueden hacer todos estos colectivos, por un lado para luchar y reunir las situaciones y las reivindicaciones de las trabajadoras sexuales, pero, también para destruir la linea que todavía está en nuestras cabezas. Aún así, no podemos dejar toda la responsabilidad sobre estos movimientos. También es nuestra responsabilidad. Debemos hablar sobre la prostitución, sobre las putas, sobre los estigmas, … Debemos visibilizarlos, denunciarlos y transformarlos. O apropiarnos de ellos. Como hizo el movimiento queer, nos apropiaremos de las palabras, y si ser puta significa ser libre sexualmente, independiente, dueña de nuestros cuerpos y mentes, trabajadora, contraria al sistema… yo también soy una puta.
Supongamos que llegará el día en que el relato del principio sólo sea una historia del pasado.
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